Cuanto se refiera a lo traumático solicita enseguida toda nuestra atención…y atracción. Pese a ello, el psicoanalista no tiene en general una experiencia masiva de lo que merezca ese nombre -cosa con la cual tener mucho cuidado, porque no faltan los que lo reparten a diestra y siniestra, sin ningún rigor-, sobre todo en su consulta privada. Los que asisten en instituciones hospitalarias y otras sí suelen tener una mayor frecuentación con situaciones traumáticas. En su lugar, la experiencia clínica del analista se ve colmada por situaciones que me gustaría llamar normales, ya que no se trata de casos que justifiquen decir “neurosis”; aunque se encuentren en ellas algunos rasgos más bien débiles de neurosis o incluso de depresiones, no exhiben esa plenitud sintomática y de inhibiciones consistente, donde uno no esté banalizando el término. Leyendo Freud y otros autores de aquella generación de psicoanalistas advertimos la fuerza que cobra la palabra, lo serio del padecimiento que designa, en tanto hoy pulula la idea de que “todos somos neuróticos”.
En contra de este proceder me interesa ahora destacar la gran frecuencia de consultas y de tratamientos donde prima la normalidad, a condición de atenerse al giro que le da Winnicott, gracias al cual queda ligada a fenómenos que él nombra como adaptación, sumisión, obediencia, sometimiento. Sin exagerar. Estos fenómenos tiñen la normalidad sin colores estridentes ni en cantidades abrumadoras por su intensidad; la sumisión, por ejemplo, no llegará nunca al estatuto que le sería propio en una vertiente masoquista. La adaptación, por su parte, no hará del que la porta una marioneta impersonal. A lo que voy es a que nuestra labor cotidiana no guarda mucha relación con grandes titulares tamaño catástrofe, coyunturas de vida o muerte, extremos límite, espectaculares historias de vida. Esto es raro. En su lugar nos hallamos en permanente contacto con historias medias, de colores opacados, de sufrimientos cansinos, de rutinas que tienden a lo estereotipado pero con moderada densidad. Y donde la singularidad, el elemento de singularidad, escasea. Por eso aquí no hay casi nada de loco, a diferencia de lo que ocurre allí donde hay una cuota de salud importante, puesto que la salud vive de hacer recetas creativas con el material de diversas locuras. En los reinos de la normalidad poco encontraremos de intempestivo, y cierto pseudoequilibrio preponderará sobre el desequilibrio constitutivo propio de nuestra existencia, tanto para su felicidad como para su desdicha. Pero a diferencia de lo que pasa en las neurosis cuando se van agravando la normalidad no es invalidante, se limita a decolorar la vida de modos bastante imperceptibles, pero no hasta el punto de no ser detectados por el psicoanálisis, que nació en buenos términos con la sutileza, y que por eso registra y levanta materiales donde aquella campea y donde no es cosa sencilla erradicarla y transformarla en algo más vital.
La pregunta más adecuada para empezar esta consideración sería: ¿Por qué la vida cotidiana es en general tan insoportable? Pregunta que rápidamente hay que atender con delicadeza, porque aquí no se está en presencia de desusadas violencias ni abusos, se mantiene cierta mesura. A continuación, la acompañaremos con una segunda con la que se estrecha: ¿Por qué la convivencia en general es algo que se hace tan insoportable, “imbancable”, según la expresión porteña? Si escuchamos y observamos lo que nos enseñan tantos pacientes reconoceremos la alta proporción de sesiones que giran y giran alrededor de lo pesado, fatigante, desgastante, monótono, de ambas formaciones. También su carácter encerrante, éste último mediante la complicidad nada menor del que se queja de ellas; no solo se queja: se lamenta, se resigna, se desespera, se enfurece, se agobia, se harta… pero no hace nada para salir de ese tipo de espacios, por lo menos hasta que se decide a intentar analizarse. Insistamos en que tal estado de cosas no se ubica constantemente en primera plana, a veces hasta funciona casi en lo subliminal, si bien con esto marcamos su estatuto más preconsciente que inconsciente. O va y viene de esa primera página del diario a una zona más encubierta y el paciente entonces nos habla de otras cosas.
Es necesario, me parece, practicar una incisión que delimite por lo menos tres grandes territorios donde prima lo insoportable: la vida familiar, la de pareja, la institucional (escuela, lugar de trabajo). En ninguna de las tres nos sorprenderán estados agudos, culminaciones, sino más bien lo sordo, el malestar contenido, algo subterráneo, no excesivamente visible, la alternancia periódica entre períodos donde la hostilidad se suspende, más una tregua que una genuina paz, y otros donde retorna con virulencia el ataque a ese “ser” no aceptado tal cual “es”. De ahí el relativamente bajo rating de estas formaciones de la normalidad entre quienes se forman, estudiantes, colegas en sus primeros escarceos, mucho más atraídos por titulares de prensa amarilla en lo clínico. Y en lo patológico. Procedamos ahora a un esbozo de inventario para reconocer los rasgos más relevantes que se ponen en juego.
En primer término, subrayaría lo sugestivo de que tan pronto entramos en el terreno que estamos estudiando, nos tropezaremos nada menos que con el vocablo ser, toda una palabrita, nada inocente su aparición, ni casual. En efecto, lo insoportable designa regularmente un estado de cosas en el que el ser de alguien es impugnado; impugnado por su pareja, por miembros de su familia, o por toda ella, por su maestra y las autoridades escolares, por sus jefes y a menudo por sus compañeros de tareas. Su manera de ser, si existe tal cosa, lo que no es nada tan seguro, es sistemáticamente rechazada, criticada, observada, reclamada, puesta en tela de juicio, se trate de denostarlo por ser “cerrado”, por su rebeldía y disconformismo, sea porque su vehemencia física se lleva mal con un régimen escolar donde lo ideal es la quietud, el silencio, y la obediencia. Una vez que tocamos esta palabra entramos en una zona muy importante, ya que de muy distintas maneras y con muy distintas palabras el cuestionamiento atacará la falta de obediencia del protagonista de nuestra escena clínica. Claro que por medio de giros bastante distractivos, por ejemplo, referirse a que “no tiene en cuenta a la otra persona” para nombrar la no obediencia, o decir de su falta de solidaridad con los demás, o con sus padres y su familia en general; la calificación de “cerrado” que ya mencionamos también es útil, al describir a alguien que es capaz de disfrutar de lapsos de soledad y hasta de necesitarlos, en lugar de demandar todo el tiempo la vinculación social. O que, aún en una relación íntima, es parco para hablar de sus procesos más personales, más fantasmáticos. a menudo porque los elabora por otros caminos, por ejemplo, señalado aquellos de la creación en el plano de la experiencia cultural. Ahora bien, un resultado obvio de toda esta política es la interferencia en lo que conocemos habitualmente como espontaneidad, sumamente dificultada en el estado de la cuestión descripto. La espontaneidad es mal recibida, no concuerda con lo que se le demanda al imputado que está faltando a la normalidad que se espera de él. Lo más usual es que se la reinterprete como expresión agresiva, más todavía cuando lleva el sello del humor, que es otro aspecto nada bienvenido en este dispositivo de insoportabilidad. A lo largo de este desarrollo es imprescindible practicar algún espacio para que ingrese el elemento de la burocracia, indispensable y nunca ausente en el dominio de la normalidad, sea como burocracia propiamente dicha, como aquella a la que se enfrenta un estudiante universitario, -y aún antes- y la informal pero efectiva en muchos funcionamientos cotidianos, hogareños por ejemplo, del orden de esas normas no escritas pero que deben cumplirse, y que hacen, para poner un caso al voleo, que alguien no pueda celebrar su cumpleaños como verdaderamente lo desea. Una vez más, se trata de pequeñas prácticas y costumbres de baja intensidad, que en sí mismas lejos están de adquirir resonancias traumáticas, pero que, a cambio, suman; la malla que dibujan es mucho más eficaz para ahogar el deseo, no darle posibilidad de respiración para que participe de la vida cotidiana, que altisonantes proclamas represivas funcionando a gritos. Siguiendo a Francois Julián, diríamos que estos minidispositivos son más aptos para ser sopesados en su eficacia en el marco del pensamiento chino que en nuestros códigos griegos y judeo-cristianos. En ciertas etapas de la vida aumenta la sensibilidad a ellos, y se vuelven más invisibles para el usuario, tal la etapa adolescente, donde un efecto regular es que lo “saquen” acciones que al observador desprevenido le parece muy raro que le causen semejante cólera y hastío, por la apariencia de costumbres de lo más normales y triviales, que a nadie tendrían porqué enojar, y menos al punto de no querer saber nada de convivir con esa familia después de todo tan típica, tan regular en sus hábitos, tan razonable en sus expectativas. Tan razonable que nunca le encuentra algún sitio al deseo.
Hemos retardado la entrada en escena del motivo del dominio, del cual tanto nos ocupamos en un reciente libro dedicado al amor, pero sin duda este retraso no puede prolongarse demasiado: el deseo de dominio, de control, de supervisión y autoridad sobre la subjetividad de los otros, es un componente infaltable en el ámbito de la normalidad, y tanto más presente, tanto más feroz, cuanto más silencioso y discreto se manifiesta o apenas se manifiesta. Su capilaridad no lo hace menos global: ambiciona extenderse desde el plano de la conducta concreta de la otra persona hasta el campo de lo que siente y piensa: “deberías avergonzarte… deberías arrepentirte…”. Pretende legislar no solo sobre lo que hacemos. Pretende dirigir nuestra subjetividad, implantado como Super yo, pero de nuevo, en una versión no muy notoria, envasado en formatos tan comunes y subliminales que pase desapercibido como tal. No en ese enfrentamiento binario más radical que en Freud se describe. Más bien tan disimulado que parece disolverse en la misma formación yoica, sin que se lo note como una instancia autónoma de por sí. En esto, muchísimos funcionamientos de pareja y de familia son magistrales, la dimensión entre les calza justo, sin necesidad de referirse a un “mundo interno” relativamente independizado del día a día social.
En su labor diaria el analista percibe, por ejemplo, las dificultades que se despiertan en un paciente que, llegado a determinada edad, no hace lo que se espera que haga: quedar embarazada si ya tiene más de treinta, decidir su vocación si ya terminó el secundario, formatear bien convencionalmente su identidad “de género” si transita por la primaria, aceptar los principios monogámicos una vez instalado en una relación de pareja estable. Anteponer los nietos a cualquier otra inquietud personal si se es abuelo o abuela. Aunque nadie diga nada, aunque el medio parezca perfectamente neutral, emprender rutas más solitarias y menos concurridas exige rendición de cuentas a los sacros principios de la normalidad, de la normativa, del Se, al intentar que la propia vida no transite por los senderos de lo insoportable, del aburrimiento asumido como aspecto inevitable de ese ser normal. Como si fuera un aspecto de esa “Ley” de la castración a la que unos cuantos psicoanalistas nos dicen debemos sujetarnos, so pena de que nos diagnostiquen como “perversos”. Parece por lo pronto que no aceptar aburrirse sería dar muestra de perversión. Era lo que Freud llamó una vez miseria común, diferenciándola de la miseria neurótica, que ya sería excesiva; interesante diferenciación en la que Freud apunta a distinguir un plano de normalidad en la dirección que aquí nos interesa resaltar, solo que Freud renuncia por anticipado a curar algo de la primera, contentándose con hacer algo con la segunda, mientras por mi parte apunto a poder trabajar y cambiar cosas en el interior de los dispositivos de normalidad que nos dirigen y nos amargan la existencia.
Por eso, habría que matizar la observación hoy común de que los jóvenes “no se quieren comprometer en vínculos amorosos estables y formalizados”, adscribiendo tal cosa a una dimensión Light, frívola, que gobernaría su decisión. Seguramente en esto como en otras cosas hay más de un motivo formador, pero uno y de gran importancia es que los jóvenes hoy se muestran reluctantes a la hora de comprometerse… a llevar una convivencia insoportable que les mine su deseo; y para eso les basta contemplar el estado de cosas de la mayoría de las parejas que ven en derredor, en particular las de sus padres, donde han asistido día tras día al espectáculo de uno de ellos hostigando minuciosamente al otro, cuando no hostigándose entrecruzadamente, en dosis homeopáticas, claro, no estamos considerando situaciones extremas, pero precisamente los jóvenes suelen detectar con mucha sensibilidad esa clase de mala onda pululando en una casa. Y con ensayos diversos, a veces interesantes exploraciones, otras veces excursiones chabacanas, andan en busca de nuevos patrones de relacionamiento en los cuales no se dé por sentado que una convivencia debe ser una experiencia insufrible. Por lo pronto, hay alguna casuística ya juntada para concluir que la ilusión de que la felicidad pasara por abandonar la heterosexualidad no tiene éxito: disponemos de materiales probatorios de que una pareja gay puede ser tan pesada de llevar como una tradicional. Los experimentos homo parecen demasiado copias de los vínculos hetero de costumbre; ni asomo de que el motivo del dominio tenga allí una incidencia significativamente menor. De todo este balance uno se queda con la fuerte impresión de que el psicoanálisis marró el blanco de entrada asignándole a la sexualidad un montante de placer y de poder constituyente que en verdad es mucho más congruente con el dominio y el deseo de dominar. De ningún modo es deducible que éste sea un mero ingrediente sádico de las pulsiones sexuales; nada de ingrediente, es el elemento principal de la receta y no se concentra en un solo lugar, fluye por todos lados, impregna, metastasia.
En cambio, o a cambio, rescatamos esta valiosa frase freudiana: “[…] el deseo del niño carece de un verdadero fin […]”, frase que por una vez descoloca lo edípico de su primacía central. Este enunciado flota, y bueno es dejarlo flotar. Porque también es válido para el deseo de dominio, cuyo fin último no es tan claro como se querría. ¿Dominar qué y qué de quién? Más que otro o un objeto se esboza en primer plano el hecho de dominar, su acción específica.
Tampoco tiene tanto premio. No es que para quien ejerce la dominación la vida se le hace, por ello, menos insoportable. Acaso porque en el fondo no hay nada tan insoportable como la normalidad y su hedor.
La experiencia clínica del analista le enseña de una diferencia en lo terapeútico que para explicarse requiere de una contraposición: los resultados positivos del análisis de estas problemáticas de normalidad son mucho mejores y más rápidos en el terreno de la experiencia cultural en tanto son más escasos y duros de alcanzar en el de la experiencia social del paciente, considerando ésta desde un punto de vista más vasto como incluyendo los vínculos amorosos y de familia, no solo los sociales impersonales. Este desequilibrio puede explicarse pensando que la primera depende en lo fundamental de la relación que el paciente logre con su creatividad potencial en la forma que fuere, mientras que en lo social una buena parte de los resultados depende de las características del medio y de los buenos o malos encuentros que él paciente haga en él. En este sentido el campo de la experiencia social es más complejo que el de la cultural. Desconfiando de las clasificaciones, nos cuidaremos de tomar muy en serio esta división, pero reconociéndole provisionalmente cierta utilidad clínica. Y lo cierto es que es notable lo bien que evoluciona muchas veces un paciente como cirujano, cantante, artesano, programador y diseñador en computación, docente, escritor… y lo estancado de sus progresos en el terreno amoroso o en sus posiciones de madre o de padre, o en ser aceptado en su estilo en una institución educativa. El motivo de lo íntimo no nos suena muy convincente por sí mismo, dado que los trabajos de la experiencia cultural comprometen muy a fondo la dimensión más íntima de una persona que, por ejemplo, toca en una banda y es el responsable de sus textos y músicas. Entonces las dificultades hay que buscarlas más por el lado del entre en que se enredan dos o más singularidades que al mismo tiempo ese entre va delimitando. Resta el hecho de que no solemos sentir insoportable la primera de estas experiencias, al contrario de lo que nos pasa a menudo con la segunda o con algunas facetas de esta segunda, ya que hemos demarcado en ella distintos aspectos que no funcionan al unísono en bloque.