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      El humor, al derecho

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      • El humor, al derecho

      por Ricardo Rodulfo

      En la nota anterior pasamos de costado por toda una dirección en lo concerniente al humor, al llamado sentido del humor, nombre en sí interesante para una nueva reflexión. La equiparación a un sentido es tanto como considerar al humor en un mismo plano que aquellos cinco sentidos que nos conectan con el ambiente que habitamos, amén de ese séptimo que sería el común -el sentido común, por su parte, aquello de lo que carece un loco de atar, también nos relaciona de una manera previsible y ordenada con aquel medio en que existimos; al menos eso se pretende en tal expresión, que excluye al que no puede compartir cierta normalidad media o promedio en sus percepciones cotidianas. Pero entonces el humor, en tanto sentido, nos relaciona con ese medio tanto como la vista o el oído, etc. Mucho decir en cuanto importancia que se le da en este giro verbal. De lo que se deduce que, privado del sentido del humor, alguien sufre de una discapacidad parcial, como un ciego o un sordo. Lo importante de esta concepción es que arranca al humor de una ubicación también posible y muy frecuente, la de considerarlo una facultad opcional, nada esencial, algo que puede estar o no sin importar pérdida significativa, como si mi auto no tiene botón para pulsar y que la ventanilla se abra o cierre automáticamente. Una enorme mayoría de personas piensan más o menos así, y pocos son los padres que consultarían preocupados porque a su hijo le falta esa capacidad.

       

      Otro rasgo, más problemático, de tal expresión, es que allí el humor está en la lista de las capacidades físicas naturales con que nace una persona, como poder oler o disponer del tacto. Aunque todos los sentidos estén tan trabajados por procesos culturales que nos hacen escuchar o mirar u paladear de ciertas maneras nada naturales, la dificultad subsiste: ¿puede haber algo de natural en el humor? Pienso que sólo en la medida en que recordemos que es una derivación de, un modo del -notablemente sofisticado y complejizado- jugar, y el jugar sí tiene derecho a reclamar cierta inserción en lo biológico, en lo genético, ya que es una disposición de nuestra especie que ha crecido en la medida en que las programaciones instintivas, tan desarrolladas en otras, en la nuestra son algo en declinación, filogenéticamente hablando. No que esa disposición pueda funcionar por sí sola, pero es concreta en cuanto a su pertenencia a nuestro capital genético. Sólo que, a diferencia con otros sentidos, se reconocería su estar en vigencia mucho más tarde, no en un bebé ni en un niño pequeño. Pero aquí empezamos a encontrar matices a respetar. No son pocos los bebés que nos asombran por su disposición a matarse de risa por inesperados estímulos que les causan gracia, como puede ser una mueca que les hagamos. La predisposición a la alegría es variable, si bien compartida, salvo que esos bebés pasen por traumas terribles o sufran alguna patología temprana de las peores. Echamos de menos la alegría porque la esperamos, contamos con ella, dado un mínimo grado de salud en esos pequeños. La alegría en el humor no es algo tan “directo”, y se puede jugar, en el caso del humorista, a que no está, como cuando alguien se mantiene impávido mientras dice algo en esa cuerda.

       

      En el camino del desarrollo hay alguna que otra situación típica que parece prefigurar la actitud del humor futura: por ejemplo, en particular, el gozo por derribar la elevada torre que se ha erigido trabajosamente; ésta es ya una escena con algo de humor, en la medida de que la alegría del chico parece apoyarse en el contraste entre tanto trabajo y tiempo invertidos en algo que en un segundo fulgurante se echa abajo con violencia jubilosa. Algo parecido con la risa que da ver caerse a alguien, un grande en particular, cuanto más grande mejor, cuanto más pomposo mejor, como si el motivo de esa bipedestación tan deseada y prestigiosa diese paso a la comicidad que se despierta al verla venirse abajo. Hasta de sus propias caídas se puede reír un niño, por poco que en el medio alguien lo acompañe en ver el lado cómico del asunto. Más tarde, habrá prefiguraciones del humor en muchas narraciones lúdicas, y los dibujos aportarán lo suyo; veremos al niño burlarse de un dibujo o de un dibujo de otro. Y formular algún comentario irónico al respecto. Guiados por el deseo de ser grande, que no perdona flaquezas, los niños aprenderán a burlarse del que permanece más tiempo en clave de bebé o de más pequeño, y construirán en torno a esa figura primeros motivos sistematizados de comentarios ya propiamente preñados de un humor no poco cruel. Y durante la edad escolar ya asomarán y despuntarán caricaturas de ciertos aspectos ridiculizables de padres y maestros y grandes en general. Esto ya será una sátira política, y formará parte a veces intensa de la lucha por el poder entre grandes y chicos. La imitación paródica en estas épocas es una clara anticipación de las formas de humor más desarrollado.

       

      Es sugestivo que ciertas composiciones de falso self típicas se destacarán por su poca disposición al humor: la niña que hace el papel de modelito de los grandes y delata a sus pares para ser la mejor de todas, luciéndose por su comportamiento “maduro” -en tanto los demás chicos la viven como una “buchona”[1]-, el pequeño demasiado cohibido, cuya agresión no encontramos más que implosionada, el niño “traga”, que solo piensa en ser el primero en el boletín… Adviértase que en todos estos ejemplares la dimensión crítica, toda dimensión crítica, en especial crítica del poder, está bien ausente, reprimida si lo queremos. Preferiría decir que está renunciada: se ha renunciado a ella, a ejercerla. La normalidad consistirá en quedar bien con los mayores, a no tomar nunca partido por los pares. Prolongada en el tiempo, tal normalidad no puede no ser devastadora para el sentido del humor así como para otros aspectos y potenciales creativos de la persona. Por ejemplo, la condenará a una moralidad  invariablemente convencional, cuando no directamente hipócrita y de mala fé. O a todo un estilo bien pensante que entorpecerá la evolución intelectual. Dato no menor si esta persona quiere ser terapeuta o investigadora en ciencias humanas.  El perfil “inteligente –o estudioso y aplicado- bien-pensante” engendra con suma facilidad uno burocrático al acecho en diversas instituciones. Para la posición subjetiva del burócrata, tanto el sentido del humor como el espíritu crítico están excluídos, tanto más cuanto más “eficiente” sea.

       

      De lo que se desprende que el sentido del humor trabaja para articular lo lúdico a una dimensión y dirección crítica. El humor, en cualquier lugar, es una actividad crítica de cabo a rabo: implica hacer reír o sonreír criticando, y criticar es hacer o inducir a pensar, apostar por el pensar.

       

      Por eso molesta la risa o media sonrisa generada por el humorista, como no molesta una risa generada por una broma tonta y vulgar, porque conlleva un aspecto crítico o criticón o criticador insoportable para quien por sobre todo quiere llevarse de mieles con lo establecido. O por lo menos, si se deja lugar a formular ciertos reparos, que estos no se radicalicen ni fuercen el buen tono. Y el humor, aunque se enuncie en el tono más suave y cortés, no puede ocultar su violencia, su agresividad sin cólera(Winnicott). Con los mejores modales se burla de los modales. Y tiene una enorme disposición a ensañarse con lo políticamente correcto, todo un remanso para la mentalidad convencional, con la que esta espera negociar con todas las tendencias a la vez.

       

      Otro gran blanco del humor: la tontería, sobre la que hemos escrito, la banalidad y peligrosidad de la actitud tonta, por las causas reaccionarias y regresivas que en general defiende. Es a esta peligrosidad potencial, más que a lo que parecería inofensivo en la tontería, a lo que apunta el humor en la medida en que allí detecta lo fascista en ciernes, en latencia. O por lo menos, sin llegar a tanto, a esa convencionalidad chata y amesetada que puede neutralizar lo más excitante y vital de la existencia. De ahí las no concesiones del humorista, su crueldad, su no consideración con el tonto o con el convencional de aquel derivado. La actitud del humor no es siempre la de la sonrisa simpática: en el fondo, el humorista es severo, y la suya excluye las santurronas.

       

      [1] En jerga porteña, sería el equivalente a alcahuete.

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