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      La lectura encopetada. Informe clínico acerca de algunos trastornos cognitivos

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      • La lectura encopetada. Informe clínico acerca de algunos trastornos cognitivos

      Con una frecuencia que hace tiempo hubiera resultado insólita, el analista recibe hoy numerosas consultas por trastornos de aprendizaje en niños y adolescentes que, en buena medida, se expresan en trastornos en la capacidad de leer, diversos en sus matices. Pero también reencuentra esta dificultad en estudiantes universitarios, en profesionales jóvenes, y también en personas de variada edad y a las que no les han faltado estímulos intelectuales más o menos normales en su rango. Me ha de interesar en este trabajo enfocar más que las dificultades infantiles las que abundan en la juventud y adultez, persiguiendo la identificación no de causas pero sí de factores ambientales propios de la sociedad y la cultura que habitamos y que nos habita. Particularmente me importa destacar la contracara de lo que en general consideramos avances tecnológicos, sobre todo en lo que hace a la digitalización, sus costados sombríos, por así decirlo.

       

      Digamos que toda la cultura del libro se halla asediada en nuestros días por la que deriva de lo mediático en términos generales: periodismo, televisión, computadora, y todas las prácticas y costumbres de ellos derivados. Nos concentraremos en los aspectos generadores, digamos, negativos, a riesgo de que una interpretación fácil lo tome como una demonización que callaría cuanto hay de positivo en el orden mediático, lo que no es para nada el caso ni mi propósito. De hecho, escribo esto en mi computadora, y tengo ya una voluminosa biblioteca digital.

       

      Entre las costumbres más cotidianas encontramos la afición al copete, afición reductora, en tanto no se limita a introducir al cuerpo principal del texto, como debería supuestamente ser, sino que reemplaza por completo la lectura cuidadosa y minuciosa de éste. Y para el copete, para hacer esto con él, basta con una mirada distraída, sin demasiado esfuerzo de atención. (Y recordemos la insistencia con que se destaca hoy la problemática de la atención, o más bien, de su falta). El lector de nuestra época se degrada con frecuencia en lector de copetes y de solapas leídas a hurtadillas en las librerías.

       

      Ahora bien: el copete es por esencia breve, y no sólo eso: renuncia de antemano a toda profundidad, cosa de lo más decisiva, ya que, como breves, disfrutamos de una gran cantidad de sentencias, epigramas, poemas tipo haiku, que precisamente descuellan por la estocada que relampaguea en su slaconismo. El copete no se propone tampoco -podría haber sido el caso- añadir algo que no se lee en el cuerpo principal, traer un toque nuevo, se reduce a la más pobre de las anticipaciones, lo que lo vuelve extremadamente peligroso para un auténtico trabajo de lectura, para ese singular trabajo que es, entre otros, el trabajo de la lectura. Y para colmo se propone como si bastara con él para disponer de la información que se necesita, como si fuera autosuficiente. En su implantación ocurre una inversión: pasa de ser accesorio, optativo, a volver superfluo el texto al que se supone introduciría. Y por añadidura, con todos los encantos de la simplificación: ¿Es tan deliciosamente simple de leer!’ No da el menor trabajo…

       

      Este mismo rasgo lo vuelve emblemático para toda una costumbre cultural anticultural de nuestros días, eliminar todo rastro de esfuerzo en la lectura, jugar a que el lector potencial es un idiota incapaz de entender nada que no esté previamente deglutido en una papilla insulsa, lo que se agrava porque circula como demanda que el escritor debe enfrentar para oponerse a ella en nombre de toda singularidad posible, ya que es una demanda que lo cerca desde muchos lados, por ejemplo del de no pocas editoriales u otros espacios de publicación, por supuesto también y mucho en los propiamente digitales: sitios, páginas, etc. Las consignas con que allí se topa no se circunscriben al invariable pedido de copetes para todo uso, se extienden  a cosas tales como:

       

      – Haga párrafos breves, cuanto más cortos mejor. No hacerlo sería muy complicado para el lector.

       

      – Aténgase a oraciones simples, dominadas por un solo verbo; nada de fatigosas subordinadas. Por la misma razón, lo menos posible de disgresiones, uso de entre guiones o entre comas o entre paréntesis, así como de notas extensas de pie de página. Todo en el mismo plano, bien breve y lineal. Lineal y banal aquí se superponen por completo.

       

      – No vaya a pensar usted, escritor, que el lector debe realizar un trabajo de interpretación propio, suyo, para dar realmente vida al texto. Tal suposición es cargar al lector con un peso terrible que no quiere hacer y que además lo excede por completo, porque quien lee es tonto por definición. Un tonto ingenuo, incapaz del menor acto interpretativo, de leer entre líneas. Por eso, todo debe ser muy muy explícito.

       

      – El lector no es alguien dotado para leer durante largos lapsos; su capacidad de atención es muy limitada en el tiempo. Y, sobre todo, no tiene el menor deseo, ni el menor deseo, ni la sombra de un deseo, de leer en el sentido moderno de trabajo crítico.

       

      – Por consiguiente, nada debe quedar implícito, abierto, indeciso, ambiguo, a completar por el deseo y el esfuerzo de quien lee. Hasta los menores detalles serán establecidos muy nítidamente transparentes, aclarados. Nada de perder tiempo y velocidad con oscuridades. Lectura fast food, no de chef. El tiempo del copete es el de un zapping. Uno debe remitir al otro por isomorfismo.

       

      – En idéntica clave el vocabulario se estrechará hasta lo básico, lo que es lo mismo que decir lo banal. Nada de palabras “difíciles”, aquellas que se sumergen para extraer partículas de significación arduas de pescar. Cuanto más restringido mejor.

       

      El tiempo del copete es el de un zapping; punto por punto uno puede remitir al otro por isomorfismo. En éste tampoco se trata de explorar montando secuencias insólitas, como Derrida propuso concebirlo, sino de deslizar al azar la imposibilidad de sostener un relato, de dar tiempo, su tiempo, a una complejidad narrada; sobre todo, está en juego el no dar tiempo, como les pasa a esos chicos que no pueden detener el vértigo de sus manipulaciones para dejar que los juguetes jueguen, hagan su juego. En el zapping la velocidad de una mano desprendida de toda intencionalidad deseante se anticipa y adelanta en su carrera sin sentido a la del cerebro del su portador.

       

      Salta a la vista que estas imposiciones no son las propias de un ambiente facilitador. De hecho, funcionan con figurando un código de censura, en particular censura de la complejidad. Es como enseñar un fútbol sin el laberinto del amague, de la gambeta, de los túneles. O como enseñar música fijando como paradigma absoluto la forma más simple de melodía con el acompañamiento más rudimentario y menos ambicioso posible, una música sin polifonía ni contrapunto, sin voces disidentes, y fijada también al formato de tres minutos de la canción comercial. Entendámonos: bien ha podido darse que un escritor fuese convocado por el estilo más lineal, despojado de complicaciones “literarias”, ceñido a frases y oraciones cortas: el resultado ha sido bellísimo, porque emanaba de una disposición singular, no de un mandato homogeneizador. Es esta pérdida de singularidad la que torna alienante la burocracia del copete y de todos los procedimientos a los que hemos pasado revista. Rodeamos así el motivo contemporáneo de la banalización, tan extendida  hoy, contracara de la atractiva complejidad  de las nuevas escrituras digitales. Donde gana la banalidad pierde la diferencia.

       

      Entonces no es por la mera fascinación digital ni por las adicciones que desataría que los trabajos psíquicos requeridos por la lectura se desactivarían, no es simplemente porque los chicos se “envicien” con los encantos de esta nueva práctica, (amén del hecho de que ésta disponga de un enorme potencial de complejidad diferenciadora). Más bien hay que examinar y poner en cuestión todo un dispositivo de mandatos, normas y regulaciones tendientes a un trabajo negativo de reducción de la complejidad de la lectoescritura que en su momento fundó Occidente. Es de nuevo y en el fondo no tan de fondo una decisión y una intervención política que opone la digitalidad virtual al libro procurando la desacreditación de éste. “No vale la pena leer, lo busco en Internet”: a este resultado, a esta conclusión se apunta. Y allí se apunta con el proyecto de socavar el pensamiento crítico, en lugar de hacerlo florecer también en la nueva espacialidad de la pantalla. Con otras direccionalidades políticas bien factible sería que niños y adultos pusieran una y donde hoy tiende a prevalecer una o. No es nada difícil creer esto toda vez que también se da empíricamente en no tan escaso monto, y también hay personas que descubren el campo de la lectura común y corriente gracias a la Internet, en su mismo ámbito. Punto clave: no hacer de diferencias políticas supuestas diferencias de esencia entre distintos fenómenos. Todo depende aquí de que quien analiza la cuestión se mueva con diferencias no oposicionales y no con pares opositivos típicos de las grandes antinomias de la metafísica occidental.

       

      Algunos rasgos clínicos derivados o al menos muy ligados a este comportamiento de un ambiente no facilitador, ambiente interferidor y bloqueante:

       

      – El extraño caso de ese analfabetismo semántico que sorprende cuando se tropieza con él en encuestas escolares, de adolescentes en particular. En un plano formal la persona “sabe”  leer, pero no le pidamos que entienda nada de lo que lee y pueda entonces reproducirlo con su propio vocabulario. Un problema nada menor es que así no dotado puede acceder perfectamente a la universidad, la pública en particular. Con un poco de comprensión y tolerancia “democrática” también se puede graduar, y más tarde -disponiendo de los suficientes contactos- trabajar de profesor, al menos en carreras con fama de “fáciles”. Cabe pensar esto como una modalidad ecolálica que nuestro logocentrismo ampara o a la cual predispone; se ha aprendido a leer mecánicamente, al modo de un grabador u otro aparato reproductor, pero sin acceder al siguiente plano, el de la semiosis propiamente dicha. Para lo que se ha logrado basta con la capacidad imitativa tan desarrollada en los primates.  Lo sabe decir pero no lo sabe pensar, como en el caso de esos colegas que saben repetir frases hechas de Lacan o de quien fuere, pero no saben hacer nada con ellas en el plano de la intervención clínica. El prejuicio ideológico de que todo el mundo debe y puede ingresar a la Universidad impide todo tratamiento serio de este problema.

       

      – Lee y entiende desde el punto de vista cognitivo neopositivista pero sin que su actividad imaginativa se haya enganchado en el proceso, permaneciendo escindida de él. Como cada vez que falla lo imaginativo el resultado es el aburrimiento, al no poder por ejemplo, identificarse con un personaje de ficción, porque le es imposible encarnarlo con su propia afectividad. Demasiadas familias entregan a sus hijos las llaves de los aparatos mediáticos sin dirigir seriamente su regulación. Con una sobrecarga de imágenes sobre él, el hijo tiene dificultades para producir las suyas propias en fusión diversa con las que recibe del medio.

       

      – Aburrimiento que detiene precozmente toda lectura y aún todo proceso narrativo de cierta complejidad, tal el de una película que no se conforme a lo “básico”. Lo que funciona bien lo hace solo durante lapsos muy breves, los de un video-clip, digamos, no los de una narración de otra envergadura. Todo esto suele nombrarse indiscriminadamente como “ADD”.

       

      – Es todo un punto la reducción de lo imaginario o imaginativo a las imágenes, que hoy están todo el día funcionando en innumerables pantallas. La conceptualización queda trabada por la polisemia del término mismo de imagen: una cosa es la noción empirista propia de una “psicología general”,  otra bien diferente la relación con la imagen que se abre y constituye a partir del descubrimiento narcisista de esa doblación, desdoblamiento, que inaugura la dimensión de un espacio, el virtual, que previamente no existía, por más que hubiera “imágenes”. Entonces, distanciándose de Lacan, conviene repensar lo imaginario o imaginativo como un gran proceso que implica nada menos que la entera afectividad en su conjunto. Eso Ovidio lo captó mejor que los analistas: no se contenta con decir que el personaje “se ve”  allí reflejado, refleja él en su texto el júbilo y la pasión de Narciso al descubrir algo que es mucho más que un reflejo: su capacidad de crearse a sí mismo en otro lado y volverse un ser por partida doble, un ser doblado, redoblado, a partir de ese momento privilegiado. Es mucho más lo que allí está en juego que la “imagen”, el nacimiento de un espacio vedado al resto de los animales y que albergará por cierto otras cosas múltiples y no solamente imágenes visuales, un espacio que se deja pensar mejor con el concepto de experiencia cultural  que con el de Imaginario o Simbólico-Imaginario. Antes de llegar a la pantalla el libro lo encarnará con vigor, junto con la música, la danza, el teatro…

       

      – Ese personaje adulto que, a partir de cierta edad, “ha dejado de leer”, amén de no cultivar tampoco otras experiencias estéticas, y se la pasa copeteando y zappeando, con un notorio debilitamiento de su capacidad ficcional. Hojea los diarios -el hojear es todo un verbo a rescatar y valorizar, en su doble acepción, la exploratoria llevada a cabo por la curiosidad y la de un desganado zapping con las hojas de papel-, toquetea su celular en cuanto hay una pausa, así sea tan breve como la de un viaje en ascensor, hurga en su correo electrónico para no aburrirse demasiado, deja la tele encendida sin mirar nada de lo que ve. Se diagnostica un proceso atrófico que deteriora la potencia imaginativa, los resplandores de lo ficcional  -y esto incluye el achanchamiento de su identidad-, siempre eso sí bajo las insignias de la normalidad. Un paciente adolescente practicaba un diagnóstico impecable de su papá: “Ahora que tiene un equipo bárbaro dejó de escuchar música”. El deseo de reconocimiento jugado en el terreno del trabajar suele comerse el reconocimiento del deseo más íntimo, descendiente de las “tendencias heredadas” (Winnicott). En el análisis de pacientes con estas características sorprende la evocación de una temprana pasión por la lectura y actividades de este tipo; sorprende sobre todo al analista que se ha aprendido de memoria que lo del pasado es indestructible y no le cierran cambios a lo largo de la vida. En otros casos ese deseo parece no haber sido nunca algo firme como para sobrevivir a las peripecias de la adaptación, que como sabemos demasiadas veces se logra a costa de la creatividad personal para poner a la vida en el marco de proyectos verdaderamente propios, no solo adaptativos.

       

      – En otro perfil clínico la capacidad para sostener el trabajo de la lectura se ha conservado pero merced a una escisión: esto abunda en personas cuya actividad los obliga a leer ya que ejercen determinada profesión, por lo cual el compromiso entre lo reprimido y la represión consiste en que aquella capacidad se limita a lecturas obligatorias puestas bajo la bandera significante del deber, excluyendo lecturas por puro deseo sin consecuencias “prácticas”. Bajo este imperio que nos obliga a evocar el SuperYo pueden transcurrir años y años sin que se lea una novela o un libro de cuentos.

       

      – También es un rasgo clínico muy marcado -que campea en estudiantes universitarios- la inhibición o la atrofia precoz en todo lo que hace a la iniciativa para emprender lecturas no mandadas por nadie ni por nada más que la curiosidad propia espontánea. Los profesores que hacen un uso autoritario de la bibliografía contribuyen por su parte al mantenimiento de esta situación negativa: nada hacen, en efecto, para que el estudiante participe activamente de la construcción de una red de textos en lugar de simplemente obedecer. Ha sido de invalorable valor en este punto el aporte de Winnicott al subrayar que la sola obediencia es algo potencialmente patógeno; la obediencia, en combinación con otros factores, es un elemento valioso y necesario, pero nunca si es lo único que se puede poner sobre la mesa.

       

      Por su parte, lo que Jaime Echeverry ha llamado “psicopedagogía compasiva” no ha dejado de ser un poco responsable de algunas de estas cosas: en particular, esa dimensión compasiva parece suponer que el aprendiente es alguien bien débil y frágil, que podría “traumatizarse”  fácilmente por cosas tales como que se le exija esfuerzo,se lo evalúe sin protegerlo de los resultados de esa evaluación cuando no le es demasiado favorable, que se le haga saber que algunas cosas que ha hecho están mal y deben ser corregidas, como en el caso de la ortografía, donde no pocos psicopedagogas han contribuido generosamente a que muchos chicos lleguen a la universidad con una ortografía abominable. Recuerdo aquí las protestas de una paciente de doce años, edad en la que por sí misma descubrió que escribía muy mal, lo que la llevó a emprender por su propia cuenta una rectificación del asunto, pero en medio de indignadas protestas: “¿Por qué no me enseñaron a escribir bien de entrada en vez de hacerme trabajar el doble ahora?”. Un reclamo que suena muy lógico. No parecía considerar que la habían cuidado de no traumatizarse. En todo caso la psicopedagogía compasiva hace lo contrario de lo que propiciaba esa gran pedagoga que fue nuestra querida Alicia Fernández, promoviendo la posición pasiva de alumno en lugar de la activa de aprendiente concebida por ella. La tal compasividad daña sin lugar a dudas, olvida la importancia de lo que Winnicott marcó en relación a que el ambiente debe “ir fallando” para ser verdaderamente bueno. La sobreprotección no es solo un vicio de madres y de abuelas.

       

      Pero es esta misma sobreprotección compasiva e invalidante la que encontramos en ciertos códigos de la relación con el lector que inundan las prácticas mediáticas, empezando por esa idea de un copete destinada a eliminar cualquier atisbo de esfuerzo en el lector, eliminando así toda noción de que leer implica necesariamente un trabajo, y esta vez un trabajo no alienante sino enriquecedor.

       

       

      Dos preguntas que se recortan a partir de lo expuesto:

       

      ¿Los procesos de democratización que tanto valoramos en lo concerniente a la nueva escritura digital implican obligadamente banalización? Y ¿la globalización de la cultura es lo mismo que su homogeneización? Esto fue de lo primero que advirtió Derrida al respecto en la década de los 90, planteando bien tempranamente la imperiosa necesidad y la imperiosa importancia de distinguir allí dos caminos profundamente diferentes.Uno de los más grandes directores de orquesta del siglo pasado, Charles Litoit -por lo demás activo en esta primera etapa del nuevo siglo- comentaba que antes de la enorme difusión de lo discográfico y de la ingeniería de sonido en las grabaciones las orquestas sonaban con un grado más acusado de diferencia: entre las americanas y las europeas, por ejemplo, entre las alemanas y las italianas… Habríase producido una apreciable reducción de tales diferencias, una clara tendencia a una mayor homogeneización sonora, que volvería más indistinguible tales matices. A eso mismo aspira cierta dictadura que pretende gobernar los estilos de lo literario para uniformar, para que todo fluya como de una única firma impersonal. Estrictamente hablando se juega en esto una nueva modalidad de censura, que cae menos sobre el “contenido” pues se dedica a moldear la “forma”. Por eso mismo aquellas preguntas no se pueden responder, todo depende de cursos que se tomen o se dejen en las peripecias de la historia del porvenir; lo que sí vale la pena no olvidar es que no hay ninguna fatalidad en juego, todo depende de lo que podamos hacer. Y lo primerísimo que debemos hacer es resistencia a todo lo que mande homogeneización y reprima la diferencia como principio de singularización  Nos quieren vender formatos y configuraciones como si fueran procedimientos “naturales”, que se impusieran por su propio peso. Pero esto no es cierto, nada hay que los reclame como obligados, ni tampoco nos sumaríamos a una neutralización de las potencialidades de lo digital y de lo virtual, que son infinitas y abiertas al trabajo histórico de la differance.

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