Algunas ideas para recomenzar y mantener viva esta disciplina
En la medida misma en que los procesos de la historia no se pueden imaginar como constituyendo una línea ininterrumpida, todo aquello que evoque la idea de nuevo comienzo, recomienzo, vuelta a empezar, relevo precisamente, según el vocabulario de Hegel (Aufhebung), cobra gran importancia, y esto en los más diversos planos que se consideren: en el curso de una vida personal, en la trayectoria de un amor de pareja, en una mutación política dada, en fin, en las vicisitudes de una disciplina. Otro punto de arranque, prefiero esta opción antes que apelar a la noción de “nuevo”, vocablo maltratado por la hiperbólica intensidad propagandística en la que estamos sumergidos hoy. Otro punto de partida, una datación de renacimiento, el trabajo histórico de la diferencia volviendo a acometer.
No es ciertamente el Psicoanálisis una excepción a tal regla. Más aún, diría, otro punto de partida, encontrarlo y seguirlo, es una necesidad bastante urgente para su supervivencia como una disciplina viviente, no sobreviviente prolongándose en prácticas rituales sin producción real de conocimientos, lo que es el caso hoy en día y desde hace bastantes años, de lo que se toma nota hablando vagamente de una “crisis” que lo habitaría pero que nadie parece dispuesto a encarar, acción a la que estoy dispuesto ya desde hace algunas décadas, pero sin concesiones al gatopardismo al que los colegas suelen ser demasiado aficionados.
No se puede instaurar la idea de ese otro sin descartar, por ridícula, la manera pueril de narrar la historia de nuestra disciplina, repitiendo mitos sin examinarlos, una historia de próceres y de desviados, modelo Billiken o discurso patriótico de maestra de la primaria. Una narración donde la figura emblemática de un Freud o de un Lacan se reapropia de todo movimiento conceptual en serio por anticipado. Un resultado de esta política: desfile de jóvenes con hartazgo hacia otros lugares donde existan la psicoterapia y la psicología, desertando de las instituciones psicoanalíticas. Algunos detienen su hégira cuando les suena en los oídos algo diferente siempre que lo sea, pero las deficiencias de la formación –multiplicadas por el manoseo de lo analítico que se practica en diversas Facultades de Psicología en nuestro país, la UBA en primer lugar- los lleva más de una vez a confundirse…y volver a comprar humo.
¿Y por dónde empezar esto que debe ser otro? No se lo puede fijar por un mero acto “racional”, una decisión solo “intelectual” que no tuviera en cuenta acontecimientos teórico-clínicos que han sucedido, aunque no se los aprovechara, ya han sucedido, no sin generar efectos múltiples. Aquí es menester la sensibilidad de un músico cuando se acopla, se ensambla, al grupo en que está participando, cuando le toca el turno de exponer algo personal que se integre al conjunto, tal como ocurre habitualmente en el jazz. No basta con tener una buena idea melódica y rítmica, debe haber sido capaz de que ella floreciera tocada por los que tocaron antes que él en solo. De lo contrario quedaría descolgado y su buena idea, naufragada. Pues bien, siguiendo esa andadura me incorporé a las partituras de Winnicott y me puse a desplegarlas, cuando me parecía necesario, y a proseguirlas con nuevas ideas cada vez que lo sentía indispensable.
Si ahora vuelvo unos momentos la mirada hacia este camino, el cual por supuesto sigue en pleno movimiento, practicaría este sucinto resumen:
– Volver a empezar por el lado de un niño sano jugando en lugar de un adulto neurótico hablando. Mientras el niño hace, ese neurótico en general habla de lo que no puede hacer o de lo que no se atreve a hacer.
– Ese niño no juega solo sino al cabo de un largo proceso en que se fue armando como persona en mezcla con otros, entre otros, y empapado de toda una dimensión de entre por la que ya no responde ninguna persona en particular, como que pertenece a la cultura en que estamos todos inmersos. No existe ningún “individuo”, no porque su inconsciente lo divida sino porque emerge en esa contaminación con quienes lo cuidan, etc. Y estos que lo cuidan a su turno tampoco son formaciones individuales cerradas según el modelo de la mónada de Leibnitz, pues ellos también viven contaminados de muchos otros y de todos esos discursos, figuras, partituras, que componen la existencia humana.
– Lo que jugando se hace es más importante que lo que un juego signifique. El trabajo del analista sufre un cierto desplazamiento: se trata más de intervenir para ayudar a que los procesos lúdicos generen lo que generan que dedicarse a descifrar palabrejas con ínfulas de egiptólogo. Apunta a que un paciente libere su capacidad de hacer y no solo de rumiar sentidos supuestamente ocultos. Por supuesto, el verdadero pensar, que no es girar en círculo vicioso, integra tal hacer. Pero para que algo de esto se consiga es preciso que el psicoanalista se libere de su ancestral miedo a la acción, que también tiene algo que ver con su excesiva disposición a pasárselas sentado todo el santo día.
– Cuando llega a cierta edad es muy común que un analista de niños abandone ese campo de su clínica y se enfoque sólo en adultos o adolescentes avanzados, todos ellos mucho más verbales. A esto lo empuja en el fondo menos consideraciones de edad -de lo contrario, ¿cómo podría ser abuelo?- que su escasa disposición al movimiento -sus fobias al respecto, hablando claro- y el inocultable hecho de que trabajando con niños es mucho más difícil rehuir el encuentro con tanto que uno no sabe, y refugiarse en el vocabulario cómodo y conocido del formato con los adultos y sus consabidas “tres estructuras”; estar con niños todo el tiempo confronta con síntomas oscuros, patologías inclasificables, fastidiosa cercanía con factores genéticos, congénitos, biológicos, nada dispuestos a ceder con interpretaciones del Edipo o de lo que pasó con la mamá deprimida. A la vieja fobia del analista a la acción se suma su formidable fobia al cuerpo en tanto tal, que en nada se apaga ni se disimula con letanías que nos informan de “lo real” del cuerpo. (Este último cliché es ejemplar: como ese “lo real” es imposible por definición nos ahorra el tener que decir algo posible sobre él).
– En definitiva a lo que estoy apuntando -lo descubro al escribir esto improvisando- es que para alcanzar eso de otro punto de partida los analistas deberían cambiar bastante su actitud, su personalidad en las dimensiones de falso self más estereotipadas, más que cambiar una teoría por otra sin cambiar nada su relación con el cuerpo y con el hacer.
No basta con esto, claro, pero no se puede avanzar mucho sin algo de esta transformación que los saque de sus consultorios, aguantaderos de pacientes devenidos bunkers. Una raíz del mal aflora en este punto: en sus dificultades para pensar el mundo “exterior”, en su poca disposición para dejarse interrogar en serio por otros pensamientos, los analistas conciben el consultorio con la misma estructura clausurada con la que Freud y compañía imaginaron el psiquismo: un círculo cerrado, una bola vuelta sobre sí con una superficie insensible (¡¡nada menos que la piel!!), una ameba presta a retirar sus pseudo-podios a la menor contrariedad… Esto explica que se sigan debatiendo con la idea de que el Psicoanálisis llegue, alcance por fin, lo social, como ellos dicen. O sea que creen que no están en él, metidos en él; se imaginan afuera de lo social y como si la teoría que veneran hubiera sido engendrada afuera de ese lo social. Algo así como el engendramiento de Cristo sin coito alguno… Y entonces no van a poder abrirse la cabeza hasta que no hayan logrado abrir sus consultorios y concebir sus fronteras con la vaporosidad de una cortina, y no como el muro de piedra con el que sueña Trump. Como esto debería llevarlos nada menos que a cambiar por completo el concepto de transferencia, entre otros pequeños detalles, la tarea se pinta como de alta improbabilidad.
Pero seguiremos con todo esto en una próxima nota.