El libro El niño del dibujo. Estudio psicoanalítico del grafismo y sus funciones en la construcción temprana del cuerpo despliega un minucioso recorrido tanto clínico como teórico por el campo del dibujo infantil, desde sus comienzos en forma de trazos hasta complejo dibujo figurativo que se consolida años más tarde. Diferentes capítulos se van consagrando a distintas escenas de escritura donde se discuten diversas problemáticas del crecimiento tal como se reflejan en estas producciones.
El niño del dibujo presenta un trabajo inédito e innovador. Propone a partir de una revisión al detalle del lugar y el tratamiento conferido al dibujo, en las teorizaciones y en la clínica de los autores más destacados del psicoanálisis; donde la subordinación discreta ó la dependencia directa y sin reparos al lenguaje verbal ha sido su impronta más escandalosa; un punto de partida diferente que convida al lector a empezar por otro lado, pero a resguardo y advertido del impacto con el que ha penetrado el fonocentrismo occidental, deconstruído por Derrida, en cada una de estas prácticas donde la dependencia de la producción gráfica al lenguaje oral, resiste a su despliegue autónomo como trabajo de escritura.
En esta perspectiva, despliega una intensa labor de investigación y producción, que le permite sostener la categoría de imagen como un modo de inscripción particular; explorando un minucioso rastreo por las diferentes transformaciones que fue acompañando el trabajo de interpretar en una de las obras fundamentales del psicoanálisis: La interpretación de los sueños (FREUD. 1900), para arribar a uno de los cabos con los que entrará al dibujo por un costado novedoso : Abordar al sueño como una escritura cifrada; descomponer las partes de las que un sueño está hecho, desmantelar su texto, le permite hacer del encuentro inédito entre sueño y dibujo una experiencia sin antecedentes de reflexión clínica alguna. La consideración por la figurabilidad, se constituye a partir de aquí, como una zona de confluencia donde sueño y dibujo se aproximan y coinciden en un interés común.
El texto parece relevar un movimiento propio, tomando discreta distancia de quien lo produce, apartándose de cualquier formulación que pretenda abordar la gráfica desde una precipitación de sentidos más o menos preestablecida, se sumerge en la particularidad del trazo, en sus laberínticos recorridos, se detiene en sus cualidades y en su estética, en sus modos de volverse visible, interrogando al que mira por los materiales que lo componen. El trazo en sus continuas transfiguraciones y desfiguraciones nos plantea un lugar en el que conviene detenerse, abrevar y hacer una pausa allí, espacio de inflexión, donde resulta ineludible una operación nueva a crear: fabricar el ojo. Sorpresivamente no se tratará aquí de ninguna metáfora, sino precisamente de un ejercicio, un verdadero trabajo a provocar a reguardo y a sabiendas del espesor conceptual que tiene la categoría de trabajo en psicoanálisis. Marisa Rodulfo produce un lugar en la espacialidad del trazo desmantelando, casi provocativamente lo que preexiste, a cualquier esbozo de experiencia por venir. Mantener en suspenso la confiabilidad que aportan los sentidos en la perspectiva de la “buena forma,” para correr el riesgo y el vértigo ineludible y necesario de aquello “intraducible al lenguaje de la razón” ( KOFMAN:1973) que el devenir de la grafica provoca, y producir en los márgenes de un garabato renovado en su potencialidad subjetivante, el enigma figural : un impasse inestable de interrogación, desde donde lanzar y relanzar el estudio al detalle de un trazo invariante que insiste y se repite en diferencia.
El trabajo intenso de conceptualización que la autora nos entrega, revela del dibujo su función constituyente en los procesos psíquicos involucrados en el desarrollo emocional del niño, se trata de atender aquello que guía y empuja la mano del que dibuja, indiferente al principio a toda problemática relativa al sentido, pero transformando cuerpo en trazo al mismo tiempo que ocupa y produce una hoja volviéndola un espacio habitable. Dibujar jugando y jugar dibujando; nos convida a buscar aquello que de garabato insiste en cada gráfica pero, a condición de preservar en nuestras operaciones de lectura, una intertextualidad que del niño en sus modos polisémicos de producción le es propia.
Marisa Rodulfo encuentra en su clínica y en su letra -siempre abierta al acontecimiento- un niño que al dibujar se dibuja. Un dibujar que anida a un niño, permitiendo la emergencia originaria de una práctica: el dibujar, alejándola definitivamente de la intención de volverse expresiva de alguna otra cosa. El niño del dibujo revela, descubre, escribe, pero sobre todas las cosas se sostiene con una rigurosa conceptualización acompañada por una actitud clínica sincera y generosa; funda en el trabajo psicoanalítico con niños y adolescentes; la autonomía semiótica del graficar con respecto al lenguaje verbal, un elemento conceptual con el que la autora no solo se permite sino que además nos convoca, nos provoca y nos invita a jugar aprendiendo a mirar y a mirar descubriendo el jugar.
Claudio Steckler
El trabajo de investigación que presenta Marisa Rodulfo sobre “el niño del dibujo” cumple acabadamente con aquellas dos condiciones que J. Culler considera esenciales en todo debate crítico científico: el de estimular y no adormecer, el de trabajar y esclarecer ideas en vez de dejar al lector sumido en la frustración o en la perplejidad. Estos dos efectos se sostienen con holgura a lo largo de este texto, texto cuya primera operación apunta –como señala la autora- “a respetar el hecho de la figurabilidad, tomando partido por la autonomía del grafismo frente a la subordinación a lo verbal”. Si el respeto por la figurabilidad lo desprende de una lectura cuidadosa del fenómeno onírico comparado por Freud con un sistema de escritura, la toma de partido por la autonomía del grafismo definido como una “escena de escritura” lleva a la autora a una búsqueda de lo figural en textos de autores posfreudianos, búsqueda que le permite constatar que aun los autores que mayor espacio le otorgan al grafismo y a sus operaciones constructivas, “niegan” sin embargo “su autonomía semiótica”. Ese recorrido crítico de textos expuestos en el segundo capítulo posee una particular fuerza: por la multiplicidad de autores y obras que revisa (M. Klein, F. Dolto, D. Vasse, Sami-Ali); por la capacidad para convertir autores con cuyas ideas se está familiarizado en lecturas nuevas; por la agudeza que revela al señalar sus deslices textuales y marcar el momento en que caen presos del prejuicio que Derrida bautizó como prejuicio fonocéntrico; por el cuidado que pone al plantear que señalar ese prejuicio no implica caer en el prejuicio opuesto, es decir en un grafocentrismo; por el reconocimiento de ese salto entre lo clínico y lo teórico –salto señalado por Pontalis-, que llevó a analistas, de verdad notables, a darle en su hacer –no en su decir- un lugar al grafismo, trabajando dicho material en conexión asociativa consigo mismo o con otros tipos de producción. Esta extensa exposición la provee de herramientas para definir en el tercer capítulo al dibujo como “suplemento originario”. El término “suplemento”, acuñado en una larga tradición filosófica; utilizado por Rousseau para definir a la escritura; desmontado en sus significados necesarios, esenciales y contradictorios por Derrida; retomado por este último para cualificar el tipo de lógica que preside la relación entre el habla y la escritura; articulado con la noción de original por Sarah Kofman para caracterizar la obra de arte, es reclamado por la autora –con lucidez- para el dibujo. Producción ésta que, según señala, al igual que la obra de arte, no guarda con la fantasía una relación de expresividad, ni con la palabra una relación de dependencia. No se nos escapan las dificultades que tuvo que enfrentar en esta parte del texto –ni tampoco a las que nos enfrenta- al cuestionar concepciones sumamente arraigadas como la de la función expresiva del dibujo, o la idea de que éste traduce una fantasía preexistente, o la de su ligamen forzoso y convalidador con la palabra y por ella. Sin embargo, su persuasiva y fina argumentación le permite combatir estos modos de aproximación al dibujo, proponiendo su propia perspectiva escritural. Invita, en ese sentido, al lector a acompañarla en las puntualizaciones que plantea con respecto a los “reduccionismos” a que el dibujo suele estar sometido, a saber: a técnicas de exploración que desnaturalizan la regla fundamental al requerir del niño que dibuje determinados objetos; o al contesto; o a lo escuchado en las entrevistas con los padres o a las asociaciones verbales o a una simbólica establecida o a lo transferencial. La autora no titubea en atribuir estos reduccionismos, que como doxas incuestionables circulan en la práctica, a resistencias del analista o a falta de formación. Sus hipótesis se ponen en juego en el capítulo cuarto. Entiendo que, en nuestra disciplina, poner en juego hipótesis está esencialmente ligado a procedimientos de lectura. En este texto, a procedimientos de desciframientos de lo figural, retomando y desarrollando, como ya se señaló, “principios básicos de desciframiento establecidos por Freud en La interpretación de los sueños”. De allí que esa “puesta en visibilidad” –que por otra parte ya Paul Klee había señalado como básica en el dominio del arte- sea reclamada por la autora para el dibujo del niño, analizando con cuidado sus condiciones, su base, sus invariantes formales y sus transformaciones, este análisis no deja de lado ni la puesta en color ni la puesta en escena y en idea, tal como se puede observar en el material clínico que presenta. Ahora bien, el respeto por los dibujos como textos, la necesidad de darles un lugar diferenciado en el campo de la escritura, su comercio asociativo con otros trazos o con lo efectuado en otras áreas como las del juego, la palabra, el modelado, etc., y la construcción de conceptos en el ámbito de lo figural se ponen en acto y se evidencias con rigor en los desarrollos que la autora realiza en los últimos tres capítulos. Capítulos cuyo itinerario conduce a repensar problemas capitales como el de la reconstrucción a través del dibujo de “la formación de la subjetividad y de sus tiempos” o el del procesamiento de los dibujos en aquellos movimientos de apertura en los que éstos surgen o en el seno de la cura. Entre estos desarrollos conceptuales, suscita un particular interés el tratamiento que Marisa Rodulfo realiza sobre esos primeros choques que –al decir de Kandisnky- hacen que “la base quede fecundada”, base que al mismo tiempo el niño encuentra al crearla. Primeros choques que llevan, como sabemos, a la producción del garabato o mamarracho. El término magma, que tanto poder de convocatoria tuvo en autores como Castoriadis o Tosquelles, es retomado con notable acierto “para reflexionar y seguir el itinerario de ese tiempo inaugural” que lleva a la constitución de la categoría de cuerpo y a sus diferentes tiempos. Esa reflexión que transita por terrenos metapsicológicos y psicopatológicos espinosos, como el de la construcción temprana del aparato psíquico o el de las perturbaciones severas de la infancia y de la adolescencia, le permite articular su propia concepción con la de otros autores. Describe entonces esos trazos sin argumento, primera revelación de las sensaciones arcaicas del niño como energía pulsional (Freud), como primera inscripción del ser sentido (F. Tustin), como primera figuración de lo informe (D. Winnicott), o siguiendo a P. Aulagnier, como escritura pictográfica. El material clínico que con generosidad presenta, así como la lectura que de él realiza apoyada en la esclarecedora conceptualización de R. Rodulfo, permite que el lector recorra las transformaciones primeras de ese cuerpo transmutado en trazo. Y este recorrido es en verdad iluminador por la sutileza con la que describe los movimientos de transformación de los trazos, las operaciones que implica, las categorizaciones a las que dan lugar. Este trabajo de graficar, tan ligado en una de sus inflexiones al modo de gerundio que introdujo Winnicott, conduce luego a la autora –en el sexto capítulo- a presentar sus ideas con respecto al uso, con fines diagnósticos, que se le puede dar al material gráfico que el niño consultante, en ocasiones, produce. Las estipulaciones que efectúa con respecto al diagnóstico diferencial en la infancia, a su principal objetivo centrado en las posibles vicisitudes del trabajo de subjetivación, a sus alcances, a su aprehensión a través del graficar y de la puesta en sintagma de éste con otras producciones, así como sus referencias a un modo de lectura, basado no sólo en los efectos de sentido sino primordialmente en los elementos formales, abre un panorama verdaderamente enriquecedor. En el séptimo capítulo, y a través del análisis del material gráfico que una niña produjo en una fase de su tratamiento, presenta las vicisitudes, las transformaciones, las elaboraciones y los puntos de resistencia que el trabajo de dibujar permite descifrar. El término “trabajo”, con la resonancia fuerte que tiene en nuestra disciplina, permite captar la importancia que la autora le confiere a este tipo de inscripción del deseo y a su correspondiente forma de desciframiento. Esta permite apreciar en el mismo material gráfico –y entre otros muchos elementos- aquellos que bien designó como invariables y variables. La clínica del vacío que ocupa y preocupa a tantos analistas en la actualidad tiene también un lugar en el último capítulo de este texto. Clínica del vacío o de la nadificación que, como pone la autora en evidencia, no es solamente patrimonio de la clínica de adultos. Este “hacerse cargo” de la positividad de lo negativo al que la autora convoca está presente en la conducción que realiza del análisis de Nadine, así como en el examen meduloso de sus diferentes actos de escritura. El sorprendente movimiento de simbolización que la autora detecta en el orden de lo tanático tal vez explique el doble sentimiento que la interrupción que ese análisis produce. Por un lado, enorme inquietud por no saber si la niña podrá o no transformar, como señala Berenstein, su destino en significación. Por otro lado, el sentimiento de que ella ya adquirió, como lo atestigua la escritura de su nombre, un derecho a poder pensar y pensarse. Antes de dejar al lector en compañía de esta valiosa obra, deseo realizar algunas puntualizaciones. En primer lugar, consignar que así como en el dominio del arte el grafismo tuvo que librar su propia batalla para ubicarse en un pie de igualdad con la pintura también en este texto se libra una batalla para que la producción gráfica pueda ser reconocida como otra de las posibles vías de acceso para el descubrimiento del inconsciente del niño, junto con sus formas canónicas, el juego y la palabra. En segundo lugar, deseo señalar que esta autora comparte con otros autores –entre ellos D. García Reinoso- la elección del eje de la escritura para cuestionar la primacía del logos. Pero su originalidad consiste en haberlo transformado en perspectiva para introducirse en la textura del dibujo y en el “trabajo” que éste opera. De allí que encuentre en su composición –en sus omisiones, en sus inversiones, en sus desplazamientos, en sus condensaciones, como en sus conexiones asociativas- ese “otro” dialecto para descifrar el movimiento del deseo. En tercer lugar, esa exhortación que está presente en el texto “a frecuentar los dibujos”, “a hacer el ojo”, a descifrarlos “con rigor metodológico”, implica también la idea de frecuentar textos no psicoanalíticos pero de enorme importancia para familiarizarnos con los dibujos. Basta recordar esa pequeña joya escrita por Kandisnsky, “Punto y línea sobre el plano”, para palpar el enorme enriquecimiento que este tipo de lectura puede aportar. Estoy segura de que, en las objeciones que pueda suscitar, en los puntos de convergencia que logre despertar, en las enseñanzas que pueda promover, ese texto reafirmará su fuerza.
María Lucila Pelento
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