por Ricardo Rodulfo
Gide se inmortalizó con aquello de “Es con buenas intenciones que se hace mala literatura”, una bella frase que nos desujeta de lo políticamente correcto, toda una plaga de nuestra época. De buena gana la parafrasearíamos repitiéndola a propósito de la política, del erotismo, de tantas otras cosas… El psicoanálisis, por su parte, adquirió rápida celebridad por su escepticismo radical respecto a la autenticidad de aquellas, y no solo por la incredulidad sobre su eventual eficacia. Un planteo que nuestra disciplina volvió común, por su confirmación clínica, fue que las buenas intenciones en el plano de la conciencia suelen sonar al unísono con intenciones inconscientes que nada tienen que ver… El analista tiene larga experiencia sobre lo poco que puede esperar de las buenas intenciones del paciente, en particular cuando caen sobre cosas tales como abandonar una adicción o no seguir los pasos de un síntoma obsesivo o, en general, desobedecer la coacción de la compulsión de repetición. Otra cosa es cuando esas intenciones emergen como la punta de un deseo de cambio arraigado en otro plano psíquico que aquel en que ellas florecen. En ese caso no están solas, el analista puede contar con otras alianzas.
En realidad esta es solo una parte superficial del problema, para continuar hay que dar otro paso e interrogar las categorías mismas que se ordenan en ese manido eje que opone el bien al mal, un eje que manejan tanto, al que tanto recurren los chicos, pero también las personas que no han trabajado en complejizar su desarrollo tanto intelectual como emocional, más todavía si responden a una educación religiosa. Diríamos que una rotunda diferencia entre la actitud religiosa y la científica gira en torno al lugar que ocupa esa ancestral partición de la experiencia existencial. Lo infantil de esta concepción cambia bastante de signo cuando la sostienen personas que el niño consideraría grandes: en éstas la invocación de buenas intenciones responde a un deseo de normalización que ordena mantenerse en lo convencional de lo que Heidegger llamaba el Se, reprimiendo cualquier movimiento propio que escape de ese formato socialmente aceptable: bueno pasa a significar entonces lo que todos aprueban, lo que piensa “todo el mundo” o lo que hace ese todo el mundo. No se trata de comulgar con alguna verdad recóndita sino con comulgar con una convención que pasa por buena. Es una posición que Nietzsche y Winnicott, para no mencionar a Deleuze, llamarían de buena gana reactiva, porque no surge de una evolución espontánea jugada a lo largo de la vida y sus aconteceres como de una reacción contra los propios deseos ejecutada para adaptarse a mandatos sociales y al medio social en general, que por lo general predica la conveniencia de ser obediente. En nuestros días, gobernados por la globalización informática, esta convencionalidad se ordena según las normas y formas de lo políticamente correcto. Por lo tanto, cuando una persona reacciona como se debe frente a una violación determinada, de una mujer o de un derecho vulnerado, o se indigna por una declaración pública ultrasectaria o anacrónicamente discriminatoria o abierta o implícitamente retrógrada, nos equivocaríamos si juzgáramos que su respuesta es fruto de un pensamiento crítico propio: no hace sino seguir los andariveles del “qué-dirán” más común o los códigos sumamente tendenciosos de aquella corrección política. La creencia en algo o alguien que sería bueno se revela al examen atento como de suma inconsistencia y como una que se toma muchas libertades con lo que podría considerarse una verdad.
Dos someros análisis: la repercusión indignada de muchas personas y grupos por ciertas declaraciones del actual presidente que minimizan inaceptablemente -y se añadiría, frívolamente- graves asuntos en que se juegan derechos humanos nos inducirían a error si no recordáramos que el candidato del anterior oficialismo derrotado por Macri pronunció tan desmedidos e incondicionales elogios de los militares del 76 que empalidecen las formulaciones presidenciales. Y de esto no se dice ni se dijo nada. Se habla de la “derecha”, pero parece que convendría a muchos “progresistas” querer creer y hacernos creer que habría una derecha, la peronista, mejor que la otra, la “neoliberal”, algo que suena inverosímil a poco se recuerde el horror que se vivió en el país desde la renuncia de Cámpora hasta el golpe del 76 (que lo recicló con nueva potencia) o la violencia nunca aclarada de los graves atentados genocidas de la década del 90, “en democracia” pretendidamente. La banalidad de una clasificación a priori neutraliza diferencias y homogeneiza como “democráticas” prácticas reñidas con una sociedad civil que pueda desempeñarse en libertad. Por supuesto esta operación puede invertirse con facilidad para condenar al segundo y absolver al primero sin plantearse muchos problemas.
Segundo ejemplo: la invención del motivo del “campo” como supuesta unidad permite decir con liviandad que ahora “el campo” se beneficia como un todo que sería, así como en el 2008 se acusó a ese “campo” de golpismo, borrando las profundas diferencias que separan y mantienen un estado de conflicto entre los grandes tenedores de tierra y las cooperativas y pequeños y medianos emprendimientos agropecuarios. Esto exime de un análisis responsable del sentido de las recientes quitas en retenciones como de los torpes procedimientos gubernamentales que en el 2008 casi forzaron una alianza temporaria entre los diversos sectores que el término “campo” escamotea en su diversidad. Se deduciría, sería lícito deducir, que hablar en nombre del Bien -lo que lacan llamó magistralmente El Sumo Bien- tiene poco que ver con un pensamiento cuidadoso, matizado, libre de compromisos ideológicos a priori. Desterrado de la disciplina histórica, de la filosofía, del psicoanálisis, de las artes, de la antropología y de tantos otros lugares, el esquema Bien/Mal continúa operando en el terreno de la política y de sus prolongaciones mediáticas. Resultados: conclusiones pedestres, siempre las mismas, mala fé (Sartre) (se la advierte descaradamente en el caso Scioli), juicios globales simplificadores (“Los negros son todos vagos”, “Los militares son todos malos”), operaciones chantajistas que inducen por ejemplo a “no perder el voto”, votando a quien uno piensa debe votar para obligarlo a ingresar a opciones del tipo Guatemala/ Guatepeor que nos vienen gobernando desde hace demasiado tiempo. Uno valoriza las recomendaciones de Derrida: prescindir de juicios globales por inservibles e inductores de error, no dejarse nunca encerrar en opciones binarias. Dos precauciones metodológicas que a la vez implican actitudes éticas.
Otro ejemplo válido, desgraciadamente, es el caso de que se objeten las actitudes y manifestaciones de un personaje relevante en las instituciones dedicadas a los Derechos Humanos, precisamente por estar pensando quien las objeta en la importancia de preservar el nombre de estos organismos, desmarcándolos de los estilos dominantes de la “política criolla”. El “transgresor” de lo políticamente correcto difícilmente escapará de ser considerado un enemigo de aquellos derechos que en realidad ha salido a defender, negándose a personalizarlos fetichizando personajes “intocables”.
En definitiva, quien toma la vía de las buenas intenciones de la corrección política se desentiende y desatiende los protocolos que rigen a quien se propone pensar, pensar libremente, libre de criterios sociales convencionales sobre lo que es bueno y ser bueno. La obligación de serlo obliga a repudiar diferencias y a someterse a ediciones y montajes de la memoria colectiva y personal que instauran ficciones que nunca pueden de verdad jugar un papel progresista en ningún terreno que se considere. La altisonancia con la que se intenta disimular la endeblez de tales “bondadosas” posiciones no aturde al que sabe desmarcarse de la tiranía de la “opinión pública”.
Un elemento al que hice alusión en un breve mensaje en nuestro Facebook hace poco es la inactivación total de la sorpresa, aquella que procura un pensamiento cuando se piensa de verdad en lugar de recitar clichés consagrados por el uso. Buena parte de lo malo en que Gide señalaba desembocaban aquellas bellas intenciones guarda mucha relación con esa desaparición de lo que irrumpe sorprendiéndonos como lo no pensado todavía, lo que antes no se había pensado, lo que desconfigura los formatos establecidos en oposiciones binarias. Cuando Daniel Barenboim metió de un golpe tangos tocándolos en pleno Teatro Colón produjo una de esas sorpresas que venían a derrumbar el supuesto sólido muro que dividía la música “culta” de la “popular”. Pero esto no se puede hacer siendo bueno, por lo menos no solo bueno. Porque es un acto violento, que molesta a mucha gente. Lo mismo que lo llevó a meter Wagner en Israel. Si lo hubiera hecho aquí, pensando en una transposición, legiones de gente de “izquierda” o “por lo menos “progre” lo hubieran acusado furibundamente de actuar contra los derechos humanos, toda vez que Wagner era el músico que hacían escuchar los nazis en los campos de exterminio. Ya nos podemos imaginar las guarangas declaraciones de ciertas figuras a cuya fetichización he aludido. En cambio, para alguien que logre sostenerse en lo abierto del pensar, operando así él recuperó una producción musical de la reapropiación que había sufrido por parte del régimen nazi, devolviendo lo musical a su territorio más propio, donde no pertenece a nadie, (así como los derechos humanos a nadie pertenecen, nadie se los puede adueñar).
No quiero dejar de insistir en un punto muy jugoso, que es el de cómo, desde el lado opuesto, se comparte la misma armadura para estructurar enunciaciones tendenciosas y banales: a quienes son hostiles a los derechos humanos les viene muy bien y van a acordar rápidamente con la fetichización que hace a la intocabilidad de ciertas figuras, porque entonces podrán atacar la vigencia de aquellos pareciendo que se ciñen a atacar al personaje en cuestión. Cosa que hoy y no sólo hoy ya se hace.
Es que los términos de todo binarismo en el fondo se necesitan entre sí, no pueden prescindir el uno del otro. La banalidad del mal requiere invariablemente de la banalidad complementaria del bien. Precisamente la potencia de las prácticas autoritarias o pro-totalitarias sabe atravesar sin mayores penurias las oposiciones tipo derecha/izquierda o bueno/malo. Una visión desde el humor se reiría de la ingenuidad que puebla el espíritu de quienes las sostienen.