por Ricardo Rodulfo
Un tercer aspecto también ligado a lo que desarrollamos en la primera parte de este trabajo es la tradición de una metamorfosis, de una deriva o evolución que parte de esquemas musicales relativamente simples y populares para ir poco a poco internándose en formaciones mucho más complejas.
Un ejemplo característico de esto es la muy conocida forma sonata, cuyo desarrollo tiene como punto de partida danzas del renacimiento y del barroco, danzas que se fueron convirtiendo lentamente en estructuras mucho más complejas de las cuales fue desapareciendo la cualidad de danza propiamente dicha para convertirse en piezas instrumentales, pero no bailables.
En el camino de esta metamorfosis las complicaciones de la escritura musical van creciendo y desplegándose de muchas maneras y en muchas direcciones. Si bien no en todos los casos podemos reconocer este tipo de derivación, lo cierto es que sucede con mucha frecuencia y es otra de las razones por las cuales es inútil querer oponer lo popular y lo culto musicalmente hablando, dado que se trata de lentas evoluciones de consistencias muy ambiguas. La música más culta y con más títulos académicos nunca perdió los lazos con sus orígenes más simples y populares.
Paso a paso nos encontramos con otras dimensiones misteriosas que no tienen una explicación clara y sencilla. Para empezar, tomemos nota de un proceso que se desenvolvió casi exclusivamente en el campo de la música Occidental, proceso que consiste básicamente en un desarrollo cada vez mayor de las particularidades, llamémoslas, individuales en la creación musical. Mejor aún es nombrarlas como procesos de singularidad creciente: la singularidad no responde solo a decisiones individuales de un compositor, la singularidad caracteriza las particularidades absolutamente particulares de la escritura musical llevada a cabo por dos o más músicos al mismo tiempo, o por un pequeño grupo de ellos, o aún por un grupo de un tamaño mucho mayor. De la mano de estos desarrollos se van dando notables procesos de estilos originales, que no se pueden explicar como si fueran copia de otros.
Echando mano a ejemplos aislados podemos citar, entre muchos otros, el caso en la escuela italiana de violín barroco, o el de la música de cámara que durante los siglos XVIII y XIX ensaya un trabajo con la forma sonata inédito hasta entonces. Podríamos citar también la invención de la fuga a partir del siglo XVI, y los vertiginosos desarrollos de la música de jazz, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo pasado, que nos ofrece una interminable lista de compositores: trompetistas, saxofonistas, cantantes, pequeñas bandas de tres o cuatro músicos, etc. Si uno repasa la historia del jazz en el último siglo se quedará asombrado con la profusión de singularidades irreductibles: de un compositor a otro siempre se encuentran diferencias notables en las que el aficionado encuentra variaciones para todos los gustos. Hicimos alusión antes a que este es un fenómeno propiamente Occidental, porque si bien el jazz es claramente una música “negra” se trata de un acoplamiento, de un injerto entre esta negritud de origen y la apelación que los músicos de jazz hicieron a las estructuras “blancas” solicitando su colaboración.
En contraste con esto la música que nos ofrecen otras culturas humanas, por valiosas que la encontremos y por mucho que aprendamos a disfrutarlas es una música escasa en nombres propios, en apellidos de autores destacados; es una música de singularidad mucho más débil, salvo en aquellos casos -como podría ser el del tango o el de la samba en Brasil- donde se ha dado con el tiempo un proceso de mucho injerto entre lo Occidental y lo no Occidental. Pero si echamos mano, valga el caso, a todo el gran campo de la música en África, la encontraremos muy reconocible por sus particularidades sonoras y rítmicas, pero con muy pocos nombres propios que citar, como si dijéramos una música pre individual. Y uno de los procesos más destacados de la música en Occidente desde el renacimiento para aquí, lo ha constituido la tendencia a que cada compositor quiera escribir a su propia manera, a su propio estilo, con el sello de su propia firma, lo que también ha sido el caso en el jazz y en el rock.
Ahora bien, no contamos con ninguna teoría o hipótesis que pueda dar cuenta de por qué ha sucedido esto, de por qué es tan vigorosa la música Occidental en sus prácticas singulares donde siempre parece haber lugar para un detalle nuevo, para una combinación inédita, para invenciones inesperadas donde constantemente hay espacio para una variación más. Sucede un poco como con las catedrales medievales europeas, de las cuales en general se ignora el nombre de quienes las hicieron, apenas se sabe que son creaciones grupales. La música en Occidente también empezó así en la Edad Media, pero a partir del Renacimiento comenzó a propagarse en ella una irrefrenable tendencia a un incremento de la diferencia entre un compositor y otro, entre una escuela y otra, entre un género de composición y otro; tendencias que a lo largo de los siglos no han hecho sino aumentar.
A todo esto, debemos y podemos agregar aún otro factor de lo que he nombrado como dimensión de misterio. Se trata de algo no siempre fácil de identificar o referir a algo que dice un compositor cuando escribe: la música se interna en terrenos y puede llegar mucho más lejos que lo que llegarían la poesía, la literatura, o la filosofía, pero no se sabe por qué puede llegar hasta allí y ese lugar al que llega no es uno que podría ponerse en palabras. Un elemento especialmente duro del fenómeno musical es que no se puede traducir al lenguaje verbal. Esto es curioso, dado que es relativamente fácil escribir una canción que tenga letra y música, nos sobran ejemplos de esto, y no pocas veces valorizamos la belleza de la letra cuando escuchamos Yesterday, o algo por el estilo. Pero sin embargo este principio de igualdad resulta que no es tal. Lo prueba el hecho de la enorme cantidad de oyentes que tararean a su manera tales o cuales canciones con texto en inglés, y les gusta mucho hacerlo, sin tener la menor idea de lo que significa verbalmente lo que están cantando, vale decir que allí pesa la fuerza de la música, no el contenido del texto. Es más, esto suele pasar incluso con canciones en castellano, pero cantadas por alguien que no se esfuerza demasiado en que le entendamos lo que está cantando, y debemos contentarnos con disfrutar la melodía, el ritmo, etc., etc., todo lo que es puramente musical. Hay excepciones en esto: uno siempre le puede entender a Frank Sinatra o a Carlos Gardel, pero son excepciones. Es un hecho muy raro porque es probable que en los principios de su historia la música se haya apoyado más en el canto, y sin embargo lo que tiene de propiamente musical resiste su reducción a lo verbal, aún en compositores, caso Juan Sebastián Bach, que gustan mucho de, por ejemplo, poner en canción un trozo de la Biblia conocido por todos sus cultores.
Con estas conclusiones inconclusas e improbables podemos hacer una pausa en esta segunda parte tomando aliento para pasar más tarde a una tercera.
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