por Ricardo Rodulfo
Parte I: Los Pandémicos
En el interminable inenarrable invierno del 2020 perdieron la vida –su vida- centenares de miles de personas en la ciudad de Buenos Aires. Perdieron la vida no por causa de muerte, sencillamente la vida se retiró de ellos, desapareció o se sumió en un plano orgánico sordo e invisible, salvo por el flanco del notorio incremento de peso de todas estas gentes, lo que no era raro, porque comían sin parar.
No es que hubieran muerto, es que ya no estaban vivos. Encerrados en sus casas se deslizaban sigilosos cada tanto a algún supermercado para comprar algo aproximadamente comestible o remedios en la farmacia, evidenciando una evidente desconfianza ante cualquier proximidad humana y sin ningún asomo de dolor por privarse de contactos. Por el contrario, fueron descubriendo cuanta seguridad y alivio les proporcionaba no ver a nadie, como que el mundo se volvía más normal así, sin gente en las calles, sin autos dando vueltas por la ciudad. Les bastaba con los simulacros humanos en las pantallas siempre abiertas en sus casas.
Le tomaron tanto gusto a dispararle a los demás, que dieron por tierra con la desaparición de todos los parentescos: ni tías ni abuelos, ni padres ni nietos, menos todavía amigos íntimos: todo eso se lo llevó un remolino de aislamiento cada día más gozoso, como si una bomba aspirante los succionara hacia adentro de sus viviendas cada vez más desgreñadas y roñosas.
Ellos mismos lucían el uniforme de su pijama o camisón, sin bañarse ni afeitarse ni maquillarse ni perfumarse, en una eterna temporalidad suspendida, sin fines de semana, sin días laborables, sin noches ni mañanas, sin calor ni frío, sin mes en el calendario. Y sin otro proyecto que sobrevivir a la pandemia, pero para sobrevivir sin vida alguna. Sin sexo tampoco, como no fuera una masturbación chiquitita de cuando en cuando.
En todo este proceso desarrollaron una notable insensibilidad abandonando a su suerte a los ancianos, sopretexto de cuidarlos del virus, indiferentes también al sufrimiento de los niños encerrados o a la evidente y peligrosa retracción de los chicos que se apantallaban las 24 horas del día sin freno alguno. Ni siquiera la eventual muerte de un amigo, por la causa que fuere, les movía de su encierro amparados en las muy convenientes para ellos prohibiciones que excluían toda ceremonia de la muerte.
Con el tiempo descubrieron que podían organizar sus propias interminables cuarentenas adentro de la gran cuarentena estatal, una muy superior porque no contemplaba ni siquiera las cinco cuadras reglamentarias para caminar sin pasear. Los más sensibles entre ellos notaban a veces la instalación progresiva en sus cabezas de una extraña decisión: la de no salir nunca más, de nunca más viajar o tomar aire o encontrarse con otros por puro gusto de estar juntos, ni siquiera cuando todo esto volviera a ser normal. También la acelerada desaparición de la necesidad de contacto corporal.
Es de notar que toda esta marejada se producía sin incremento alguno de la llamada actividad intelectual, reemplazada por un desaforado consumo de productos en serie de la serie más visual ofrecida por el mercado o de noticias relativas a la cantidad de contagios y muertes provocados por la pandemia.
De cuando en cuando se topaban con personas vivas de verdad, con chicos haciendo ruido al jugar o adultos mostrando evidentes signos de afecto entre ellos. Esto se arreglaba con una mayor retracción o con una denuncia policial, pues el buchoneo era cosa que les agradaba y la práctica de la delación les daba sensación de poder. Reducir a otros al silencio y a la inmovilidad era un placer suntuoso irresistible. Nada les ofendía más que hubiera quienes aspiraban a vivir de veras, gente que despreciaba las cuarentenas y no quería regirse por ellas o que pretendía negociar algo de vida en su interior. Y encima de todo, ¡alegres! Esto era insoportable.
Por todo ello desarrollaron una enorme resistencia a cualquier suavización de los rigores del confinamiento, una resistencia heroica que nada quería saber de bares abiertos o de personas al aire libre corriendo. Estaban dispuestos a ser el último bastión de la no existencia, los más firmes aliados de la represión sin cuartel. De allí su escasa simpatía por las vacunas; de ser por ellos solo les hubiera parecido bien una vacuna dirigida contra el deseo.
Parte II: Balada de las manos inmóviles
Me las hicieron lavar y volver a lavar.
Y lavar otra vez.
Y otra vez más.
Y dedicar el día a volver a lavar.
Hasta que me di cuenta que querían limpiar de mis manos todas las ganas que habían crecido con ellas; las ganas de tocar, de agarrar, de pellizcar, de arrojar, de abrazarme abrazándome.
Había que aprender a agarrar de lejos, era como una guerra desaforada contra la masturbación.
También me dijeron que no me tocara nunca la cara.
Podía descubrir haciéndolo que no tenía propiamente cara sino un rostro humano.
Un rostro que quería dibujar volviendo a tocarlo.
Al final me enseñaron cómo hacer objetos autistas trazados en el aire, sin tocar nada.
Y ya no puede tocar nada de verdad.
Así, llegué a la normalidad completa y gracias a la computadora que tanto me ayudo.
Parte III: “Quédate en casa”
Con el tiempo se supo que el proyecto del grupo más radicalizado aspiraba a una supresión lo más completa posible de todo el afuera, de todo lo de afuera, de cualquier signo o indicio de exterioridad. Debía ser efecto de un trabajo muy prolongado de supresión. Lo de afuera terminaría funcionando como una entera proyección sin consistencia propia.
Parte IV: Vivirtual
Vivirtual es la condición ontológica de nuestro tiempo apantallado, junto con las dietas y creencias delirantes veganas, entraña un peligro bien real: terminar con la evolución de nuestro cerebro haciéndolo retroceder y desencadenando un proceso de atrofia en él. En este caso por intoxicación y no por desnutrición.
Esto ha sido advertido por las neurociencias y el psicoanálisis tiene elementos para reforzarlo.
Bebés y lactantes trabajan mucho con sus intrépidas manos sin cesar tocando, agarrando, extrayendo, explorando, rompiendo, abrazando. Mediante toda esta incesante labor crean objetos que devienen juguetes inventados por ellos a través de tanto trabajo. Uno bien singular y artesanal. Crece con ellos, haciendo poco a poco obras más complejas. En cambio, cuando la mano toca una tecla se dispara un complejo afuera mágico. Y la técnica para manejar botones no hace crecer nada más que un “combo” sonoro-visual del que los niños no han participado y que los fascina suscitando esa vivencia como de cosa mágica venida no se sabe de dónde y no procedente del trabajo lúdico del pequeño.
Esta reflexión permite darle una vuelta más al mito de Narciso (remito al capítulo que dedique a él en mi libro Futro Porvenir), especialmente en el punto en que Narciso no tiene retorno en su entrada en el espacio de la imagen y allí se queda indefinidamente. Podríamos pensar que se describe allí esa situación psíquica del lactante y del deambulador cuando quedan atrapados precozmente en una pantalla. Cierto que Narciso obviamente tiene una edad muy distinta a la que hoy designaríamos como adolescencia. Pero sabemos que el mito, como el sueño, remodela las secuencias para crear su estructura propia y no respeta la corriente convencional del tiempo. En este sentido también va su previo rehusarse a las demandas eróticas de varones y de mujeres, lo que en el relato de Ovidio lo induce a alejarse cada vez más hasta que llega al lago donde se encuentra con su destino y con su invención. En el relato del mito eso ocurre antes, pero en la descripción clínica podríamos decir que eso ocurre después, gracias a la retracción y al repliegue que causa la entrada en escena prematura de una pantalla. Narciso inventa lo especular en tanto tal pero queda preso de su invención, lo cual no es algo tan raro después de todo como destino posible de un inventor. Muchas veces nos ocurre, por ejemplo leyendo cartas de grandes músicos, que nos choca la diferencia entre el valor de esa carta y el mucho más elevado y único de la música que pueden escribir. Ya no pueden retroceder desde su incomparable invención a un modo de comunicarse más “terrenal”.
(continuará…)
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