por Ricardo Rodulfo
Un hombre de edad mediana habla en una sesión de su desazón causada por la mala relación que su esposa viene teniendo con su propia menopausia, que la hace aborrecer su cuerpo, retraerse de la sexualidad y caer en bajones anímicos. Pero sobre todo lo que me interesa en su relato -debido a todo lo que me dio a pensar- es el pesar que a él le causa lo indiferente que ella se ha puesto en todo el plano de la ternura propiamente dicha: caricias ocasionales, abrazos, manifestaciones de cariño, etc. Esto parece afectarlo mucho más que la retracción sexual propiamente dicha y él se refiere a ello como la desaparición de escena del cuerpo de su esposa en la relación de ellos en su conjunto, lo cual además ya lleva un tiempo considerable de duración. Lo que más le da nostalgia evocar son situaciones como cuando miraban televisión juntos en la cama y ella ponía la cabeza encima de su pecho, y cosas por el estilo. Esto no se ha visto acompañado de un aumento de reyertas o de un predominio de tratos verbales ásperos -en ese plano la relación se mantiene estable después de varios años de matrimonio y de criar varios hijos juntos- pero nunca llega a mejorar o a superar ese retiro físico de ella.
Lo que este material me dio a pensar, mucho más allá de sí mismo, es el escaso sitio que el psicoanálisis en general -sean cuales sean sus corrientes teóricas- ha concedido y sigue concediendo a la ternura; como si dijéramos, la desaparición de la ternura del cuerpo del psicoanálisis como texto viviente, hecho que poco a poco me ha ido sorprendiendo cada vez más. Esta desaparición se comprueba fácilmente si consideramos el muy escaso número de trabajos dedicados a esta dimensión afectiva, la poca atención que, en el contexto de las supervisiones, se dedica a ella, su aparición muy colateral cuando se habla de situaciones clínicas.
Por otro lado, no son pocos los analistas que nos hacen pensar cuando los conocemos en una suerte de disociación: son personas muy abiertas a la ternura en su vida privada pero apenas la consideran de relieve en su práctica profesional.
Esto se vuelve todavía más sorprendente si nos ponemos a evaluar los extensos espacios que la ternura ocupa en la vida cotidiana. Empezando por la niñez, hubo que esperar hasta 1932 para que Sándor Ferenczi lo mencionara como una manifestación absolutamente fundamental en los despliegues afectivos de la niñez: si hay algo en los que los niños abundan es en ternura, expresada en la frecuencia de mimos, caricias, abrazos, demandas de “upa”, verbalizaciones cariñosas, y en la aparición y constitución misma del aprender a besar, que hace del beso una manifestación extremadamente importante y que durara toda la vida. Además, el beso se mueve como fenómeno bifacético, ya que tanto impregna relaciones tiernas como aquellas claramente eróticas, recurriendo a diferentes matices en la manera de darlo. Por eso mismo aprender a besar es una adquisición capital en la relación con los otros en tanto otros. Para adquirirla el niño desarrolla no pocos juegos en la que se besan muñecos entre sí, o él los besa y es besado por ellos.
Característicamente el beso se eclipsa cuando el otro se ve reducido a mero objeto: “A nosotras no se nos besa” dice el personaje de una prostituta en una película.
Tal gama de ternura es dirigida tanto a los grandes como a otros chicos según el caso. Tanto que si un niño se muestra reacio en este plano nos llama la atención y llama la atención de sus padres por su rechazo o renuencia a dar besos etc., y se piensa si esto es indicador de alguna dificultad de fondo o de una tendencia en alguna medida genética en su origen.
Más allá de la niñez, la ternura se incrementa a lo largo de la existencia en un mar de vínculos, como las amistades y las relaciones de pareja más tarde. Cuando en una pareja hay déficit de ternura por las razones que fueren, la relación decae o se vuelve indiferente y amenazada de crisis o aumenta la frecuencia de desencuentros agresivos; incluso cuando la relación sexual se mantiene intensa, una pareja puede sufrir mucho la ausencia de ternura entre sus miembros, por parte de los dos o de uno de ellos. Y en muchos casos, cuando la relación sexual por algún motivo se ameseta o se estanca por un tiempo mayor o menor, si la ternura se mantiene intacta, la relación sigue disfrutando de vientos más favorables y de mejores ocasiones para superar diversos impases propios, sobre todo de relaciones prolongadas.
Por otra parte, cuando hay una buena maduración en el adulto suele estar acompañada por un notable incremento de la ternura hacia los padres, ahora mayores, sin contar con la nueva eclosión de ternura en gran escala que se activa entre abuelos y nietos, algo también muy descuidado por el psicoanálisis.
Además, en diversos vínculos generados en el campo educativo entre profesores y alumnos y en diversos vínculos generados en relaciones de trabajo, la ternura suele florecer considerablemente, siempre y cuando haya un clima ambiental propicio y no predominen tendencias autoritarias.
Como vemos, el barrido del campo que cubren estas relaciones es de una enorme extensión, todavía mayor si recordamos que esta ternura no respeta las oposiciones sexuales clásicas, prodigándose tanto entre personas del mismo sexo o no. Desde un punto de vista algo convencional pero no carente de realidad empírica, parece cierto que la ternura abunda un poco más en el campo femenino, pero no sin un importante porcentaje de excepciones, sobre todo en tiempos como el nuestro en los que ya no se promociona al hombre por su dureza fálica, disminuyendo entonces el número de hombres que podían temerle a su ternura como si fuera un indicador de menor virilidad. Ha decrecido el número de hombres que imaginan la posición del padre caracterizada sobre todo por la severidad y cierta distancia afectiva, especialmente en el plano corporal.
Toda esta descripción nos ayuda a incrementar nuestra sorpresa por esa excesiva lejanía que el psicoanálisis mantiene con la ternura, minimizando de esa manera también los indicadores patológicos o problemáticos que pueden esconderse en alguien desencontrado con ella, a cualquier edad que sea. Por ejemplo, un criterio de un mal curso de los años de ancianidad lo constituye cierta retracción emocional e indiferencia que se detecta a veces en personas de edad avanzada, y no solo frente a las demás personas sino en relación con su disposición emocional general, como cuando observamos que esa persona ya no siente como otrora la intensidad en ciertos encuentros con obras de arte o con otras situaciones de la existencia.
Nos interrogaremos y propondremos, entonces, algunas hipótesis sobre el porqué de esta deficiencia y de esta minimización, en contraste con la gran importancia de la ternura en la vida cotidiana en general.
Tengamos en cuenta, en primer término, que dicha minimización opera en todos los carriles, ya que la ternura se manifiesta con mucha fuerza tanto en el plano corporal de los contactos humanos como en el plano verbal propiamente dicho, si bien debe introducir un matiz: a mayor inhibición de ella, más la encontraremos sustraída de lo corporal y un poco más expresada en el habla: dos personas pueden llamarse entre ellas como “mi amor” y simultáneamente tocarse poco. La ternura toca, agarra, y creeríamos que es primero que nada una disposición táctil, acompañada poco tiempo después en los planes verbal, auditivo y visual. Pero lo primordial es eso de tocarse, de ahí su importancia en el bebé y el deambulador; los niños no pueden no tocar, lo cual hizo sus estragos en ellos durante las excesivas retracciones dictaminadas por las cuarentenas entre nosotros, o más allá de entre nosotros. Para el niño es irrefrenable tocar aquello que le interesa, que le atrae, que quiere o que está empezando a amar.
Ahora bien, el psicoanálisis tradicional se caracterizó –y quedan de ello más que importantes remanentes- por la inflación de la sexualidad en general y de la sexualidad infantil en particular, llegando a contraer un pansexualismo perjudicial para sí mismo y para los pacientes. Esto afectó en primer lugar y, sobre todo, a la niñez, ya que fue el sitio elegido por Freud y sus primeros seguidores para enclavar allí una primacía de la sexualidad temprana que en general los hechos clínicos mirados desde otra perspectiva no suscriben sin importantes reservas.
Recordemos aquí el personaje mítico porteño de Jaimito, el niño terrible por su precocidad en ese punto: no pocos de los chistes que lo celebran ponen de relieve por su cuenta y riesgo que Jaimito está demasiado significado por un medio con adultos demasiado pansexualistas y que todo lo refieren monótonamente a ese supuesto instinto. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la teoría de la libido que se volvió famosa y tuvo una divulgación y una banalización que aún conserva cierta vigencia en algunos círculos aplastó en gran medida los hechos de la ternura, la despojó de su lugar, cosa insostenible si uno mide, valga el caso, la desproporción cuantitativa que en casi todos los niños se da entre los juegos sexuales infantiles y el peso de la ternura en sus vínculos cotidianos. De tal manera se desarrolló esta primacía de la sexualidad infantil que Freud se ve obligado a un complicado expediente, cuando quiere por lo menos recordar que existen algunos hechos llamado relaciones tiernas.
Freud entonces inventa un dispositivo que postula primero una represión del fin sexual que permitiría una desexualización parcial de ciertos aspectos que permitiría nombrarse ternura. Vale decir, le quita el carácter de una manifestación primaria imaginaria espontánea en la vida psíquica y que no depende de la sexualidad ni de su represión. Este dispositivo tan engorroso como es, también es bien innecesario, porque sólo depende de suscribir una creencia irrestricta en un psiquismo cuya dimensión más esencial sería el de la sexualidad inconsciente. En ese caso la ternura queda como una manifestación secundaria posterior a esa desexualizacion imaginada o imaginaria, como queramos. En tanto secundaria, rara vez se le dará alguna importancia en la sintomatología que un paciente puede contraer o exhibir en las estructuraciones psicopatológicas cuando se trata de trastornos ya crónicos. Esto contrasta con la frecuencia con que muchos pacientes llegan a quejarse al tomar conciencia de sus dificultades para sentir genuina ternura, aun hacia aquellos que en lo manifiesto amarían o deberían amar. La dimensión de la frialdad, que no necesariamente acompaña la sexualidad, ya que esta puede conservarse muy activa, pero desde el freezer…
Un segundo punto no menos crucial es el de que aquella primacía de la sexualidad infantil en el niño se organizó luego en torno a la primacía del complejo que Freud bautizo como nuclear, el complejo de Edipo. Esta primacía izó la bandera de la imagen del niño psicoanalítico, que llegaría para quedarse largo tiempo entre nosotros, aunque ya estamos fatigados de su larga estancia, el niño incestuoso y parricida. Observemos que estas dos dimensiones no solo no necesitan de la ternura, sino que la excluyen de hecho y de derecho. Mientras los psicoanalistas continúen dependiendo del paradigma edípico para pensar la niñez y la subjetividad en general, no tendrán espacio suficiente para alojar la ternura y su importancia: una cosa es incompatible con la otra, esto a veces alcanza un rango casi caricaturesco, como cuando Freud las emprende contra el pequeño Hans y le quiere hacer significar lo que él tiene entre ceja y ceja, para lo cual tiene que eliminar el silencio, las manifestaciones tan obvias de ternura que se dan allí entre padre e hijo, además del evidente hecho de que los sinceramientos de Juanito en cuanto a sus fantasías serían imposibles de ser formuladas si no tuviera mucha confianza en su papá, sin que esa confianza fuera enturbiada por deseos agresivos hostiles. Este pequeño Hans se hizo más tarde director de orquesta, lo cual abona la consideración de la importancia que las dimensiones tiernas tuvieron en su vida.
Un tercer factor que acompaña a los anteriores es que al caer el niño víctima de la edipización, se obstruyó dar su verdadera importancia a otras dimensiones fundamentales de la existencia, descuidando por completo, por ejemplo, la importancia de la amistad, de la relación con los pares en su conjunto, así como otras inquietudes, bocetos de vocaciones e inclinaciones que ya son activas en la niñez, como el interés por la música y su precocidad, el interés por los animales y a través de ellos por todo lo que hace al campo de lo viviente, la atracción por lo maquínico y por lo mecánico, etc. Cosas todas que no solo conciernen a aspectos cognitivos, sino que ostentan claros signos de gran envergadura emocional y a menudo muy ajenos a las vicisitudes de lo edípico. Cuando un niño al interesarse por tal o cual aspecto de la vida parece identificarse en ese apego a su progenitor, que en ese caso trabaja en ese mismo aspecto, no deberíamos limitarnos a pensar esto como efecto del mero poder de la identificación, ya que puede haber muchos otros aspectos de ese padre que el niño no comparte en absoluto. Dicho de otra manera, esta identificación está orientada también por tendencias innatas o adquiridas que inclinan al niño hacia determinados lugares o actividades. Por eso mismo, en esos casos es fácil encontrar hermanos del mismo niño ajenos a esa identificación, sin contar aquellos en que la identificación se impone por posiciones superyoicas y autoritarias del padre que violenta las disposiciones naturales de sus hijos, hecho nada raro, aunque acaso hoy sea menos frecuente que en otros tiempos.
Evaluando todo esto, es importante señalar esa expansión, esa ampliación de la ternura que se vuelca ya en otras direcciones más allá del vínculo con los otros, familiares o no. La ternura puede engendrar y engendra toda una disposición hacia lo que podríamos llamar amor al mundo, amor a la naturaleza, o amor a grandes producciones culturales que culmina en grandes pasiones ya notorias en no pocos niños y en muchos adolescentes. Lo mismo es de destacar el lugar propio de ese amor a las mascotas que hace que entre los vínculos más tempranos de alguien se cuenten algunos animales con los que sostuvo una intensa relación durante varios años y que se desencadene todo un duelo cuando sobreviene la muerte o algún otro tipo de pérdida. La ternura tiene alcances filosóficos: al respecto destacaría a un pensador como Levinás, como también al Derridá que pensó como nadie el lugar clave de la hospitalidad en la problemática contemporánea). Heidegger, cuando acuño su concepto del Dasein como Mitsein, introdujo de hecho la dimensión y el papel de la ternura en nuestra existencia, ya que la ternura es inseparable del reconocimiento y de la aparición del Otro en tanto tal, siendo su contrapartida esa inversión de tipo paranoide que lo presenta como extraño o enemigo.
Por todo lo antedicho mi propuesta se extiende hacia una de alcances muy amplios que requieren o exigen el “barajar y dar de nuevo” en nuestras conceptualizaciones. Para esto es indispensable:
- Suscribirse al concepto de Ferenczi de sensualidad infantil, que funcione como relevo de la sexualidad así llamada. Precisamente la sensualidad infantil se manifiesta en lo esencial a través de la ternura y así se mantiene si el niño no es perturbado o violentado por las disposiciones y las pretensiones sexuales del adulto. Es de notar que el camino de la ternura está abierto en el porvenir a la emergencia de la sexualidad propiamente dicha, entre ellas las fronteras son ambiguas. Cuando se perfila una posición rígida entre ternura y sexualidad hay que considerar una problemática de interferencia que coloca a la vida psíquica en un callejón del cual es difícil salir.
- Desembarazarse en particular y muy radicalmente no tanto del complejo de Edipo como de su posición de centro de la vida psíquica, un centro para colmo normalizador en la dirección más reaccionaria y conservadora de lo heteromorfo. Hablar de una inclinación edípica puntual de un niño no sería problema si se la considerara como un aspecto, entre otros, de su problemática, sin asignarle esa posición de núcleo central y de centro del centro.
- El psicoanálisis debería también poder hacer un esfuerzo para desembarazarse de su fijación -aumentada por la moda estructuralista- a los pares opositivos y al régimen binario, que siempre va a decir que optemos entre “o y o”, arruinando la recomendación metodológica freudiana que colocaba en ese lugar un mucho más rico juego entre “íes”.
- Desde el punto de vista clínico más completo, todo esto podría dotar al analista de mejores instrumentos para detectar el estado de la ternura cada vez que se evalúa o diagnostica a un paciente de la edad que fuere, detección especialmente necesaria las veces en que un trastorno en la ternura se constituye en un problema difícil de resolver.
- Además, profundizar -como se lo viene intentando hacer- la diferencia entre el plano del objeto y el plano de la alteridad, requiere trabajar mucho más a fondo la cuestión de cómo se implanta la ternura en el psiquismo temprano y cómo evoluciona o se atrofia en años posteriores. Muchas patologías neuróticas se caracterizan por una represión de la ternura, más allá de la represión sexual que exista o no. Un ejemplo a mano es lo que ocurre en problemáticas obsesivas muy circunscriptas a dominar la diferencia, antes que a disfrutar de ella. Otro también a mano es el temor fóbico a la propia intensidad afectiva, que lleva a inhibirla esquivando para ello todo lo que pueda conducir a un incremento de los sentimientos tiernos.
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