En Estudios Clínicos. Del significantes al pictograma a través de la práctica psicoanalítica se desarrolla una articulación entre el plano lingüístico del psiquismo y otros que implican desarrollos afectivos de lo corporal que posteriormente se intrincan con el primero. El campo clínico que el libro cubre incluye al paciente adulto tanto al niño como al adolescente.
Cuando se concluyó que la designación de “homo sapiens” no convenía tanto a nuestra especie como se había creído en un principio, ya que no somos tan razonables como un ingenuo optimismo nos hizo creer, se le añadió la de “homo faber”. Al apreciar que el juego es una función tan esencial como el hacer y el pensar se anexó la de “homo ludens”.
Rodulfo privilegia la diferencia entre jugar y el juego. La lectura de este libro nos impone otra diferencia: entre teorizar y la teoría. La teoría corresponde a lo ya pensado, el teorizar a la actividad pensante que implica descubrir, comprometerse, inventar, sorprenderse.
Esta obra engendra un espacio potencial entre el texto y el lector: espacio de reflexión, de juego, de identificación, de empatía, de diversión. Propone un fecundo recorrido no lineal del juego a la psicopatología.
Nietzsche decía que la madurez del hombre consiste en haber vuelto a encontrar la seriedad que de niño ponía en el jugar. Rodulfo –a su manera- coincide: “Un concepto es exactamente igual que un juguete; para poder usarlo hay que poder romperlo, hay que poder ensuciarlo, hay que perderle respeto”. Abordar los itinerarios del conocimiento como un juego es la mejor garantía de la seriedad del conocimiento.
Distintos ejes recorren este libro: un eje clínico no nosografista; un eje relacionado con la enseñanza del psicoanálisis; un eje vinculado a los originales aportes del autor y, por último, un eje polémico con respecto a las posiciones de diversas corrientes. Algo diré de cada uno de ellos.
Rodulfo es un psicoanalista de su tiempo. Su libro no es atópico ni acrónico: está profundamente arraigado en nuestra historia y en nuestra práctica cotidiana. No se limita a glosar este presente sino que aspira a trascenderlo potenciando la vitalidad en psicoanálisis. Reconstruye así su itinerario: “Desde 1979, cuando empecé a pensar en escritura para el psicoanálisis, hasta el presente, advierto ahora –en el ejercicio de esa comodidad que llamamos significación a posteriori, la comodidad del supervisor- que mis tácticas de intervención (un cierto juego de pinzas entre textos estrictamente clínicos en un léxico paraepistemológico que bauticé “Mitopolíticas” y textos estrechamente clínicos fueron guidas por una estrategia que sólo ahora estoy en condiciones de concientizar (y eso en buena medida por el invalorable contacto cotidiano con estudiantes y apenas graduados): acotar, por todos los medios, el concepto de significante y toda su cohorte de arrastre. Hay que reconocerlo: este procedimiento, o esta necesidad, no está entre aquellos que con más brillo relucimos los psicoanalistas. Más bien, su déficit pareciera ser una de nuestras “enfermedades infantiles”. A su turno, conceptos como el complejo de Edipo, desenfrenadamente no acotados, hicieron diversos y ridículos estragos”.
Su texto corrobora que su teoría y su clínica son indisociables, evitando tanto un teoricismo estéril como un pragmatismo despojado de fundamentos metapsicológicos.
Si bien no rehúye el debate, evita los anatemas esclareciendo sus diferencias con otras corrientes del psicoanálisis contemporáneo. El humor –modalidad relativamente ausente en los escritos psicoanalíticos- le permite abordar temas conflictivos sin soslayar sus aristas más ríspidas.
El humor no es resignado sino opositor. El yo humorista no es un siervo pasivo sino un protagonista que, sin negarse al deseo, se empecina –además- en que los traumas del mundo exterior no lo afecten demasiado. Ese yo tiene un vínculo especial con el superyó. Rodulfo, quien ha teorizado extensamente sobre la metapsicología del superyó, no desconoce que es a partir de humor que Freud conceptualiza un superyó benévolo, amable, diferente de ese amo severo, cultivo puro de pulsión de muerte, como Freud pensaba el superyó del melancólico, de la reacción terapéutica negativa o del masoquismo.
Una problemática que surge una y otra vez a lo largo del libro es la conceptualización de la creación en la vida psíquica. Tanto el jugar como la sublimación son simbolizaciones abiertas que al conjugar pasado, presente y futuro articulan la repetición con la diferencia.
La compulsión de repetición es una simbolización repetitiva. Pero, ¿toda simbolización está condenada a la repetición? El énfasis puesto después de Freud en la pulsión de muerte ha impedido discernir cómo el interior de la repetición está afectado por la diferencia. ¿Cómo evitar ese psicoanálisis solemne y lúgubre en el cual se isnterpreta exclusivamente la repetición? Ese psicoanálisis “desencantado” demoledor de ilusiones. ¿Acaso nuestra tarea como analistas no es combatir lo mortífero que perturba al paciente en su acceso a la vida?. En la bibliografía de los últimos años las determinaciones infantiles se han convertido en fatalismo y pareciera que todos los pacientes fueran víctimas del destino. ¿Cómo combatir ese determinismo a ultranza, hijo de la repetición que ve repetición por todas partes?
Sólo una conceptualización que dé cuenta de la invención, de la creación en la vida psíquica, nos permitirá postular metas en el trabajo analítico que sean metapsicológicas y no normativas.
Tanto las elaboraciones de Freud como la de los posfreudianos no lograron establecer una psicopatología a la altura de la metapsicología. Incluso Freud fue mucho más libre en la creación de la metapsicología y en las propuestas técnicas que en le nosografía.
Rodulfo insiste en que debiéramos liberarnos de la monótona referencia a esa santísima trinidad: psicosis, neurosis y perversión. Cuestiona, desde diversas perspectivas, el reduccionismo nosografista heredero de una tradición psiquiátrica de la cual no es fácil desprenderse.
La tentación nosografista acecha constantemente al psicoanalista. De no mantenerse alerta es posible que tienda espontáneamente a materializar sus tipos ideales. Cuando así ocurre se sirve de ellos como si fueran verdaderas ideas platónicas, esencias que en su pureza ideal resultan más reales que la realidad clínica. Al estar seducido por la claridad, por la transparencia racional, el psicoanalista corre el riesgo de confundir los medios con el fin, sumergiéndose en un juego inútil de abstracciones en vez de propender al auténtico conocimiento de lo concreto. La nosografía es tan sólo un bosquejo que ayuda a aprender algo de una realidad cuya complejidad desconcertante se resiste a cualquier intento de encasillamiento total. Sobreestimar su valor conduce a una psicopatología imaginaria. La nosografía utilizada sin las debidas precauciones tiende a convertirse ya sea en un estereotipo, ya sea en un prejuicio.
“Ya la primera mirada –alertó Freud en 1926- nos permite discernir que las constelaciones de un caso real de neurosis son mucho más complejas que lo que imaginábamos mientras trabajábamos con abstracciones”. Si hay una nosografía implícita en la obra de Freud, su papel no es el de una nomenclatura. Esta nosografía apunta, por el contrario, a descifrar los modos de producción sintomática. En “Cura psicoanalítica y sublimación” postulé que las diferenciaciones clásicas (caracteropatía, psicopatía, trastornos narcisistas, borderline, personalidad fáctica, trastornos psicosomáticos) son de utilidad siempre que se constituyan en herramientas conceptuales de dilucidación de la complejidad de lo concreto y no en sustitución generalizante. Nunca la singularidad trasunta el paradigma puro. No es ocioso alertar frente a la tentación siempre presente de lo patognomónico, aunque ya no sea descriptivo sino que se presente como “estructural”.
Rodulfo se alarma –no sin razón- por cierta divulgación de consignas en donde la transmisión por slogans sustituye a la apropiación del método de trabajo de producción teórica “vale decir: se aconseja al analista la ignorancia en el plano clínico, la indiferencia en lo ético, el olvido radical en las series complementarias en lo teórico”, lo cual conduce “a furores monocausalistas”.
Se inscribe Rodulfo en lo mejor de la tradición freudiana. Freud opuso la miopía saludable del científico a la vasta mirada del filósofo, oponiendo la débil luz que “la ciencia pudo proyectar hasta ahora sobre los enigmas del mundo” a esa llama especulativa que podría dar cuenta de todo. Freud siempre supo que bajo el estrépito que el verbo filosófico hace resonar se insinúa la palabra vacilante del quehacer científico. Las elevadas palabras filosóficas apartan, a menudo, las tinieblas de lo real, en tanto que el trabajo analítico tiene en cuenta la angustia ante lo real en su discurso murmurante pero eficaz.
El psicoanalista clínico experimenta con frecuencia la tentación propia de ciertos filósofos de reducir todo a la unidad. A menudo sucumbe ella. Cuando ello ocurre, cree que su obligación es abandonar el análisis singular que le parece timorato porque trata de dosificar los matices y precisar la participación que le corresponde a cada una de las relaciones vislumbradas. En su lugar construye una hermosa hipótesis que, reduciendo a la unidad la multiplicidad, le permitiría comprender por fin satisfactoriamente el “caso clínico”. ¡Cuántas veces, mediante ciertas hipótesis que reconfortan por su simplicidad y ciegan por su claridad, el psicoanalista termina por no ver la perturbadora e irritante multiplicidad de lo real!
Se interroga Rodulfo acerca de la ortodoxia psicoanalítica, la forma de circulación del psicoanálisis y los peligros que conlleva una transmisión dogmatizante. Advierte que para aquellos psicoanalistas vinculados a la enseñanza “no es nada difícil conocer a estudiantes y jóvenes colegas en quienes el talento y en entusiasmo, el investimiento libidinal de lo que hacen, coexiste demasiado precozmente con una voluntad de alineamiento que les impone mutilarse hasta lo irreversible”.
El dogmatismo suplanta la pulsión de saber por el anhelo de albergar lo ya pensado por otro. En el dogmatismo, la idealización de un discurso conduce a una mutilación de la actividad de pensamiento. Una enseñanza que alimente la ilusión de que lo que se tiene que pensar sobre el sujeto y sobre este sujeto ya fue pensado de una vez y para siempre convierte al pensamiento en un eco mortífero.
El texto elevado a dogma exime del costoso trabajo psíquico que implica escuchar la singularidad de cada historia. El dogmatismo consiste en un universo conceptual que impone su propia idealidad sobre la práctica en lugar de entrar con ella en una ininterrumpida relación de diálogo.
Un analista está exigido a un pensar y a un hacer ante el despliegue de un enigma interminable que tiene que elucidar por medio de construcciones “teóricas” siempre parciales. En cada sesión, el analista se ve confrontado a la totalidad de lo psíquico, donde lo particular de cada historia mantiene indefinidas relaciones con su constelación metapsicológica.
En el capítulo “Las teorías psicoanalíticas infantiles” propone hacer una política del suplemento para oponerse a una política del complemento: “En nuestra práctica docente universitaria hemos hecho de esta operación del cruce como engendrador de diferencias, al principio de forma intuitiva y poco a poco más concientizadamente, un arma metodológica para superar los impases que dogmatismo y eclecticismo producen en la transmisión del psicoanálisis”. Pero no subestima la fuerza que nutre la tendencia a presentar la teoría como algo completo: “esa fuerza proviene de fuentes inconscientes donde campea la lógica fálica”.
En su nota introductoria, Rodulfo indica que la constitución de una posición está definida por un trabajo y que este camino “no sigue la trayectoria de una vía regia, de una autopista”. Diré, por mi parte, que este libro no es sólo una autopista, es también un camino de cornisa, de grandes paisajes, un recorrido por villas pintorescas (una de ellas, por supuesto, es Villa Freud). Estos caminos creados por el propio Rodulfo, y en eso difiero de él, son una vía regia para desentrañar problemáticas actuales de nuestra práctica, de nuestra metapsicología y de nuestro horizonte epistemológico-cultural.
Estos múltiples caminos testimonian de una travesía singular impulsada por su insaciable pulsión de saber que se evidencia en la infinidad de interrogantes que la práctica psicoanalítica, la teoría y la vida –en fin- le plantean.
Es éste un libro tan lúdico como lúcido. Rodulfo, con generosidad poco habitual, nos invita a compartir su trayecto clínico, docente y metapsicológico.
El que sostiene al texto en su conjunto es lo que se desarrolla como posición, involucrando la compleja construcción de una actitud teórico-clínica en el analista que se diferencia de la habitual pertenencia a una línea teórica determinada a la cual se afiliaría de una manera dogmática. Esto permite un examen de la obra de diversos autores del campo psicoanalítico que se propone objetivos no reduccionistas. Se acuña también el concepto de estudio clínico diferenciándolo del clásico ejemplo ilustrativo donde lo teórico estaría aplicado, considerándose que es en el estudio clínico donde se debate lo teórico. Este movimiento posibilita revitalizar una tradición abierta con “La Interpretación de los Sueños” de Freud.
Sobre el Dr. Ricardo Rodulfo