Impacientes
Ensayo psicoanalítico sobre la ansiedad[i]
[i] Este texto forma parte de un libro de ensayos sobre clínica psicoanalítica con niños, cuya publicación está prevista para los primeros meses de 2017.
por Jaime Fernández Miranda
Cuestiones de traducción
En los países latinoamericanos, la utilización corriente del término ansiedad en psicopatología, recibe una fuerte impronta de la traducción inglesa de Freud. En efecto, anxiety es el término que los traductores ingleses han elegido para el angst freudiano. En castellano, en portugués y en francés se ha optado por vocablos que, como el original alemán, derivan del latín angustiae.
Y sin embargo, en la traducción castellana de Melanie Klein y de otros autores ingleses, anxiety ha sido traducido como ansiedad. Probablemente anxiety sea el término más preciso para traducir al inglés el angst alemán. No estoy en condiciones de discutirlo. Sí, pienso que la traducción de anxiety -especialmente en la obra de Klein- por ansiedad presenta al menos dos problemas que habría que evidenciar:
-El primero, político-institucional: la traducción castellana de Klein ha contribuido a la operación de segregar a esta autora -y, en definitiva, a todos los autores ingleses- del llamado “campo freudiano”, denominación equívoca y engañosa de un territorio cuyas fronteras suelen ser delimitadas por los epígonos de Lacan, verdaderos agrimensores de los dominios de Freud. De este modo, el psicoanálisis inglés y el freudiano habitarían territorios absolutamente separados e inconciliables. Sin ahondar en esto, subrayemos que más allá de las profundas diferencias teóricas entre Klein y Freud (no más profundas que las que existían entre Freud y Abraham o Ferenczi, por ejemplo) la concepción kleiniana de la angustia está construida al calor de la discusión con la teoría freudiana de Inhibición, síntoma y angustia. A este respecto, la traducción francesa ha tomado una decisión que parece acertada, al traducir el inglés anxiety con el mismo término que se había optado para traducir el alemán angst, a saber, angoisse.
-El segundo problema, teórico-clínico, nos introduce de lleno en nuestro tema. En efecto, el término anxiety admite dos connotaciones diferentes que tiñen con una formidable ambigüedad a la experiencia afectiva que funda en su nominación. Anxiety designa un estado de inquietud o preocupación sin un motivo preciso, sin una causa determinada, pero también la avidez ferviente por hacer algo o que algo suceda. Sin embarcarnos en la tentativa torpe de una traducción sin restos, es posible decir que la primera acepción recubre un campo semántico similar a aquello que en castellano designamos como angustia, al tiempo que la segunda se aproxima a aquello que en nuestra lengua es la ansiedad. En castellano, ansiedad y angustia designan experiencias subjetivas bien diferentes y, por ende, imponen elaboraciones teóricas diferentes. La utilización del término ansiedad para traducir anxiety ha obstaculizado la elaboración conceptual de la experiencia subjetiva que llamamos ansiedad, la cual está instalada en el meollo de muchos análisis en la actualidad, tanto de niños como adultos.
Ansiedad y angustia. Primeras aproximaciones
No deja de ser sorprendente la ausencia de una conceptualización de la ansiedad en la teorización analítica, más aún si tenemos en cuenta que en los últimos años la problemática clínica de la ansiedad parece haber inundado nuestros consultorios. Inextricablemente ligado a la dificultad de traducción expuesta anteriormente, tal vez el motivo principal de este olvido deba buscarse en la posición absolutamente dominante que tiene la angustia en la teoría y en la clínica psicoanalítica. La angustia, acaso por su lugar determinante en la cura, se ha ofrecido históricamente como punto de referencia ineludible respecto del cual pueden ser asidos los diferentes afectos displacientes, como si estos tuvieran que recortarse de la angustia para tener un lugar en la teorización psicoanalítica, como si todo pathos debiera serle sustraído a la angustia. Así, por ejemplo, en Freud, la angustia hace de contrapunto al momento de cernir tanto el terror[1] como el dolor,[2] en Winnicott cuando se trata de circunscribir las agonías primitivas,[3] Pontalis parece no poder eludir la referencia a la angustia en su teorización del dolor psíquico[4] y Jacques André utiliza la angustia para deslindar el desvalimiento como afecto.[5]
Los enredos de traducción mencionados en el apartado anterior indican un indudable parentesco entre la ansiedad y la angustia (sobre todo cuando esta última surge bajo aquella modalidad que Freud llamaba “expectativa angustiada”[6]). Y sin embargo, ambos términos circunscriben experiencias afectivas que es necesario diferenciar. Es cierto, como ha observado con lucidez Piera Aulagnier,[7] que la nominación del afecto se sostiene en la ilusión de una identidad entre la experiencia afectiva propia y la del otro, es decir, en una cierta renegación de la opacidad irreductible del otro. Pero también es cierto que, en psicoanálisis, la teoría de las pasiones está articulada menos por una búsqueda de identidad experiencial que a partir del lugar que estas ocupan en la dinámica de la cura.
La etimología de la palabra angustia parece inscribirse como destino, como marca de una ligazón indisoluble del significante con el afecto. Angustiae, en latín, significa estrechez; desde sus orígenes, la nominación de este afecto complejo sitúa en su médula la alteración del cuerpo. Ahora bien, esto no significa, como suele decirse, que la disnea, la opresión del pecho, la irritación estomacal sean expresiones somáticas de la angustia, como si la angustia fuese un fenómeno de origen psíquico que se expresa en el cuerpo. Tampoco la angustia es un proceso absolutamente comandado por el soma, como parece desprenderse de las primeras teorizaciones freudianas, que dibujan una suerte parábola cuyo punto de partida es una excitación sexual somática a la que le es denegada su “derivación psíquica”,[8] descargándose entonces en el cuerpo bajo el modo de la angustia.
Por el contrario, parece razonable plantear que, según su modo de emergencia en la experiencia analítica, la angustia designa ese punto en que soma y psique son, absoluta y radicalmente, indiscernibles. La angustia es una experiencia psicosomática en el más profundo de los sentidos. Y esto es así aun cuando la angustia surge bajo la modalidad que Freud llamaba ataques de angustia, caracterizada por una fuerte preeminencia del cuerpo, preminencia que, sin embargo, no constituye un ataque de angustia sino en el punto en que los fenómenos somáticos están inextricablemente ligados a la idea de locura y de muerte.
Esto marca una primera diferenciación neta entre la angustia y la ansiedad. En esta última, el malestar subjetivo es mucha más exiguo y difuso. La ansiedad es un estado de excitación motriz generalizada e indefinida, gobernado por la avidez hacia algún objeto, preciso o impreciso, pero siempre inaccesible. En la ansiedad, a diferencia de la angustia, no hay dolor anímico sino un vago malestar que podríamos contornear con lo términos –inevitablemente equívocos- de irritabilidad e impaciencia. Por ello es bien diferente el lugar que una y otra ocupan en la cura.
Si la angustia es el primer motor del análisis y de su progreso, -escribe Jacques André- es porque ella misma es la apertura sobre el enigma del interior, aún sobre los abismos del interior, y sin duda, más radicalmente, porque ella es parte constitutiva de la interioridad.[9]
La ansiedad, por el contrario, se agota en la exigencia perentoria del objeto, elide toda pregunta por el deseo y anula la temporalidad al interior de la cual la interpelación al sujeto podría desplegarse.
La angustia se vierte sobre las representaciones (“la angustia es ya la anticipación de las representaciones de la angustia”[10]), convoca el trabajo significante en la cura, mientras que la ansiedad se vierte compulsivamente sobre el objeto. La angustia se abre sobre el fantasma; en la ansiedad, por su parte, la dimensión fantasmática se diluye en un puro movimiento pulsional. La angustia es el motor del análisis. La ansiedad, por el contrario, inhibe cualquier forma de trabajo psíquico durante el análisis.
Aquí, la expectativa angustiada es claramente discernible de la ansiedad. La primera está siempre pronta a adherirse a la representación más facilitada, lo cual la transforma en “angustia de”. La segunda es un estado de avidez constante que se fija a determinados objetos que cumplen ciertos requisitos y que, una vez obtenidos, son abandonados. Para el paciente ansioso, especialmente cuando se trata de un niño, la cuestión excluyente es encontrar inmediatamente un objeto que calme la excitación, sea este un objeto preciso o vago.
Esta distinción sumaria entre ansiedad y angustia dibuja en puntillado el trayecto para un abordaje conceptual de la ansiedad.[11] Aquello que da a la ansiedad su coloración particular debe ser buscado en la relación del sujeto con el objeto y la particular temporalidad que esto instaura. Más taxativamente, la ansiedad podría ser definida como un modo específico de relación con el objeto y con el tiempo.
Entre la ansiedad y el tedio
Mauro hace sonar el timbre del consultorio larga y repetidamente. No puede evitarlo dice, con un lenguaje preciso, este niño de siete años. Llega cada vez con un juguete nuevo. Los juegos que ha proyectado para la sesión convocan una ansiedad que deviene insoportable. En el pensamiento, en el habla, en los innumerables juegos que propone consecutivamente –varios por sesión- todo infunde la sensación de una imposibilidad de estasis, de fijeza libidinal.
En nuestro primer encuentro, Mauro va tomando uno a uno los juguetes. Toma un objeto entre sus manos, lo apresa con intensa fascinación, lo anima un poco, apenas unos minutos, luego lo abandona decepcionado. Así con cada uno, hasta que no queda ninguno ¿Y ahora? El niño es tomado por el tedio, que se evidencia como el reverso de la ansiedad. El tedio es la sensación terrible que la ansiedad elude, ese momento insoportable en que el objeto –todo objeto- se muestra ya incapaz de suscitar el interés, constatación de la imposibilidad de hallar ese objeto que sature y apacigüe, constatación que convierte la tensión ansiosa en un vacío aplastante.
El tedio, cada vez que aparece, me es adjudicado a mí. Soy yo, el espacio, el análisis quien lo aburre y, de paso, me increpa esperando que sea yo quien lo arranque del tedio. Mauro me hace sentir asfixiado, busca someterme, reducirme a objeto que sacie su voracidad o que llene su tedio. La transferencia se inscribe en la misma estructura que su relación con las cosas.
Todo en su lazo con el otro parece afectado por una impaciencia irritada. Se enoja si no comprendo exactamente lo que él pretende que yo haga y, por supuesto, si lo que hago no encastra a la perfección con sus aspiraciones. En sus juegos, acaba siempre irritándose porque no respondo según sus expectativas. La espera, mi tiempo propio de reflexión o de suspensión, lo irrita enormemente; el niño hace sentir su impaciencia con movimientos del cuerpo, gestos involuntarios del rostro, o bien con un llamado al apresuramiento, a su tiempo, que es la anulación del tiempo. La espera, para Mauro, es el tiempo del otro a cuya sumisión resiste. Mauro desespera ante el hecho de que la singularidad del otro opere como mediación y puesta en suspenso de su movimiento pulsional. Es la alteridad misma lo que deviene irritante. Personas y cosas son tomadas por un movimiento pulsional cosificante, que las requiere para saciarse y luego las desecha por insatisfactorias.
Mauro nunca sabe a qué jugar, sus pocos juegos son pobres y, apenas comenzados, son abandonados en nombre de algo más interesante. Pero eso más interesante revela prontamente su inconsistencia, y el movimiento se repite incesantemente. Hasta que el tedio lo alcanza. Su capacidad imaginativa es exigua, su creatividad casi nula.
Javier hace sonar repetidamente el timbre, sube corriendo las escaleras y, cuando llego al consultorio, ya ha desparramado los juguetes. Javier tiene una imaginación prolífica pero siempre coartada: imagina una escena para que juguemos, la relata con pasión pero, antes de comenzar el montaje, antes de arrojarse al riesgo de lo impredecible que caracteriza el jugar, ya hay otra escena que ha ocupado el mismo lugar… y así sucesivamente. En algunos casos, pareciera posible establecer una relación significante entre las escenas. Pero esto no es más que la ilusión del analista. Las escenas no se enlazan unas con otras, se suceden vertiginosamente sin dejar huella alguna. Esto supone una cierta inconsistencia de la memoria que parece ser inherente a la ansiedad. La sucesión frenética de escenas no es abordable como un encadenamiento significante propio de la asociación libre. Se trata más bien de una lógica circular donde las escenas se van sustituyendo unas a otras para ocupar exactamente el mismo lugar que la anterior: objetos de una intensa fascinación que siempre, invariablemente, más temprano que tarde, cae en la decepción.
La ansiedad ha abolido los intervalos al interior de los cuales el jugar podría tener lugar, imponiendo a la sesión un tiempo vertiginoso y circular. No es que no existan fantasías (las hay, por lo general calcadas de la televisión, el cine o un video-juego), pero estas no pueden articularse en el jugar, no pueden abrirse a lo imprevisto, a la sorpresa, a la novedad radical y la capacidad de inventar el mundo que define al jugar, el cual supone, por esto mismo, un espacio y un tiempo que la ansiedad anula con su movimiento pulsional desesperado.
El ansioso, el tiempo y el objeto
La temporalidad del ansioso se juega entre dos momentos cuyo intervalo es insoportable. Si bien la ansiedad parecería estar regida por el futuro, en verdad la experiencia ansiosa del tiempo está localizada en el hiato inhabitable entre el presente y el futuro que podríamos llamar inmediatez. Irremediablemente esclavizado por una temporalidad insoportable, el ansioso se consume en la tentativa inclaudicable e imposible de abolición del tiempo como tal.
La tensión ansiosa produce movimientos anticipatorios constantes en que el sujeto “vive” todo el tiempo al interior de un objeto ausente e inolvidable, al interior de una consumación postergada e impostergable. Es entre lo ausente y lo inolvidable, entre lo postergado y lo impostergable que se juega la tensión ansiosa. Ahora bien, cuando finalmente se produce el encuentro con el objeto anhelado, y con éste la decepción de la expectativa cifrada en ese objeto, el sujeto se sumerge en el tedio y en una experiencia del tiempo signada por un puro presente vacío y lineal, sin memoria y sin esperanza. Pero, tarde o temprano, la ansiedad vuelve a embargar al sujeto y el circuito recomienza. Gobernada por la expectativa de un objeto pleno, la temporalidad ansiosa es circular y repetitiva.
El tiempo, entonces, está subordinado al particular estatuto que especifica al objeto en la ansiedad. Para situar mejor esta cuestión, comencemos por recordar que el futuro señala la primera emergencia del tiempo para el niño pequeño. Si los niños aprenden a decir “mañana” mucho antes que “ayer”, es porque la construcción del objeto como tal, como algo separado, comienza por la postergación y no por la pérdida. La aceptación del futuro se sostiene en la esperanza de un feliz reencuentro con el mismo objeto. En el reconocimiento del pasado, por el contrario, se trata de un objeto que se ha perdido irremediablemente y el objeto que se tiene o se espera encontrar es, siempre, otro… ¿un sustituto?
La ansiedad baliza la experiencia de una espera (futuro) insoportable, mientras que la nostalgia es la tonalidad afectiva ligada a una pérdida (pasado) insoportable. En ambas, el estatuto del objeto es radicalmente diferente. La nostalgia resulta de una aceptación de la pérdida, la ansiedad es efecto de su desmentida ¿Significa esto que la ansiedad devela una incapacidad para investir objetos sustitutos?
A priori, la correlación simple entre desmentida de la pérdida e incapacidad para sustituir parece ir de la mano con el estatuto del objeto en la ansiedad. Aquí, el objeto, absolutamente contingente, es tratado como el objeto único, lo cual otorga una tonalidad rayana con lo desesperante a la experiencia ansiosa. El objeto que se desespera parece estar confundido con Aquel objeto, sea con un eventual objeto originario que se tuvo, sea con el objeto que nunca se tuvo pero que podría colmar toda expectativa y aplacar para siempre la tensión pulsional.
De este modo, la ansiedad podría ser pensada como un destino de pulsión que sostiene la ilusión de un objeto ideal que la colmaría ad aeternum -recusado el tiempo y el objeto como tal. La concentración de toda la vida psíquica cada vez en un objeto diferente, pero siempre intensamente anhelado e insoportablemente ausente, revela una equivalencia de todos los objetos. Si el ansioso no confiara, por decirlo de algún modo, en un perfecto encuentro con un objeto que sea Aquel objeto –único e insustituible- no existiría la incesante decepción que da forma definitiva a la figura circular del tiempo que especifica la experiencia de la ansiedad.
La ubicuidad de un objeto pleno y ausente devela la búsqueda de un encuentro imposible con el objeto perdido (sea un objeto originario que alguna vez se tuvo y se perdió, sea un objeto ontológicamente perdido). Ahora bien, la relación con la pérdida es claramente ambigua, y esta ambigüedad está señalada por el tedio, reverso inevitable de la tensión ansiosa, que no es sino la asunción terrible de aquello que el sujeto desmiente, a saber, la inexistencia de ese objeto pleno a cuya búsqueda desesperada se aboca. En el tedio, el movimiento se detiene porque su sentido se esfuma. Ansiedad y tedio, entonces, son dos caras de una misma constelación psíquica erigida sobre un vacío (que amenaza en la ansiedad e irrumpe en el tedio), vacío que subtiende una vida psíquica enteramente volcada al reencuentro con un objeto pleno cuya inexistencia se asume y se desmiente al mismo tiempo.
La experiencia ansiosa indica una relación problemática con la pérdida, cierto, pero de aquí a pensar la ansiedad en términos de incapacidad para sustituir hay todo un paso que no es necesario franquear. Según la lógica de la sustitución, devenida canónica en el psicoanálisis contemporáneo, la pérdida irremediable del objeto produciría, en el caso más favorable, una catarata de sustitutos que testimonian de su aceptación; por el contrario, en el caso de la tensión ansiosa, una cierta desmentida de la pérdida obturaría la capacidad para sustituir, lo cual desemboca en la tendencia desesperada hacia algún objeto que es siempre, cada vez, Aquel objeto.
El problema del sustituto
La ansiedad, pienso, nos insta a revisitar la ligazón intrínseca entre pérdida y sustitución. Ante todo, no cederé a la tentación de cuestionar esta ligazón por el sesgo de su deriva simplista -que circula como moneda corriente el psicoanálisis contemporáneo- la cual reduce el deseo a la búsqueda constante e inacabable de un objeto irremediablemente perdido bajo el modo de sustitutos que son equivalentes entre sí. Deriva absurda según la cual los objetos son Aquel o son cualquiera. La celebración de la metonimia deseante ha producido una suerte de equivalenciamiento de los todos los objetos de deseo que resta cualquier dignidad a los objetos privilegiados por el sujeto singular. Todos son lo mismo, pobres sustitutos, cualquier cosa.
Ahora bien, más acá de esta simplificación, la articulación entre pérdida y sustitución tiene una fuerte consistencia conceptual que ancla en la obra freudiana. Y sin embargo, pienso que su carácter inapelable y omniexplicativo debe ser puesto en cuestión, a partir de una interpelación de sus fundamentos. En este punto, el abordaje conceptual de la ansiedad traza la vía para un replanteo profundo de la problemática del objeto en la sexualidad infantil.
Dirijamos nuestra mirada a lo originario. A esta altura del pensamiento psicoanalítico, estamos en condiciones de situar al pecho en un lugar preciso, no como El objeto originario del cual dependen todos los demás –el pecho de la teorización kleiniana- ni como pura contingencia, como un objeto contingente más que bordea la ausencia del objeto. Lamentablemente aún hay que aclarar que al referirnos al pecho no estamos hablando de un objeto de necesidad biológicamente predestinado (que, en ese caso, no sería el pecho sino la leche), sino de un objeto sexual, del objeto privilegiado a partir del cual la sexualidad del adulto es implantada en el cuerpo del niño. El pecho designa el lugar del otro, sexualizante y apaciguante, en los orígenes. Por ello, la vida psíquica de un bebé que es amamantado gira en torno al pecho y a la rítmica de la lactación.
Ahora bien, hay bebés que desesperan su encuentro con el pecho -con el otro- y hay otros bebés que habitan mejor su ausencia. Aquí, la dimensión del chupeteo autoerótico parece ser decisiva en uno u otro sentido. El chupeteo propicia una suerte de olvido del objeto ausente ¿Es el pulgar, entonces, un sustituto del pecho, del otro? ¿El autoerotismo sería una suerte de “plan B”, correlativo a la pérdida de objeto, que haría proliferar los más variados objetos en el agujero dejado por el objeto perdido? Una observación simple traza en puntillado el trayecto de una respuesta posible: un bebé que lleva tres horas sin mamar puede estar en proximidad del pecho sin demandarlo, totalmente abstraído en el chupeteo de sus dedos. Si aun estando en presencia del otro, muchos bebés chupetean su pulgar sin reclamar el pecho, es posible decir que el autoerotismo no es simplemente una maquinaria sustitutiva que se constituye en ausencia del objeto, ni los dedos son un simple sustituto del pezón.
Entonces: ¿pecho, dedos, peluches son objetos que contornean la falta de objeto? ¿Seremos tan dogmáticos como para equivalenciar así, sin más, el pecho con los objetos del autoerotismo? Interpelar una noción de sexualidad infantil demasiado conquistada por la idea del objeto perdido y su sustituto, nos permitirá replantear el problema clínico de este ensayo.
Por supuesto que la impronta del pezón en los labios, la marca que el pecho ha dejado en el cuerpo horada el camino del autoerotismo, pero si un niño de pocas semanas de vida puede, sin mayores apremios, entregarse al chupeteo autoerótico sin la añoranza del objeto en torno al cual gira su vida psíquica, ¿podemos decir, tan simplemente, que está sustituyendo al pecho, que el puño es un sustituto del pecho? El autoerotismo placentero, ¿no es, precisamente, el testimonio de una relación al pecho que no está signada por la tendencia desesperada a alcanzar el objeto, por la pendiente ansiosa que congela la vida psíquica en la añoranza de un objeto ubicuo y ausente? La idea básica de un objeto originario perdido y su sustituto (se entiende que dejar vacío el lugar del objeto perdido no altera para nada la lógica que estoy interrogando), no sólo se arregla mal con el modo en que estos bebés parecen investir tanto el pecho como el chupeteo del pulgar, sino que tampoco permite discernir la diferencia con esos otros bebés que son incapaces de entregarse a un chupeteo placentero, consumiéndose en la espera insoportable del pecho, en la desesperación por un objeto vital que concentra todo, allí donde vemos ya en ciernes la experiencia de la ansiedad.
La escena evocada no tiene más pretensiones que la der ser un simple modelo para cuestionar la lógica excluyente (“o bien… o bien”) cifrada en la noción de sustitución y de objeto sustituto. Por lo demás, hay evidentemente una correlación entre pérdida y autoerotismo, pero pienso -esta es una de las hipótesis principales de este ensayo- que habría que invertir la secuencia que nos ha sido impuesta por la noción de ersatz: el autoerotismo no es efecto de la pérdida sino, por el contario, hace que la pérdida sea posible.
El autoerotismo entre repetición y creación
Pienso que la complejidad del autoerotismo nos permitirá replantear la problemática del objeto en la sexualidad infantil –actualmente colonizada por la lógica pérdida-sustitución- y con ello el tema específico de nuestro ensayo.
La cuestión del objeto en el autoerotismo es situada por Freud en dos dimensiones contrapuestas. Una, repetitiva y demoníaca, la otra creativa y placentera. La primera halla su concepción más acabada en un párrafo de Pulsiones y destinos de pulsión. Escribe Freud:
De ellos [los “otros componentes de la función sexual”] podemos decir, en general, que actúan de modo autoerótico, es decir, su objeto se eclipsa tras el órgano que es su fuente y, por lo común, coincide con este último. El objeto de la pulsión de ver es también primero una parte del cuerpo propio; no obstante, no es el ojo mismo.[12]
El objeto se confunde con la fuente, escribe Freud; en esta versión del autoerotismo, la sexualidad aparece plegada sobre el cuerpo. El autos toma aquí un sesgo radical: no hay otro objeto que la fuente, el objeto es la fuente corporal. Ahora bien, si “el objeto de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta”[13], y “la meta de una pulsión es en todos los casos la satisfacción que sólo puede alcanzarse cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión”[14], la coalescencia del objeto con la fuente instaura una paradoja enloquecedora en la cual la tentativa de apaciguar la excitación autoeróticamente engendra más excitación.
El autoerotismo aquí sería una respuesta compulsiva y repetitiva al traumatismo originario, es decir, a la implantación de la sexualidad en el cuerpo del lactante efecto de la seducción originaria (según la decisiva concepción de Laplanche); en otras palabras, el autoerotismo sería el intento imposible y desesperado de evacuar la excitación pulsional. La pulsión, conminada a una repetición demoníaca, se pliega sobre el cuerpo, se cierra sobre sí misma, sobre ese objeto único que es al mismo tiempo la fuente.
Tras este recorrido, resulta ya llamativo el estatuto que Freud había otorgado al objeto autoerótico diez años antes, en su primera presentación del concepto en Tres ensayos de teoría sexual:
Una parte de los propios labios, la lengua, un lugar de la piel que esté al alcance –aun el dedo gordo del pie- son tomados como objeto sobre el cual se ejecuta la acción de mamar.[15]
En Pulsiones y destinos de pulsión el objeto autoerótico, fusionado con la fuente, es siempre uno y el mismo, fijeza del objeto que contrasta fuertemente con la plasticidad, la movilidad, la intercambiabilidad y el carácter prolífico que Freud atribuye al objeto autoerótico en los Tres ensayos de teoría sexual. En el límite, escribe Freud en este último texto, cualquier “lugar de la piel que esté al alcance”[16] podría devenir objeto de la succión. Hay aquí un clivaje entre la fuente y el objeto, otra dimensión del objeto que abre a otra dimensión del cuerpo, un cuerpo engendrado –en el sentido fuerte del término- por la actividad autoerótica, noción que halla su correspondiente en una idea capital de Winnicott:
En el caso de algunos bebés el pulgar se introduce en la boca mientras los demás dedos acarician el rostro mediante movimientos de pronación y supinación del antebrazo. La boca, entonces, se muestra activa en relación con el pulgar, pero no respecto de los dedos. Los que acarician el labio superior o alguna otra parte pueden o no llegar a ser más importantes que el pulgar introducido en la boca. Más aún, se puede encontrar esta actividad acariciadora por sí sola, sin la unión más directa de pulgar y boca.[17]
La plasticidad del objeto autoerótico es consustancial a la plasticidad de la erogeneidad corporal. Si en su versión más repetitiva y compulsiva, la sexualidad autoerótica aparece confinada a la zona erógena aquí, por el contrario, percibimos un movimiento de descentramiento de la sexualidad por relación a la zona. El autoerotismo engendra en su seno otro cuerpo que disloca la sexualidad de los labios inaugurando nuevas fuentes y nuevos objetos.
Notaremos que en tanto que en su versión repetitiva la actividad autoerótica aparece condenada a la búsqueda imposible de la identidad de percepción, esta versión creativa, por el contrario, es un movimiento incesante de engendramiento de lo nuevo, en que el placer no reside en el reencuentro sino en el hallazgo. De aquí que un autor como Fedida escriba, en un formidable texto, que el autoerotismo es, a fin de cuentas, la “capacidad de creación y de transformación de objetos.”[18] Más radicalmente, el autoerotismo es la capacidad de engendramiento del cuerpo y del objeto.
¿Habría que tomar partido por una u otra de estas versiones del autoerotismo? ¿No sería más pertinente sostener la paradoja radical de un concepto conformado por dos dimensiones antitéticas, y con ello una paradoja constitutiva de la sexualidad infantil? Estas dos dimensiones contrapuestas se reclaman mutuamente, como si la sexualidad infantil se constituyera al interior de una tensión irresoluble entre la compulsión de repetición y la creación, entre la fijeza del objeto pulsional replegado sobre el cuerpo y la plasticidad del objeto creado, entre el cuerpo plegado sobre la zona erógena y el cuerpo lúdicamente engendrado.
El autoerotismo, entonces, no sería primario sino originario, es decir, constituiría menos una etapa primera de la sexualidad que aquello que la define como sexualidad infantil, a saber, la tensión originaria entre la impronta pulsional del cuerpo y la capacidad de engendrar el cuerpo y el objeto.
El otro del autoerotismo
Retomo la pregunta: los objetos que el autoerotismo hace proliferar en el exiguo campo del bebé, ¿son sustitutos del pecho? O bien, ¿su contingencia es efecto de la inadecuación ontológica de todo objeto para la pulsión? De modo tácito o explícito, la creatividad suele ser subsumida en la pérdida, deviniendo entonces una tentativa de sustituir el pecho ausente, o bien un hacer con la falta ontológica de objeto. De este modo, todo objeto creado sería un sustituto de otra cosa y la novedad, engendrada en el seno de la repetición, perdería su estatuto como tal.
Hay varias cuestiones en juego aquí, una de las cuales es si el sujeto es capaz de engendrar algo más que lo que provino del otro. Se responderá evidentemente que sí, que cómo no, faltaba más. Y sin embargo, en cierta versión de la clínica con niños que, lamentablemente, hegemoniza el campo, toda manifestación del sujeto pretende ser reconducida a alguna impronta del otro en los orígenes, develando de este modo la concepción implícita que sostiene la práctica, a saber, que todos y cada uno de los rasgos de un niño hallar su razón de ser en el otro (de ahí a la tentativa teórica aberrante de concebir La madre del psicótico, autista, etc. no hay más que un paso)
¿Cuál sería, entonces, el otro del autoerotismo, el eros del autos? Retornemos a Freud:
El niño no se sirve de un objeto ajeno para mamar; prefiere una parte de su propia piel porque le resulta más cómodo, porque así se independiza del mundo exterior al que no puede aún dominar…[19]
Absoluta disponibilidad del objeto autoerótico, diferencia fundamental con el objeto transicional que puede ser ofrecido y rehusado por el adulto y que por ende es mucho más vulnerable a las perturbaciones externas. Ahora bien, esta independencia respecto del “mundo exterior”, ¿es la renegación de la ausencia? ¿Es efecto de la elaboración de la pérdida? ¿Es una respuesta a la añoranza del objeto? ¿Es correlativa de una “renuncia pulsional”, como plantea Freud respecto del niño del fort-da? Ante todo, habría que advertir con Winnicott que el niño, primero, juega en presencia y sólo en presencia del otro. Lo mismo podría decirse del bebé que chupetea. La independencia triunfal del bebé que chupetea es la veladura de una presencia fundamental e inadvertida, tan ubicua que es invisible.
En uno de sus textos seguramente más inspirados, Winnicott sostiene que la capacidad para estar sólo –disposición psíquica sin la cual, agrego, no es posible el autoerotismo- se funda en la experiencia de la soledad en presencia del otro. Estar sólo en presencia del otro, fórmula en apariencia paradójica que impone la siguiente pregunta: ¿de qué presencia se trata? Con estilo simple y profundo, tan inglés, Winnicott responde: “alguien disponible, alguien que esté presente, aunque sin exigir nada.”[20] Estando a disposición del bebé, la madre no se entromete en su espacio corporal. Aquello que Winnicott no percibe en toda su dimensión es la fantástica capacidad de rehusamiento pulsional que esta puesta en suspenso de su sexualidad exige a la madre, rehusamiento al goce que evidencia la ternura materna respecto de ese niño que concentra todo su erotismo.
La madre disponible, absolutamente disponible, no aparece sino es requerida. Esto supone que la aparición-desaparición del objeto, el ritmo de su escansión presencia-ausencia está, en la medida en que esto sea posible, subordinada a la rítmica del bebé entre sus momentos calmos y excitados. Nos encontramos aquí con una de las ideas fundamentales de Winnicott que atraviesa su producción de punta a punta, a saber, la madre suficientemente buena, la cual ha recibido tantas lecturas superficiales como dogmáticas, tantos rechazos apresurados como adhesiones irreflexivas.
Grosso modo, según Winnicott, en la medida en que la oferta de la madre se ajusta todo lo posible a la experiencia del niño, sea en su ritmo ausencia-presencia, sea en la cualidad del objeto ofrecido (la tonalidad de la voz o el modo de tomarlo, por ejemplo), propicia en el bebé la ilusión de haber creado el objeto que se le ofrece. Esto impone un conjunto de objeciones, la más perentoria de las cuáles recae sin dudas sobre la renegación de la opacidad de la experiencia del bebé, allí donde Winnicott parecería plegar la teoría a la ilusión materna de saberlo todo respecto del hijo. Y sin embargo, más allá de esto, existe una profunda diferencia –clave en el tema de este ensayo- entre una madre sujeta –aún, esclavizada- a los ritmos de su bebé y una madre que somete a este al capricho de sus movimientos deseantes.
En otros términos, en la medida en que el objeto es ofrecido, por así decir, en tiempo y forma, su carácter disruptivo, traumatizante, es reducido al mínimo por su adecuación a la experiencia del lactante. De este modo el otro como tal, como ajenidad, permanece inadvertido. Ese otro que se deja suscitar, que se deja crear, que se ofrece al bebé con el mínimo de alteridad posible, propicia en el niño la ilusión de que es un objeto creado por él, un objeto que puede hacerse aparecer y desaparecer.
Aquello, pues, que funda la creatividad autoerótica no es la ausencia del otro sino cierta modalidad de la presencia, esa presencia que, por rehusarse al goce sexual con el cuerpo del niño, deviene invisible. Por ello, un bebé en brazos de su madre puede hallarse absolutamente abstraído en el chupeteo del pulgar sin demandar el pecho. A fin de cuentas, ese bebé no está recreando el pecho sino creando el objeto –un objeto que es engendrado y no un sustituto correlativo a la pérdida de otro objeto más primordial.
En síntesis: en tanto la sexualidad inconciente de la madre implanta la pulsión en el cuerpo constituyendo la sexualidad infantil bajo el régimen de la repetición, la disposición amorosa materna, marcada por su rehusamiento al goce, inaugura la capacidad creativa de la sexualidad infantil. El autoerotismo es la conformación originaria de la sexualidad infantil en la tensión entre ambas dimensiones. Como se ve, la creatividad no se deduce de la repetición. No hay autoerotismo sin el exceso inevacuable con que la sexualidad materna constituye el cuerpo pulsional del lactante, por supuesto, pero tampoco hay autoerotismo sin la ilusión del bebé de haber creado el objeto.
El objeto. Su creación, su pérdida
El problema clínico de la ansiedad nos ha llevado a revisar un problema capital, a saber, el estatuto del objeto en la sexualidad infantil. Antes de retornar sobre nuestra problemática de partida, es necesario ocuparnos del objeto transicional y su lugar decisivo en el derrotero de la sexualidad infantil.
Existe un movimiento sutil en que el niño pasa de las diversas regiones “de la piel” al entramado de objetos exteriores, momento de aparición de los fenómenos transicionales que son cronológicamente secundarios respecto del chupeteo del pulgar, por el simple hecho de que exigen cierta capacidad motriz del bebé inexistente en las primeras semanas de vida. Ahora bien, la sustancia de los fenómenos transicionales parece ser la misma que la del chupeteo autoerótico, dado que la exterioridad de los objetos no sería un dato decisivo mientras estos sigan siendo absolutamente contingentes. Es cierto, a diferencia del objeto autoerótico la not-me possesion está sujeta a la oferta-rehusamiento del otro y, sin embargo, parece dar lo mismo un peluche, un sonajero o un pulgar, ya que el objeto no es sino la ocasión de un movimiento expansivo hacia lo nuevo, movimiento cuya perpetuación parece ser lo esencial… hasta que aparecen los objetos transicionales.
En efecto, como escribe Winnicott:
Por lo demás, de todo ello (si estudiamos un bebé cualquiera) puede surgir algo, o algún fenómeno –quizá un puñado de lana o la punta de un edredón, o una palabra o melodía, o una modalidad-, que llega a adquirir una importancia vital para el bebé en el momento de disponerse a dormir, y que es una defensa contra la ansiedad, en especial contra la de tipo depresivo. Puede que el niño haya encontrado algún objeto blando, o de otra clase, y lo use, y entonces se convierte en lo que yo llamo objeto transicional. Este objeto sigue siendo importante.[21]
Todo sucede como si el movimiento autoerótico se detuviera en un punto, como si la movilidad de investimientos creara un lugar de fijación, como si la proliferación de objetos contingentes diera lugar al surgimiento de un objeto necesario. La construcción de un objeto transicional –que no es sin la creatividad autoerótica pero que implica también un punto de detención de su movimiento expansivo- sólo puede ser comprendida en su relación con la pérdida, siempre y cuando invirtamos la secuencia supuesta por la lógica del sustituto. Prosigamos con Winnicott:
Es cierto que un trozo de frazada (o lo que fuere) simboliza un objeto parcial como el pecho materno. Pero lo que importa no es tanto su valor simbólico como su realidad. El que no sea el pecho (o la madre) tiene tanta importancia como la circunstancia de representar al pecho (o a la madre).[22]
El objeto transicional simboliza a la madre, seguramente, pero no es esto lo importante, dice Winnicott, sino su “realidad”. Realidad no es reality sino actuality: no se trata de afirmar el estatuto del objeto transicional como un existente sino de subrayar cómo su materialidad, su ajenidad, su actuality (aquello que el objeto es “en realidad”, un trozo de frazada, un peluche), hace resistencia al movimiento creativo.
El objeto transicional es real –bien real- y al mismo tiempo es creado, “nunca se encuentra bajo el dominio mágico, como el [objeto] interno, ni está fuera de dominio como ocurre con la madre verdadera.”[23] Se deja crear, manipular, pero también puede perderse, alteridad del objeto que pone al niño siempre al borde de una angustia abismal. Esta perfecta ambigüedad hace del objeto transicional el receptáculo de un investimiento apasionado que lo sitúa en el lugar exacto para propiciar una cierta declinación del otro primordial.
Escribe Winnicott respecto de un paciente:
Nunca había tenido biberón, ni chupete, ni otra forma de alimentación. Mostró un muy fuerte y prematuro apego hacia ella [la madre] misma, como persona, y en realidad la necesitaba a ella.
Durante doce meses adoptó un conejo al que acunaba (…) Podría describírselo como un consolador, pero nunca tuvo la verdadera cualidad de un objeto transicional. Jamás fue, como lo habría sido un verdadero objeto transicional, más importante que la madre, una parte casi inseparable de él.[24]
El intenso “apego” hacia la madre y la creación/hallazgo del objeto transicional parecen excluirse mutuamente. El objeto transicional deviene “más importante que la madre”, formulación seguramente excesiva que circunscribe sin embargo un hecho fundamental, a saber, que el investimiento de este objeto permite desalojar al otro del lugar al que se anuda una dependencia melancolizante.
Si existe, como decía Lacan, una confrontación bien precoz del niño con la omnipotencia de la madre,[25] de ello se deduce la constatación temprana, por parte del bebé, de la dependencia servil que lo une a ese otro omnipotente. El objeto transicional hace declinar la dependencia creando un lazo intenso y excluyente con un objeto único que no está absolutamente fuera de dominio pero que es bien real. Este objeto deviene más importante que la madre no porque la sustituya, sino porque permite un “umbral de autonomía” respecto del otro, creando un objeto que, sí, carga con parte del investimiento de que gozaba la madre.
Esto nos permite invertir la correlación entre creatividad y pérdida: no es la declinación del objeto la que da ocasión a la proliferación de sustitutos; es la capacidad creativa de la sexualidad infantil la que hace posible una cierta recusación del otro primordial. A través de la creación del objeto transicional, el autoerotismo hace declinar la añoranza, la demanda desesperada hacia ese otro omnipotente de quien depende la propia consistencia.
Con lo cual, retornando sobre el problema de este ensayo, planteo la siguiente hipótesis: en la ansiedad no se trata de una dificultad para sustituir el objeto primordial sino de una relación problemática con la pérdida inextricablemente ligada a la abolición de la dimensión creativa de la sexualidad infantil.
La ansiedad revisitada.
La problemática clínica de la ansiedad nos ha llevado a interpelar el estatuto del objeto en la sexualidad infantil, y con ello la posición fundante del adulto en los orígenes. Aquello que clásicamente es designado como función materna, es una cierta posición del adulto frente al niño caracterizada por un intensísimo y singular deseo sexual inconciente y, al mismo tiempo, por una disponibilidad absoluta. El bebé es tomado como objeto por el goce del adulto, cierto, pero también este se hace objeto de los ritmos del bebé. Adulto y bebé son simultáneamente, ambos, centro y periferia, núcleo y apéndice uno del otro.
El adulto le impone al bebé su capricho deseante, pero el amor al niño en tanto alteridad le impone a aquel ciertas renuncias pulsionales y ciertas declinaciones narcisistas, que lo llevan a asumir su imposibilidad de ofrecer un objeto que apacigüe infaliblemente la excitación pulsional que él mismo ha introducido en el cuerpo del infans. De este modo, la respuesta al llanto del bebé está, por supuesto, comandada por el deseo sexual inconciente del adulto, pero también, al mismo tiempo, es un trabajo de cifrado-descifrado donde, aquí sí, es el bebé quien está ubicado en el centro y es el adulto quien se somete a los ritmos y modalidades de aquel.
En el caso más favorable, adulto y niño, ambos, van forjando una temporalidad absolutamente única, ritmada por la escansión entre los momentos de excitación y los momentos calmos del bebé. Mientras que en tiempos de excitación el adulto se deja tomar por el niño, en los intervalos calmos se rehúsa a entrometerse en el espacio del bebé, allí donde el autoerotismo del pequeño crea y transforma los objetos. El otro deviene para el niño una presencia invisible que se deja suscitar, inventar, crear, desde el momento en que su ritmo de aparición-desaparición está marcado por el deseo en ciernes del niño.
Al mismo tiempo que la sexualidad del adulto implanta el objeto pulsional en el cuerpo infantil bajo el signo de lo inevacuable, su disponibilidad amorosa instaura en el bebé la ilusión de haber creado al objeto. De este modo, la sexualidad infantil se constituye en el seno de la tensión irresoluble entre repetición y creación, identidad y novedad, clausura y apertura, tánatos y eros.
En la ansiedad se trata, precisamente, de una fractura de esta tensión constitutiva, consistente en un angostamiento de la dimensión creativa de la sexualidad infantil en provecho de su dimensión compulsiva y repetitiva. La abolición del movimiento expansivo del autoerotismo deja al niño ansioso librado a un movimiento pulsional circular donde todo regresa una y otra vez al mismo lugar, donde todos los objetos son el mismo, ese objeto pleno que cifra la esperanza de un agotamiento de la tensión.
Disminuida -o aún destituida- la capacidad para crear objetos, el niño queda sometido al régimen del objeto único e imposible, esa nada plena que es el objeto pulsional. Los objetos particulares caen todos en el mismo lugar, el de un objeto total que auspicia el agotamiento definitivo de la pulsión.
Se instaura así una lógica circular cuyo ritmo está marcado, cada vez, por la tensión insoportable entre la aparición y la obtención del objeto, y donde la decepción devuelve todo al mismo punto. Ansiedad, euforia, decepción y tedio son los puntos que tensionan una figura circular del tiempo. Pero mientras que la euforia y la decepción son momentos evanescentes, las experiencias de ansiedad y tedio, el movimiento y la estasis, el anverso y el reverso de una misma lógica, ocupan la mayor parte del tiempo en la vida del niño.
La experiencia del tiempo en el pathos ansioso oscila entre la inmediatez (el intervalo inhabitable entre el presente y el futuro) cuando predomina la ansiedad, y un presente sin esperanza cuando predomina el tedio. En el primer caso, el presente no es otra cosa que el momento previo de un futuro pleno; en el segundo caso, desvanecida la ilusión de un objeto que colme, se desvanece el futuro y un presente aletargado ocupa toda la escena. En ambos casos, la dimensión de la memoria está coartada por un movimiento circular que recomienza cada vez sin dejar restos -ni huellas significativas ni rearticulaciones fantasmáticas.
Por el contrario, el bebé que chupetea su pulgar abstraído –o el niño que juega ajeno a un entorno necesario pero inadvertido- navegan en un presente sin rumbo donde la insistencia del pasado se abre a la novedad, donde repetición y creación se fusionan en un acto que se inclina hacia un futuro impredecible en el que la anticipación va cediendo su lugar a la errancia, en el que se diluye toda meta apenas echa a andar. Aquí sí, como escribió Freud en una bella y célebre frase respecto del fantaseo, “pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo.”[26]
En síntesis: el carácter, según el caso, más o menos magro y pobre del jugar en el niño ansioso, el angostamiento de la creatividad, la sujeción a un movimiento circular muchas veces no plausible de ser coartado, la reducción de todo objeto a objeto pulsional, un reclamo transferencial constante e intransigente dirigido a otro omnipotente que, según el momento, provea un objeto que colme o arranque de un tedio aplastante que no admite otro destino que su embotamiento pasivizante… el pathos ansioso plantea a la clínica psicoanalítica con niños un conjunto de problemas de difícil resolución.
El otro de la ansiedad.
Ahora bien, un estudio psicoanalítico sobre la ansiedad no podría eludir dos cuestiones fundamentales, a saber, que la problemática clínica de la ansiedad devela ciertos modos particulares de filiación y que su frecuencia es bastante predominante entre las consultas que recibimos. En suma, no podemos no interrogarnos por los singulares derroteros por los tiempos de infancia que desembocan en la ansiedad, ni tampoco podemos eludir la pregunta por la cultura y la época particulares en cuyo seno se van trazando estos derroteros comunes.
Respecto del primer interrogante, es interesante observar cómo la angustia de no poder satisfacer a un hijo voraz -o la sensación de esclavitud frente a la voracidad del hijo- ocupa un lugar central en muchas entrevistas con los padres de nuestros pacientes ansiosos. Claro que la voracidad no es constitucional, como lo suponía Klein, sino que se va articulando a partir del otro. Y en este sentido, es habitual constatar, en estos padres, que no sólo todo malestar sino aún todo gesto espontáneo del hijo suele ser leído como insatisfacción efecto de la carencia de un objeto… y la insatisfacción es una calamidad que hay que calmar inmediatamente.[27] De este modo la sobre-oferta de objetos, supuesta respuesta a la voracidad del hijo, es en verdad aquello que la suscita. Y el adulto acaba sintiéndose agobiado por aquello que él mismo ha generado.
Nos encontramos aquí con una modalidad bastante típica de la parentalidad contemporánea,[28] que combina un fantasma de omnipotencia -que se deja leer en la ilusión de infalibilidad que satisfaría al niño siempre y en todo lugar- con un rechazo de lo infantil, de sus ritmos, demandas, ruidos, movimientos y desorden que perturban la vida adulta, rechazo que se revela en el ofrecimiento constante de objetos que obstruyen el gesto espontáneo, especialmente objetos audiovisuales cuya función es aplacar el movimiento expansivo de la sexualidad infantil a partir de un embotamiento pasivizante.
La ansiedad infantil es impensable sin ésta sobre-oferta de objetos que aplastan todo gesto espontáneo y que acaban por abolir los intervalos calmos en que el niño, replegado sobre sobre sí, habita un tiempo suspenso al interior del cual crea y recrea el objeto. La voracidad del niño ansioso indica una anulación de la dimensión creativa de la sexualidad infantil y una sumisión a un régimen estrictamente pulsional que ha sido impuesto por el otro. La tiranía del niño esconde, pues, su servidumbre. Finalmente ambos, niño y adulto, acaban atrapados en un circuito incesante en que la ansiedad del primero suscita en el segundo una oferta continua de objetos que nunca apaciguan, relanzando una y otra vez la misma secuencia.[29]
Ahora bien, es imposible no percibir el isomorfismo de esta posición del adulto en los orígenes con una lógica cultural donde no existe otro padecimiento humano que la insatisfacción por carencia y donde no hay otro sentido que la búsqueda de un objeto pleno que acabaría con ella a perpetuidad. La ansiedad plantea una temporalidad y un modo de relación al objeto que son isomorfos con la lógica del consumo, modo de circulación de la mercancía que es, al mismo tiempo, un modo histórico de configuración de la subjetividad.
En este punto, la topología deleuziana de pliegue nos permite aprehender una coextensividad del sujeto con la época que guarda, sin embargo, la especificidad de cada uno: “como si las relaciones del afuera se plegasen –escribe Deleuze-, se curvasen para hacer un doblez, y dejar que surja una relación consigo mismo, que se constituya un adentro que se abre y se desarrolla según una dimensión propia.”[30]
En psicoanálisis, es posible adoptar esta idea a condición de agregar que el pliegue está articulado por la filiación, es decir, que la co-extensividad del sujeto con su época implica necesariamente una puesta en forma histórica de un universal, la “situación antropológica fundamental”[31] -concepto con que Laplanche designa la confrontación del recién nacido con la sexualidad del otro adulto.
En suma, la cultura se pliega dando lugar a una interioridad que le es co-extensiva, cierto, pero el doblez está troquelado por el modo en que el niño es tomado libidinalmente por el adulto. Y en la actualidad, la posición del adulto frente al niño está circunscrita, desde los orígenes, por la particular relación al objeto que establece aquello que llamo enunciación publicitaria, la cual es, en rigor, el modo de enunciación que define a la lógica del consumo, y según la cual, correlativamente: en primer lugar, todo en el niño es insatisfacción, no sólo el malestar sino el gesto espontáneo que perturba la vida del adulto (con lo cual, finalmente, el niño es leído exclusivamente en clave pulsional); luego, la insatisfacción no es sino la carencia de un objeto aprehensible; finalmente, el sentido de la existencia es la búsqueda de ese objeto pleno que colmará para siempre la insatisfacción pulsional.
La ansiedad y el tedio como reverso de la lógica del consumo
La enunciación publicitaria organiza la subjetividad en torno al objeto de consumo, imponiendo su impronta particular a la estructuración psíquica. Esta particularidad histórica de la estructuración del psiquismo no sólo es aquello que concierne directamente a nuestra clínica, sino también el aporte original que podría hacer el psicoanálisis a la lectura de la subjetividad contemporánea. De este modo, ansiedad y consumo suponen la misma relación al objeto (promesa de un objeto pleno, ausente pero aprehensible, capaz de colmar la insatisfacción estructural) y la misma temporalidad; la tentativa de hacer desaparecer el hiato entre la presentación y la obtención del objeto sitúa al sujeto siempre en el intervalo insoportable entre presente y futuro que llamamos inmediatez, lo cual devela la naturaleza pulsional tanto del consumo como de la ansiedad.
La ansiedad es, pienso, la marca distintiva del sujeto de consumo -en caso de que sea pertinente esta expresión- lo cual no significa que en la actualidad todos los niños estén afectados por una ansiedad desesperante que gobierna su vida psíquica. Habría que evitar aquí un tono demasiado taxativo y generalizante que traiciona la complejidad de la clínica. Hecha esta aclaración, es cierto que vemos, cada vez más habitualmente, niños dominados por la ansiedad y el tedio, niños en que la capacidad creativa de la sexualidad infantil se ha visto cercenada en provecho de un movimiento pulsional repetitivo y circular. Más aún, cierto monto de ansiedad parece ser el sustrato casi inevitable de la infancia contemporánea.
La enunciación publicitaria es una estructura discursiva simple y potente cuya lógica de base es hacer de la insatisfacción el malestar por antonomasia y, al mismo tiempo, renegar de su carácter inagotable. La enunciación publicitaria exalta la insatisfacción, la nomina por relación a una carencia particular y ofrece objetos que la colmarían para siempre: la tensión entre la carencia y la plenitud, en suma, compone su lógica de base. La enunciación publicitaria constituye al sujeto en relación con un objeto pulsional pleno cuyo consumo conllevaría un agotamiento definitivo de toda búsqueda y toda tensión -lugar de plenitud que es circunscrito por una imaginería profusa de felicidad plena, la cual no es otra cosa que la eternidad de un instante de placer absoluto inmune al dolor, a la pérdida, la vejez y la muerte.
Los innumerables, siempre cambiantes y -digámoslo- creativos recursos del marketing, sostenidos en una psicología bien específica,[32] presuponen al sujeto que la enunciación publicitaria ha forjado. La potencia del marketing se sostiene en un sujeto absolutamente permeable a su impronta, un sujeto cuya vida gira en torno a una insatisfacción perentoria y la esperanza de un objeto que la sacie y que lo resguarde de la amenaza de un vacío insoportable.
A partir del angostamiento de la creatividad, la captura del sujeto en una lógica pulsional circular, la ecuación Sentido-felicidad-placer individual asociado al encuentro con un objeto pleno -y su contracara, la amenaza constante de vacío frente a la inexistencia de ese objeto-, es decir, en suma, a partir de la diseminación del pathosansioso, la enunciación publicitaria ha forjado un psiquismo ávido de vivencias intensas, tales como las que infunde la imaginería del marketing, las cuales, en muchos casos, suelen organizar enteramente la percepción que el sujeto tiene de sí mismo y del otro.
Ahora bien, las vivencias no sólo son la vía privilegiada de conformación de los objetos como objetos de consumo a través del marketing -toda mercancía se vende asociada a una vivencia-, sino que son, en sí, un objeto de consumo. En la contemporaneidad, la vivencia se ha convertido en una mercancía más como tantas otras (“momentos de intensidad satisfechos en el mercado de las sensaciones”,[33] escribe Martin Jay), y por cierto una de las más preciadas, ya que ofrece, como ningún otro objeto de consumo, la felicidad de un instante de placer pleno que recusa el vacío subyacente al pathos ansioso. Por este motivo, la “comodificación” de las vivencias (vale decir, su conversión en una commodity, en una “mercancía para la venta”) es “una de las tendencias más prevalecientes de nuestro tiempo, una comodificación que se extiende desde los deportes hasta el turismo organizado”[34], y que abarca, muy especialmente, aquello que conocemos como industria del entretenimiento.
En este punto, retomar sin demasiadas pretensiones la clásica distinción filosófica entre experiencia y vivencia, tal vez nos resulte pertinente para pensar el pathos ansioso. La sumisión a la lógica estrictamente pulsional de la ansiedad en el sujeto de consumo supone cierta destitución de la capacidad de la sexualidad infantil para crear y transformar los objetos, y con ello, podríamos agregar siguiendo una indicación winnicottiana, una destitución de la capacidad para la experiencia. En una carta dirigida a Roger Money-Kyrle el 27 de noviembre de 1952, Winnicott escribía:
La experiencia es un tráfico constante en ilusión, un reiterado acceso a la interacción entre la creatividad y lo que el mundo tiene para ofrecernos.[35]
Interesante idea según la cual la experiencia no sucede sino en la confluencia, incluso en la tensión, entre la dimensión real y la dimensión ficcional: no hay experiencia sin la insistencia irreductible de lo real, pero tampoco la hay si no es posible inventar el objeto. Siguiendo esta intuición de Winnicott -que es marginal en su obra- la experiencia es activa y pasiva al mismo tiempo, supone una cierta continuidad y al mismo tiempo una ruptura entre el sujeto y el objeto. La experiencia es suscitada por el objeto y a la vez es creada por el sujeto, supone un ob-jectum que se enfrenta al sujeto y, al mismo tiempo, borra los límites entre ambos. En suma, la experiencia en sus orígenes es autoerótica, convoca esa convivencia extraordinaria de autos con eros que ha relevado Fedida con su habitual lucidez.[36]
Entonces, el aplastamiento de la dimensión creativa de la sexualidad y la sujeción al puro movimiento pulsional atrofia la capacidad del niño para hacer una experiencia. Más precisamente, propicia una destitución de la experiencia del objeto en provecho del consumo del objeto. El objeto de consumo, en efecto, no admite experiencia; es, valga la redundancia, un objeto para consumir. Y cuando la capacidad para experienciar[37] es abolida, una vivencia exterior y pasiva parecería ocupa su lugar.
En efecto, si la mercantilización de la vivencia pone el acento en la intensidad de la sensación del sujeto, no es menos cierto que las cualidades de la vivencia están claramente gobernadas por el objeto. Dicho de otro modo, mientras que el objeto de la experiencia es en parte creado por el sujeto, el objeto de la vivencia, por el contrario, es siempre exterior, y la vivencia está preformada por quienes la ofertan como mercancía.
Jugar, entretenerse
Es en la industria del entretenimiento donde la mercantilización de las vivencias encuentra su versión más consumada. Es necesario detenernos aquí en la noción de entretenimiento como perfecta antítesis del jugar -en el sentido winnicottiano de playing.
Primero el jugar: pienso que en Winnicott el jugar es la experiencia por antonomasia, y esto a partir de una teoría potente que articula playing, creatividad y gesto espontáneo. La idea de espontaneidad suele ser difícilmente digerible por un psicoanálisis que ha confundido prioridad del otro con determinismo. La noción de gesto espontáneo introduce un campo de indeterminación en el movimiento de toda cura, que evita que la clínica quede capturada en una lógica lineal donde todos y cada uno de los gestos del paciente son el efecto directo de una o varias causas alojadas en el inconsciente.
Por ello, con el gesto espontáneo la novedad radical encuentra un lugar preciso en la teoría psicoanalítica. Aquello que llamamos creatividad, pues, es la capacidad para la invención de algo absolutamente imprevisible y único, algo que no estaba contenido como posibilidad previa. Por supuesto que las condiciones para que la creatividad se constituya en el niño están dadas por cierta disposición psíquica del otro en los orígenes (me he referido largamente a ello en párrafos anteriores). Además, la experiencia lúdica no es sin el objeto, sin la dimensión real del objeto que resiste a la creación, que impone cierto límite a la invención. Pero el gesto espontáneo indica el borde de toda determinación, allí donde se pone en juego lo más singular, aquello que Winnicott llama lo “personal” y que es, agrego, antes que una potencialidad previa que se despliega, el gesto mismo que funda cada vez la singularidad. Por eso, finalmente, el jugar es la experiencia por antonomasia.
Vayamos ahora al entretenimiento. Es probablemente en los video-juegos que la noción de entretenimiento alcanza su dimensión más acabada en relación con el universo infantil. En muchos niños existe una intensísima avidez por los video-juegos -en algunos casos parecería no haber otra cosa que los convoque. Se trata, sin dudas, de la avidez por vivencias cada vez más intensas que constituye al sujeto contemporáneo por relación al objeto como objeto de consumo, es decir, como promesa de plenitud que ahuyenta el vacío subyacente. Sin embargo, en los video-juegos la vivencia está preformada en cada uno de sus detalles. No se trata de crear ni de fantasear nada que no esté predeterminado por el juego. La vivencia, como tal, se agota en el acto mismo de vivirla. Por ello no es habitual que un niño ponga en circulación, durante las sesiones, fantasías singulares disparadas por un video-juego. Más bien describe, concretamente, los personajes, las acciones o la estructura del juego, o aún relata los obstáculos que tuvo que sortear para pasar algún nivel.[38] En el entretenimiento, a diferencia del jugar, la fantasía es delimitada, encuadrada, estrictamente circunscrita desde el exterior. Por lo demás, en los video-juegos no hay nada para inventar. La posibilidad de combinar los elementos de modos novedosos, únicos, inestables, es limitada sino nula. En los video-juegos se trata de descifrar su lógica, ejercitar la destreza… y ganar.
Pero, muy pronto, la intensa relación del niño con un video-juego determinado se va distendiendo hasta la decepción, inaugurando un tiempo suspenso de tedio que concluye cuando algún otro objeto vuelve a ocupar el mismo lugar que el anterior. Lo mismo sucede con ciertos programas de televisión, donde la repetición buscada deviene desilusión por un objeto que ya no colma. Cuando, finalmente, el vacío subyacente alcanza al niño y el tedio se apodera de todo, la televisión y los video-juegos habitan -y despistan- un letargo insulso y sin sentido. Es interesante observar cómo, en ciertos momentos, la televisión y los video-juegos constituyen vivencias intensas y, en otros momentos, son utilizados para embotar el tedio. Finalmente, bajo de su apariencia contradictoria, ansiedad y tedio, anverso y reverso del mismo pathos, son dos formas diferentes de pasividad.
Tensiones irresueltas, angustias, desbordes, “juegos excitados” que alteran la rutina parental, gestos espontáneos, todo desemboca en un embotamiento audiovisual. A esto habría que agregar que, en los últimos años, la oferta audiovisual se ha ensanchado hasta abarcar a todas las franjas etarias -devenidos segmentos del mercado-, incluso los bebés. La estética, los sonidos, los relatos están perfectamente estudiados y segmentados para producir vivencias hipnóticas, sea en los bebés (Baby Einstein, por ejemplo), sea en niños muy pequeños (Peppa pig, La casa de Mickey Mouse, The backyardigans) o en niños en edad escolar (donde, como he señalado, la diversidad es enorme).
También los juguetes ingresan en esta misma lógica una vez que son tomados por la industria del entretenimiento. Me sucede a menudo, en la primera consulta con un niño, que éste abra la caja de juego y extraiga los juguetes, uno a uno, preguntando cada vez “¿qué hace esto?”. Es un juguete, suelo pensar, y los juguetes hacen (casi) todo lo que uno proponga. Torpeza y anacronismo de mi parte, para el niño que pregunta “¿qué hace esto?”, no se trata de un juguete en el sentido en que podría concebirlo alguien de mi generación. Muchos sofisticados juguetes actuales, esos que “hacen todo”, convocan al niño a la contemplación pasiva, hasta que, muy pronto, la decepción, el tedio y la necesidad compulsiva de adquirir otro objeto vuelven a dominar la escena.
El juguete, reducido al estatuto de objeto de consumo, obstaculiza su invención por parte del niño: no es objeto para crear sino para consumir tal cual ha sido ofrecido, es decir, codiciar como objeto pleno, poseer, decepcionarse, aburrirse y buscar otro objeto pleno. Sin la posibilidad de inventar el juguete, no hay experiencia lúdica posible.
Como escribía Benjamin hace casi 90 años:
Puede ser que hoy ya estemos en condiciones de superar el error fundamental de considerar la carga imaginativa de los juguetes como determinante del juego del niño; en realidad, sucede más bien al revés. El niño quiere arrastrar algo y se convierte en caballo, quiere jugar con arena y se hace panadero, quiere esconderse y es ladrón o gendarme. Por añadidura conocemos algunos juguetes antiquísimos que prescinden de toda máscara imaginativa (es posible que, en su tiempo, hayan sido objetos de culto): la pelota, el arco, el molinete de plumas, el barrilete, son todos objetos genuinos, “tanto más genuinos cuanto menos le dicen al adulto”. Porque cuanto más atractivos, en el sentido común de la palabra, son los juguetes, tanto menos “útiles” son para jugar; cuanto más ilimitada se manifiesta en ellos la imitación, tanto más se alejan del juego vivo. Son características, en este sentido, las diversas casas de muñecas presentadas por Gröber. La imitación —así podríamos formularlo— es propia del juego, no del juguete.[39]
Acerca de la inconsistencia de la memoria
La cultura del consumo atenta contra la capacidad para crear el objeto, ergo para hacer una experiencia de él. Y esto, agrego, propicia una inconsistencia de la memoria que se inscribe como rasgo decisivo de la subjetividad contemporánea, rasgo con que el pathos ansioso nos confronta cotidianamente en la clínica.
La vivencia asociada al objeto de consumo, por más intensa que pueda ser, no parece dejar huellas significativas, tan sólo marcas superficiales, anodinas, difusas. En la circularidad propia de la lógica del consumo, el objeto es desechado sin restos, sin otro destino que el tedio y la posterior avidez por otro objeto que ocupa exactamente el mismo lugar. El recuerdo que el niño tiene de la vivencia ligada al objeto de consumo está casi siempre despojado de intensidad y de nostalgia, más aún, está investido con un carácter de obsolescencia, consustancial a la temporalidad circular revestida de renovación constante que es instaurada por la enunciación publicitaria. El recuerdo del objeto no tiene el brillo de lo perdido sino la marchitez de lo desechado.
El objeto de consumo abandonado no ensancha el arcón de lo perdido, no provoca nostalgia ni, como memoria involuntaria[40], es capaz de producir ese plegamiento del tiempo donde lo perdido se presentifica con una intensidad mayor que la de ningún percepto, dejándose suscitar après-coup desde un presente que lo convoca, lo reanima, lo reinstaura, lo resignifica. En otras palabras, inconsistencia de la memoria no es olvido (el olvido, a fin de cuentas, es la condición del recuerdo y supone una pérdida), sino una suerte de labilidad de la inscripción psíquica.
La especificidad de la memoria en la subjetividad contemporánea, ha sido abordada por Ignacio Lewcowicz y Cristina y Corea en un interesante libro devenido ya clásico, Pedagogía del aburrido, bajo la idea rectora de una “correlación entre memoria, atención y pensamiento en un espacio interior.”[41]
Nuestras prácticas cotidianas -escribe Cristina Corea- están saturadas de estímulos; entonces, la desatención o la desconexión son modos de relación con esas prácticas o esos discursos sobresaturados de estímulos. Así, la desatención (o la desconcentración), por consiguiente, es un efecto de la hiperestimulación: no hay sentido que quede libre, no tengo más atención que prestar. En la subjetividad contemporánea predomina la percepción sobre la conciencia (…) la velocidad de los estímulos hace que el percepto no tenga el tiempo necesario para alojarse en la conciencia (…) Vemos que la ecuación freudiana percepción-conciencia sobre la que se constituye la memoria, se disuelve.[42]
Imposible no acordar con esta lectura que hace de la dispersión de la atención, propiciada por la velocidad y la saturación de estímulos, el meollo del desfondamiento de la memoria propio de la subjetividad mediática. Si de descentramiento de la atención se trata, resulta comprensible que el modelo sobre el que reposa la argumentación de la autora sea, precisamente, el zapping.
Sin embargo, hay algo más, ya que también es cierto que un niño puede estar largas horas absolutamente concentrado en un video-juego sin que esta concentración favorezca en nada su memoria. El video-juego impone al niño una temporalidad muy diferente de la del zapping, y con ello otra articulación entre percepción, conciencia, pensamiento y memoria. El niño concentra todos sus recursos en el video-juego, moviliza operaciones intelectuales complejas, generalmente inaccesibles para el adulto, cuyo epicentro es la deducción (para develar la lógica interna que tiene todo video-juego), la memoria a corto plazo (para fijar un conjunto de secuencias complejas que se entrelazan unas con otras) y la coordinación viso-motriz a alta velocidad. Aquello que llamo inconsistencia de la memoria no designa, pues, una suerte de atrofia de la memoria como función ni una pobreza de las operaciones intelectuales. Los video-juegos develan, como ninguna otra actividad de los niños actuales, una modalidad muy particular de pensamiento cuyo análisis excede en mucho los marcos de este ensayo y de la formación específica de su autor.
Ahora bien, tarde o temprano, el video-juego es arrastrado por la decepción, el tedio y, finalmente, la emergencia de algo más interesante que se apodera de toda la disponibilidad libidinal del niño. Y junto con el video-juego, es desechado su recuerdo, como si se hubiera esfumado sin dejar más que huellas difusas e insignificantes. Hay aquí una sustitución sin restos donde todos los objetos son equivalentes y ocupan exactamente el mismo lugar en la economía psíquica del niño. El objeto desechado no produce nostalgia ni olvido ni recuerdo, en última instancia, porque no hay pérdida. En suma, más allá de la velocidad y la saturación de los estímulos, existe una operación absolutamente decisiva en lo concerniente a la inconsistencia de la memoria en la niñez contemporánea, y es el equivalenciamiento de todos los objetos y todas las vivencias, propio de la lógica del consumo y, por ende, de la ansiedad.
La relación entre este equivalenciamiento y la inconsistencia de la memoria, nos invita a revisitar sumariamente aquello que llamamos inscripción psíquica. Ante todo, el primer modo en que aparece la inscripción psíquica en la teorización analítica es la huella mnémica freudiana que, como tal, excluye a la experiencia desde el momento en que es un resto fragmentario del traumatismo, ergo una ajenidad radical. Y en su forma más primordial y más universal, la huella mnémica es el residuo de la vivencia de satisfacción (befriedigungserlebnis), concepto ciertamente marginal en la obra de Freud sobre el cual, empero, reposan los primeros modelos metapsicológicos freudianos.
Ahora bien, la vivencia de satisfacción es impuesta al niño por el otro, ya que la situación en que se inserta está estructurada por la asimetría niño-adulto. A fin de cuentas, el neonato, guiado por sus montajes instintivos, va en busca del objeto nutricio -la leche si se quiere- y le es impuesto el pecho, es decir, un objeto sexual. A partir de los invaluables aportes de Laplanche, es posible plantear que aquello que llamamos vivencia de satisfacción no es sino la implantación traumatizante de la sexualidad en el cuerpo del cachorro humano. Aquí, la noción de vivencia adquiere una dimensión fundamental y un espesor propio en la clínica y en la teoría psicoanalítica.
En este sentido, aquello que insiste como resto irreductible de lo extranjero, aquello condenado a la repetición incesante, a saber, los residuos mnémicos de la vivencia, conservan un carácter de ajenidad radical. La inscripción psíquica de la vivencia, su huella mnémica, buscando su consumación imposible en el establecimiento de la identidad perceptiva, impone al psiquismo un régimen de repetición. Claro que, así las cosas, el pequeño quedaría atrapado en un circuito cerrado que haría imposible el advenimiento de otra cosa, donde la insistencia irrecusable de lo mismo clausuraría el psiquismo a la novedad, a la experiencia y, con ello, a nuevas inscripciones.
En este punto, sin insistir con cuestiones que he planteado en párrafos anteriores, la existencia de un campo de experiencia originario tributario de la capacidad de invención del objeto que sólo es pensable a partir de Winnicott, permite la emergencia de la novedad y, con ella, de nuevas trazas mnémicas significativas. A fin de cuentas, la experiencia es, por definición, experiencia de otra cosa y toda inscripción es diferencial, toda huella es única. Por ello, la destitución de la creatividad autoerótica y de la experiencia por la lógica del consumo, va trazando las vías hacia aquello que llamo inconsistencia de la memoria.
En suma, la inconsistencia de la memoria designa una cierta labilidad de la inscripción psíquica de las vivencias ligadas a objetos de consumo, labilidad que es efecto del equivalenciamiento de las vivencias que hace que su inscripción diferencial sea inconsistente e insignificante. Todas las vivencias -más allá de las cualidades diferentes que tengan unas respecto de otras- van al mismo lugar y todos los objetos son siempre el mismo, un objeto pleno que prontamente deviene decepcionante. Por eso, las pretensiones de renovación constante con que la cultura del consumo se justifica a sí misma, apenas logran velar una repetición infinita y un movimiento circular donde no hay inscripción de la diferencia sino emergencia constante de lo mismo disfrazado de novedad. Y resulta evidente que la inconsistencia de la memoria, inherente a la ansiedad, plantea un problema profundo a la clínica psicoanalítica.
Para concluir: es preciso evitar generalizaciones y afirmaciones demasiado taxativas respecto de las ideas vertidas en este último tramo del ensayo. No estoy diciendo que haya desaparecido la memoria en los niños contemporáneos. Pero podemos convenir en que la relación al objeto y la temporalidad propias de la lógica consumo propicia una inconsistencia de la memoria. El pathos ansioso es desmemoriado. No estoy planteando, tampoco, que todos los niños contemporáneos carezcan de una capacidad para crear, ni mucho menos reivindico con nostalgia la infancia de antaño. De manera diferente, muchos niños siguen jugando y fantaseando. Simplemente, pienso que la ocasión para la invención que ofrecen los dispositivos de entretenimiento contemporáneos es bastante exigua, y que en la cultura del consumo la posibilidad de fantaseo está en gran medida constreñida, circunscrita a las posibilidades dadas desde el dispositivo de enunciación. Y la lógica pulsional de la ansiedad, absolutamente dominante en muchos niños, presente en otros como trasfondo insistente, es el testimonio de esto.
En la agenda actual del psicoanálisis, uno de los ítems más acuciantes es pensar los modos de padecimiento que se inscriben como reverso de la época, y esto nos convoca a repensar profundamente muchos conceptos cruciales de nuestra teoría.
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Jaime Fernández Miranda es Psicólogo (U.N.R.) y Magister (Université Paris VII -tesis bajo la dirección de Jacques André). Director de la Maestría en Clínica Psicoanalítica con Niños, Facultad de Psicología – U.N.R. Autor de “El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños (Letra viva, 2019). Docente de seminarios en la Facultad de Psicología U.N.R. desde 2005 hasta la fecha. Docente de seminarios de posgrado en U.N.R. y U.N.L.P. Practica la clínica psicoanalítica con niños, adolescentes y adultos desde 1998. Supervisiones clínicas en instituciones y particulares. Dirección de tesis de grado y posgrado.
[1] Freud, S., (1920), Más allá del principio del placer, en Obras Completas, Tomo XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, pp 12-13.
[2] Freud, S., (1926), Inhibición, síntoma y angustia, en Obras Completas, Tomo XX, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, pp 158-161
[3] Winnicott, D.W. (1963), El miedo al derrumbe, en Exploraciones psicoanalíticas I, Paidós, Buenos Aires, 2015, pp 111-121.
[4] Pontalis, J.B. (1977), Sobre el dolor (psíquico), en Entre el sueño y el dolor, Sudamericana, Buenos Aires, 1970, pp 253-266
[5] André, J., (1997), Entre angoisse et détresse, in Etats de détresse (sous la diréction de Jacques André), PUF, Paris, 1997, pp 9-30.
[6] Freud, S., (1895), Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de “neurosis de angustia”, en Obras Completas, Tomo III, Buenos Aires, Amorrortu, 1994, p 93.
[7] Aulagnier, P., (1975), La violencia de la interpretación, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, pp 139-146
[8] Freud, S., (1895), Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de “neurosis de angustia”, Op. Cit., p 107
[9] André, J., (1997), Entre angoisse et détresse, Op. Cit., p 23.
[10] Idem.
[11] Es este un texto sobre ansiedad, no sobre angustia. Apenas es necesario aclarar que la complejísima teoría de la angustia ha sido reducida a aquellos aspectos que la hacen plausible de un contrapunto con la ansiedad, y muy especialmente en relación con la cura. Pero aún en la dinámica del análisis, he reducido la angustia a la llamada angustia-señal, eludiendo el problema clínico del desbordamiento de angustia, afecto paralizante que aproxima la angustia al terror. También quedan por fuera de este análisis la relación de la angustia con el deseo, el fantasma, la represión y el síntoma, su situación tópica, etc.
[12] Freud, S., (1915), Pulsiones y destinos de pulsión, en Obras Completas, Tomo XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1995, p 127.
[13] Idem, p 118.
[14] Idem.
[15] Freud, S., (1905), Tres ensayos de teoría sexual, en Obras Completas, Tomo VII, Amorrortu, Buenos Aires, 1994, p 163.
[16] Idem.
[17] Winnicott, D.W., (1971), Objetos transicionales y fenómenos transicionales, en Realidad y juego, Gedisa, Barcelona, 2005, p 20.
[18] Fedida, P., La sexualidad infantil y autoerotismo de la transferencia. En Sexualidad infantil y apego, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004.
[19] Freud, S., (1905), Tres ensayos de teoría sexual, Op. Cit., p 165.
[20] Winnicott, D.W., (1958), La capacidad para estar solo, en Los procesos de maduración y el ambiente facilitador, Paidós, Paidós, Buenos Aires, 2007, p 43.
[21] Winnicott, D.W. (1971), Fenómenos transicionales y Objetos transicionales, en Realidad y Juego, Gedisa, Barcelona, 1993, p 21.
[22] Op. Cit., p 22/23.
[23] Op. cit., p 27.
[24] Op. Cit., p 24.
[25] Lacan, J., (1965-1957), El seminario de Jacques Lacan, Libro IV. La relación de objeto, Paidós, Buenos Aires, 2009, p 70-71.
[26] Freud, S., (1908), El creador literario y el fantaseo, en Obras Completas, Tomo IX, Buenos Aires, Amorrortu,1992, p 130.
[27] En los últimos años, se ha impuesto en pediatría la llamada “libre demanda”, que insta a las madres a dar el pecho cada vez que el niño lo demande, a diferencia de las prescripciones de otra época -que pautaban la lactación según un ritmo, espaciando el amamantamiento cada dos o tres horas. Ahora bien, en la práctica y más allá de sus seguramente justificados fundamentos pediátricos, la libre demanda propicia generalmente que todo llanto o malestar del bebé sea interpretado por los padres como una demanda de pecho que exige una respuesta inmediata.
[28] Que aquí sólo menciono de pasada y que ameritarían, huelga decirlo, un estudio en profundidad.
[29] Luego, la teorización espontánea y banal de muchos analistas tiende leer esta cuestión en términos de falta de límites, plegando la escucha y la teoría al fastidio de los padres o educadores, y descuidando la profunda servidumbre respecto del otro que los “caprichos” de un niño suelen velar.
[30] Deleuze, G., (1986), Foucault, Buenos Aires, Paidós, 2005, p 132
[31] Laplanche, J. (1987), Nuevos fundamentos para el psicoanálisis. La seducción originaria, Buenos Aires, Amorrortu, 1989, p 93 y sigs.
[32] Véase al respecto: Pratkanis, A., y Aronson, E., (1992), La era de la propaganda, Barcelona, Paidós, 1994.
[33] Jay, M., (2005), Cantos de experiencia. Variaciones modernas sobre un tema universal, Buenos Aires, Paidós, 2009, p 469.
[34] Idem.
[35] Winnicott, D.W., (1987), El gesto espontáneo. Cartas escogidas, Buenos Aires, Paidós, 1990, p 100.
[36] Fedida, P. (1992), Auto-erotismo y autismo. Condiciones de eficacia de un paradigma en psicopatología, en Crisis y contratransferencia, Buenos Aires, Amorrortu, 1995, pp 318-319 y Fedida, P., La sexualidad infantil y autoerotismo de la transferencia, op. Cit.
[37] Traducción imposible del inglés experiencing, término de uso habitual en Winnicott.
[38] Es notable cómo el impacto estético de los video-juegos, cada vez mejor logrado, y las variadas “aventuras” que proponen al niño, diversifican la cualidad de las vivencias según el mercado. En su variedad rítmica, visual, sonora y de contenido, los video juegos segmentan el mercado capturando rasgos e intereses infantiles que son convertidos en vivencias preformadas.
[39] Benjamin, W., (1928), Juguetes y juego, en Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989, p 88.
[40] Extraordinaria idea situada por Proust en los comienzos de En busca del tiempo perdido, que ha sido retomada por Benjamin en aras de plantear su conocida articulación entre experiencia y memoria. Cf. Bernjamin, W., (1939), Sobre algunos temas en Baudelaire, en Ensayos Escogidos, Cuenco de plata, Buenos Aires, 2013, pp 10-16.
[41] Corea, C. y Lewcowicz, I., (2004), Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas, Paidós, Buenos Aires, p 49.
[42] Op. Cit., p 50/51