por Ricardo Rodulfo
El motivo de lo que es derecho goza de un ancestral peso como significante, por cierto, uno largamente arcaico, que abarca todo lo concerniente al buen proceder, a proceder según el bien, concebido éste bajo el diseño de una línea recta; derecho y recto funcionan en sinonimia. El recto proceder significa el buen proceder, proceder según lo que procede del bien. La andadura del andar derecho es andar en línea recta, sin desviación; la desviación ya supone la intrusión del mal, de algo que por lo menos anda mal.
Esta concepción llega al cuerpo, si no es que emana de él: la mano derecha es la mano del bien, si alguien amerita que lo llame mi mano derecha es porque me ayuda bien a proceder bien. La mano izquierda, en cambio y, por el contrario, fue la mano censurada durante mucho tiempo, aquella cuyo uso se debía reprimir cuando un niño apelaba a ella y no a la que debía, a saber, la derecha. Lo mismo hacer algo por izquierda denota hacer algo que está mal, por afuera de la legalidad y de la moral oficial establecida.
Esta oposición llega hasta el plano mismo de la destreza, cosa también propia de lo derecho, en tanto se dirá de quien es torpe que “tiene dos manos izquierdas”, toda una concepción en la que el buen proceder es premiado también con una mayor capacidad técnica. Con el tiempo un término como virtuoso designará simultáneamente al que obra siempre según el bien, el recto, el derecho, y a quien goza de una habilidad deslumbrante, una virtuosa como Marta Argerich, para el caso, en una óptica en que belleza y bondad coinciden y se superponen
Por este largo rodeo se arribará algunos siglos más tarde a una oposición política donde la derecha estará del lado del orden establecido, de la ley y el orden, mientras que a la izquierda le tocará el de las potencias generadoras de caos, disturbio, desorden. Un largo camino que con el tiempo invertirá los significados; hoy en día en amplios sectores de la opinión pública es la derecha quien carga con la mala fama, la izquierda viste los colores del progreso, de la justicia social… y del derecho mismo como un cierto bien a repartir.
Antes que eso, todas estas corrientes, estos flujos deleuzianos, irán a engrosar el cuerpo del Derecho como gran disciplina encargada de alojar, administrar y producir todo lo que hace a leyes para establecer de una vez para siempre lo recto del buen proceder social conforme a derecho. Así funcionará a un costado y de ladero de la filosofía, tutelado por ella en última instancia, pero con una dimensión y una responsabilidad práctica mucho mayor, ya que debe tipificar hasta los más minúsculos actos de la vida en común, del socius.
En tanto tal, este significante de un significante planeará muy por encima de las derechas y las izquierdas de los juegos políticos. Por eso, se espera que de él emanen los “derechos” puntuales que hoy pululan en las calles de la cotidianeidad. Y me va a interesar detenerme particularmente en el modo en que pienso funciona todo esto, la maquinaria de los múltiples derechos que invocan el Derecho como lo que fundaría su derecho a existir como tales, como derechos. Es éste el punto en que me parece percibir una malformación que alguna vez debería o deberá ser encarada para curar de ella el cuerpo social. Me refiero a una multiplicación, proliferación incesante de los derechos, multiplicación al infinito, ilimitada, y convertida en bandera de reclamo para las más diversas reivindicaciones. En efecto, parecería que todos tienen derecho a reclamar de todo y de anteponer ese derecho que creen tener por encima de todo y de toda otra consideración o de una consideración de algo que no se dejara pensar y clasificar como un derecho más entre tantos otros. Como en cada prevalencia de un significante, hay aquí una palabra perdida. Esta palabra se escribe así: responsabilidad. Nadie habla de sus responsabilidades, en cambio parlotea en abundancia acerca de sus derechos.
Pensemos en un sindicato, por ejemplo. Pero también en una empresa o en los sectores de lo que aquí se llama “el campo”. Ninguno se detiene a reflexionar sobre sus responsabilidades para el bien común, pero se la pasan dando peroratas en relación a sus numerosos e irrestrictos derechos, que en general consideran vulnerados. En un vocabulario más tradicional, hoy algo pasado de moda, dado este festival de derechos en el que vivimos, se hablaba de derechos siempre equilibrados por deberes, lo que suponía un balance más matizado. No obstante, este último término es sospechoso de ser “superyoico”, demasiado próximo a la religiosidad del motivo del sacrificio, por lo que en mi caso preferiría reemplazarlo por el de responsabilidad, así como suplantar al segundo con el concepto de esfuerzo.
El gran peligro ya no latente sino bien actual de todo este giro hacia los derechos es que termina por desalojar cualquier referencia a responsabilidades, que pasan a ser consideradas como vulneradoras de los grandes derechos a los que todo el mundo parece tiene derecho, y eso sin hacer nada, sin mérito alguno especial. Vaya usted a hablarle a los trabajadores de un sindicato o a los capitanes de industria de responsabilidades que les deben concernir, vaya uno a proponerles que en lugar de pensar en sus derechos piensen en sus responsabilidades y consideren sus derechos en la perspectiva de estas responsabilidades, lo que provocaría enseguida un giro transformador… Desconfiarán bien pronto de una tal invitación, como de una que vendría a debilitar sus derechos a hacer cualquier cosa para afirmar sus sagrados derechos.
Veamos más de cerca uno de estos reclamos típicos, y los malos entendidos que genera, como cuando se habla de un “derecho” al trabajo. En verdad, para empezar, el trabajar no está tan del lado del placer, conserva hasta el fin algo de carga odiosa y forzada, lo que lo deja mejor colocado bajo la sombra de responsabilidades de las que no podemos corrernos ni ponernos a salvo legítimamente. Digamos que, en tanto ciudadanos de un país, estamos en la obligación de trabajar, nadie tiene porqué hacerlo por nosotros, sea cual sea el trabajo en cuestión. En el interior de dicha responsabilidad se pueden plantear ciertas cuestiones de derecho, pero secundarias y segundas, derivadas, del ejercicio de dicha responsabilidad. Con frecuencia, esta se olvida y se sobredimensiona el derecho al que se cree, se descuenta, tener derecho. El resultado es una profunda tergiversación y conmoción ética en nuestra vida como comunidad. Por esta malversación, un pequeño grupo puede cerrar el paso en una autopista a miles de personas que circulan para ir a su trabajo, o unos cuantos comerciantes remarcan “por las dudas” haciéndole pagar algo de más a todo el que se aproxima a ellos. Todas cosas en pro de derechos que no tienen ningún tipo de límite establecido. Unos se arrogan el derecho a mandar a la calle a la gente para defender su derecho a ganar muchísimo dinero, en la circunstancia que fuere, otros exigen que su lugar de trabajo los mantenga, aunque hagan mal su trabajo, aunque no haya trabajo, etc. todo por su inviolable derecho a que no se les moleste para nada y sin ninguna referencia a sus responsabilidades para la vida en común.
En este punto hay que reconocer que el marxismo clásico tenía unos principios éticos superiores: había que ganarse trabajando los derechos, con una tolerancia cero para vagos y mal-entretenidos, que no podían esperar subsidios que se prolongaran indefinidamente sin preocuparse por ponerse a hacer alguna cosa. Entre nosotros, el funcionamiento descripto hace a que, paradójicamente, a la vez que falta trabajo, faltan trabajadores cuando uno los necesita.
En verdad, pienso que la única excepción en este terreno es la de los derechos que bautizamos como derechos humanos. Este derecho es el que puede reclamar para sí una dimensión de universalidad, porque nadie puede ser privado del derecho a no ser torturado o a que no lo desaparezcan. En todos los demás casos, el primer acento debería recaer sobre las responsabilidades que implica la vida en sociedad, pasando al rubro de los derechos solo después de esta primacía del motivo de la responsabilidad. La gente más sencilla abunda en anécdotas donde impera la vagancia o el tipo de personaje que bautizamos “chanta”, un vocablo propio de nuestras latitudes. Por supuesto, en los casos en que esa gente no por sencilla le esquiva el bulto a sus responsabilidades, y llama la atención con qué frecuencia cuando esta gente es trabajadora diagnostica un síntoma social de “no quieren trabajar” en muchos de sus vecinos de clase, algo que incita a prestar más atención que si un tal diagnóstico partiera de los labios de alguien de clase más acomodada, donde sospecharíamos una actitud prejuiciosa, un apriorismo. Cierta sabiduría del sentido común merece respeto, cosa que le cuesta mucho a los “progre” del tipo de lo que en Buenos Aires denominamos cultura “psicobolche”, dispuesta a escuchar a un trabajador si habla mal de un patrón pero reluctante a seguirlo cuando juzga con severidad a personas de su misma condición, lo que es demasiado para sus propios prejuicios.
Por otra parte, se podría invocar toda una mitología argentina donde es propio de los “vivos” –obsérvese el motivo de la vida aquí- el eludir trabajar, sea cual sea su procedencia y pertenencia social. El vivo no trabaja, esto es cosa de lo que en el argot delincuencial se llamará asunto de giles: solo estos giles trabajan. En la década del 40 del siglo pasado, Isidoro Cañones, el padrino de Patoruzú, será todo un emblema de esta viveza del porteño, que vive al indio provinciano, rehabilitando la dominación del blanco sobre el indígena ingenuo. Se buscaría en vano en historietas de otros países este tipo humano, tan interesado en evadirse del mundo del trabajo. Por ejemplo, el trabajador norteamericano aparecerá caracterizado por sus limitaciones y su angostura imaginativa, alguien que nada tiene de “vivo”; cumple con su trabajo del modo más rutinario posible, no se le puede pedir nada de inventiva personal, nada de atar con alambre las cosas para que funcionen. pero lo importante además es que estos vivos se sienten con todo el derecho a serlo, no en infracción respecto a una ética social. Tienen todo el derecho a no querer trabajar y a no trabajar, por consiguiente. No son infractores, son ejemplos de picardía idealizada. “Si el trabajo es salud, que trabajen los enfermos”, dirá un viejo slogan chistoso. Isidoro es subsidiado por su ahijado, Patoruzú, que tampoco trabaja, por otra parte, pues –invirtiendo la historia real- es un estanciero patagónico hijo de un cacique. Por lo tanto, le asiste también el derecho a no trabajar. Transcurren en pleno peronismo, en la época en que los argentinos se salvan de cualquier malaria con una buena cosecha que cae como del cielo, cuando Dios todavía es argentino. Todavía en la década del 70 Perón podrá afirmar que “Somos los ricos del futuro”, una profecía que anula la dimensión del trabajo que exigiría llegar a ser rico –algo que, en Estados Unidos, valga el caso, se remarcaría en negro sobre blanco, muy acentuadamente-, esa condición, la riqueza, nos llegará sin esfuerzo alguno de nuestra parte, es parte de nuestra esencia de argentinos vivos. Y tenemos todo el derecho de esperar el cumplimiento de esta promesa paradisíaca. Se la reclamaremos al Estado, que debe proveernos. Incluso sin pagar impuesto alguno, que es otro derecho habiente, nada de pagar nada. En 1987 Lavagna podrá decir que los argentinos quieren vivir como en París, pero pagando impuestos como si vivieran en Kenia o en Uganda. O sea que también los que más poseen se remiten a la cultura del subsidio, y no solo los más pobres o marginados. Todos tenemos derecho pleno al subsidio, por eso mismo se enfurecen los estudiantes si se insinúa pagar algo para asistir a la universidad. No les importa que terminen por pagar esta gratuidad los que no tienen como ir a esa misma universidad, que no tiene becas para ayudarles. Todos tenemos el derecho a todo y gratis.
Después de 48 años de carrera docente estoy en condiciones de decir que la experiencia como profesor, en particular con estudiantes y colegas con pocos años de egresados, es una de las más apasionantes de mi vida, gracias a ese contacto tan vivificante con la juventud en el que uno tanto aprende y aprende a pensar, a beneficiarse con las preguntas y las observaciones del otro, toda una inmersión antirutina, siempre que se la sepa aprovechar. Además, pocas cosas más estimulantes que asistir y. en la medida de lo posible acompañar, ayudando al despunte de un talento emergente. Pero, en contraste, debí registrar un número mucho mayor de estudiantes y colegas recién egresados que solo quieren una carrera fácil y ante todo leer lo menos posible, con una suerte de fobia al libro que se traduce en su demanda de fotocopias -demanda sostenida por la complicidad de muchos docentes- cuya aspiración se limita a recibirse cuanto antes para perpetuar una conducta profesional muy poco responsable, colegas que no se analizan ni supervisan su trabajo, o lo hacen con cuentagotas, sin invertir en su profesión, ni dinero ni alguna otra cosa menos palpable pero decisiva, como la actitud intelectual y ética. Pero eso sí, seguros de sus numerosos derechos, y para nada preocupados porque la carrera que estudian se jerarquice en lugar de desprestigiarse. Hacen lo posible para esto último, nada para lo primero. Los libros siempre les parecen caros, aunque uno pesca indicios de que su condición económica no es tan mala como parecería a la luz de su comportamiento. En una ocasión en que formulé una observación crítica al respecto, diciendo que debían dedicarse solo a ver Neflix, me contestó un estudiante que no pertenecía a ese grupo, suspirando: “¡Si por lo menos vieran Neflix!”
Con estos elementos en la mano es que postulo la hipótesis de que derechos sin responsabilidades, tomar como punto de partida los derechos y no las responsabilidades, es una mala idea, una mala idea que fomenta prácticas nocivas y colectivamente deteriorantes.
Pero la gran fuente de apoyo a esta hipótesis la provee la experiencia clínica. 51 años de ella me enfrentan con configuraciones bastante recientes -no mucho más de una década, la última- en la presentación de niños por los que se consulta -una imposible de hallar en las anteriores-: chicos que ya antes de la edad escolar rocían con insultos groseros a su madre –y el padre no siempre se salva de la agresión-, a sus maestras de jardín, a la par que golpean a sus compañeros de salita, patean puertas con tal furia que las rompen, arrojan de todo por doquier, todo esto en medio de una catarata de palabrotas no se sabe aprendidas dónde. Estas conductas se mantienen a lo largo de toda esta primera década de su vida, con especial predilección en hacer blanco en la madre. A veces se detienen ante el padre, o disminuyen la carga del ataque, pero esto no es una regla segura. Digamos que la barrera entre mayor y menor no la sienten como algo que los detenga, sea por miedo o por respeto. Explícitamente suelen burlarse de ella, desconsiderarla. En algunos casos, por ejemplo, con los padres viviendo separados, las hermanas de un varón, aún mayores que él, le temen, porque saben que la madre no puede detenerlo, al contrario, sufre el mismo trato. Los de mejor pronóstico se arrepienten y sienten culpa después de pasado el ataque de furor; piden perdón, pero la reincidencia es indetenible. Otros parecen inmunes a todo acto de contricción, como si ya se diera en ellos un hardening precoz, o se atrincheran en actitudes paranoides, con interpretaciones conspirativas en las que acusan a los demás por lo que hacen. En todo caso, no existe reflexión perdurable. Tampoco la sanción social -no ser más invitados por sus pares, ser aislados de los grupos, no aceptados- les hacen mella., lo que es grave, pues falla una regulación “natural” que le confiere poder a un grupo de pares para educar a su manera a un congénere, una intervención a menudo tanto o más eficaz que la de la familia, incluso más que la “famosa” intervención paterna. Es de notar que la variable académica se mantiene relativamente independiente: en no pocas ocasiones pueden ser alumnos brillantes, en otras su violencia arrasa también con su rendimiento cognitivo, pero en los del primer grupo la inteligencia académica no incide en absoluto para mejorar las relaciones con los demás. Existen también casos donde esa violencia no trasciende del círculo de su hogar, manteniéndose el chico totalmente diferente en el resto de su vida cotidiana, circunscribiendo su conducta hostil y explosiva a los vínculos familiares, algo que merece un mejor pronóstico que cuando la situación no conoce reparo alguno. Este último grupo lleva a valorizar las sesiones familiares, parciales o globales, más que limitarse al tratamiento individual convencional.
De acuerdo al grado de inteligencia alcanzado por estos niños y al desarrollo de su capacidad para verbalizar no nos sorprenderá encontrar explícitas reivindicaciones que apelan a sus derechos como niños. Uno de estos chicos hasta amenazó a sus padres con denunciarlos al asterisco 911 o a demandar por su cuenta la zona de exclusión de acercamiento, algo asombroso porque en su familia nada había de violencia física hacia él ni tampoco de maltrato psicológico; se trataba pues de una manipulación fraguada por él mismo. Y estaba bien al tanto, bien informado, algo que retorna en otras presentaciones. Lo que contribuye a paralizar a los padres, sobre todo si el chico fabula en la escuela que lo maltratan, lo que hará que la institución cite a los atribulados familiares. He debido a veces aclarar personalmente que no era como el chico lo denunciaba, y no fue la primera vez que me tropecé con chicos aficionados a denunciar. Es una conjetura aceptable que algunos de ellos elijan la senda del bulling para saciar su deseo de atormentar a otros, grandes o pequeños, montados sobre sus intocables derechos.
Esta intocabilidad de los derechos caracteriza todas y cada una de las situaciones y constelaciones que vengo enumerando más o menos exhaustivamente. Un derecho incondicional que no sufre mella alguna por el comportamiento de quien lo detenta. Por eso me detuve a señalar que solo en el caso de los derechos que llamamos humanos esto es admisible y legítimo. En particular, se arrogan el derecho de cuestionar totalmente el derecho de otros a ejercer autoridad en relación con ellos, los privilegiados. Paradójicamente esta manera despótica de tener derecho priva a los demás de todo derecho, hasta el de defenderse de ellos y sus permanentes abusos. La clásica figura psicoanalítica de la omnipotencia queda pálida y débil frente a este despliegue con tan elevado deseo de dominio. Pues, al final de cuentas, es el derecho de dominar irrestrictamente lo que se afirma una y otra vez. Sin el menor atisbo de alguna responsabilidad que refrene este dominio que se quiere incondicional. Más que una ausencia de ley –un caballito de batalla psicoanalítico muy limitado y ya anacrónico- lo que en todo este funcionamiento se pone de manifiesto es la ley que enuncia un deseo de dominio absoluto, irrevocable.
Lo reencontraremos ensanchado en actitudes típicas en los adolescentes, que reclaman canilla libre y porro libre, pero sin contraprestación alguna: ni siquiera poner la mesa o colaborar en alguna otra faena hogareña, para no hablar de la tan habitual apatía académica de la que se hace gala. Se naturaliza – y no solo por parte de ellos- la simultaneidad de un reclamo de libertad total -reinterpretada aquí como una que consistiría en no estar sujetos a nada- con una des-responsabilización radical según cuya lógica nada se debería esperar de ellos a cambio.
Uno de los malos resultados de esta posición es la desaparición de la negociación, un concepto que introduce muy oportunamente Daniel Stern para pensar la dinámica de las relaciones intersubjetivas en el seno de la familia, así como en otros espacios. No hay mesa de negociaciones, dado que una de las partes se considera a sí misma con derechos intocables… y la otra parte cae en la trampa de así también considerarlos.
Y esta última es una muy espinosa parte del problema. En Buenos Aires por lo menos, y en otros lugares del país donde su cultura ejerce influencia, la población adulta en términos generales -al menos si no está muy marcada por tradiciones seculares en retroceso- campea una ideología que empapa la relación con los chicos y con los no tan chicos, que resuelve como puede la cuestión del “progreso” cediendo sistemáticamente a todo empuje de aquellos hacia donde quieran dirigirse. Es invertir, procedimiento típico, el autoritarismo patriarcal de antaño para instalar uno en manos de los niños y los adolescentes.
Pequeñas muestras de ejemplos son iluminadoras en su misma pequeñez: unos padres pueden argüir que si el chico no quiere venir a terapia no hay derecho alguno a traerlo, confundiendo el derecho del chico a decir que no quiere venir con el derecho a no venir, lo que lo obliga a cargar con una responsabilidad de la que todavía no puede hacerse responsable. O escuchamos a una madre preguntarle a un pequeño de tres años en un lugar de recreación “qué quiere comer”, como si el chico estuviera en condiciones de legislar sobre su propia nutrición. Por supuesto, esta conducta propicia innumerables fobias y manías alimentarias a granel. Aquí son los padres quienes se deslindan de asumir responsabilidades, aduciendo su derecho a criar a su hijo como les viene en gana, sin ninguna “bibliografía”, por así decirlo. En las nuevas problemáticas sexuales y de género contemporáneas, esta desaprensión induce a tomar al pie de la letra manifestaciones del chico que no pocas veces pueden ser fantasías transitorias a las que hay que dar tiempo para ver lo que pasa, en lugar de correr al médico para iniciar complicados tratamientos.
Esta misma política desprotege a los chicos metiéndolos de lleno en problemas propios de sus padres, sean económicos o íntimos. Y se fracasará ruidosamente en toda planificación de la vida cotidiana que reserve para los hijos cierto tipo de responsabilidades bien a su alcance, pero que requieren autoridad. Una total falta de firmeza matizada con arrebatos temperamentales que prometen sanciones que duran lo que un suspiro… También nos sorprende que un padre se haga cruces tras una sesión conjunta con su hijo porque el analista le marcó a éste algo relativo a lo que en el marco de un consultorio no se puede hacer, a veces ni decir, como si tal acto supusiera un enojo actuado por aquel, un exceso de severidad… O bien alguno de los padres se enoja mal por el enojo del otro cuando la situación largamente lo justifica, tratándose de una desmesura del chico. Pero todo sería “tratarlo mal” en el marco de una concepción que desearía siempre para el chico una posición privilegiada.
Es como si para esta gente aquel slogan de “Los únicos privilegiados son los niños” hubiera sido tomado en serio y no como un significante propagandístico más que de efectos en lo real. Visto y considerando el peso político del que acuñó la frase, así como la inteligencia política que demostró poder poner en juego, vale la pena detenerse un poco aquí. No para situarla como el origen de toda esta problemática pero sí para interrogarse sobre el hecho de que tal dicho pudiera ser formulado y volverse lugar común. En todo caso, exhibió un efecto parece sobre la clase media, que es el principal exponente de todos estos desarreglos que terminan por ocluir la emergencia del sentimiento de responsabilidad. En las otras clases no parece haber tenido similar efecto. Pero es esta la clase, precisamente, que está dominada por el deseo de aparecer como “progresista”, mientras que en las otras el conservadorismo puede seguir prevaleciendo hasta cierto punto.
Ahora bien: si al derecho lo eximimos de toda ética de responsabilidad el saldo es la violencia, de mil maneras. El mismo Perón nos provee de un enunciado más feliz: “Los hombres son buenos, pero vigilados son mejores”. Si no nos gusta cierto tugillo ligado a ese “vigilados” lo podemos cambiar por “regulados”, un giro que ningún psicoanalista rehusaría si tiene algo de sensatez. Ya vigilar concernía a una acción para que la responsabilidad no se esfumase de la conducta de esos hombres “buenos”, puesto que en realidad la ironía de la frase radica en que no cree en esa bondad espontanea que surgiría de la nada, sin que nadie hiciese nada, como lo demandan tantos adolescentes.
Esta regulación es un término tan clave como más arriba el de negociación: la misma experiencia cotidiana de vivir en nuestro país nos enseña que de poco sirve prescribir leyes cuando de lo que se trata es de introducir pequeñas y mínimas pero reticulares regulaciones que envuelvan la existencia desde adentro en lugar de, como lo hace una ley, mirarla desde afuera. No debemos seguir adelante sin hacer ingresar otro factor decisivo para este mal estado de cosas; no es otro que lo que Winnicott llamó, lúcidamente, sentimentalismo, una actitud que colorea la concepción de las relaciones humanas excluyendo nada menos que la propensión a la violencia que es tan inequívoca y tajante, y que no depende solo de variables como la extrema pobreza o la injusticia, considerando que a cada instante nos enteramos de terribles violencias que no responden a estos parámetros y sí a una gratuidad del mal; la maldad no es solo banal, también gratuita. Y nuestros parientes no están excluidos de ella por serlo. Gobierna hoy una tendencia a suponer que el niño está exento de maldad, y que de contraerla sería culpa del factor ambiental. Demasiado ingenuo, demasiado simple. Tratar bien a un niño no garantiza ni vacuna contra ese virus demoníaco, para el que prefiero reservar el vocablo maldad y no ceñirme al de sadismo, principalmente porque introduce la dimensión patológica y por eso puede servir de pantalla cobertora de aquella maldad sin otro objetivo que ella misma, sin renta, sin utilidad ni beneficio, y sin más sentido que tapar el hueco vacío del sinsentido radical. Precisamente limitarse a hablar de sadismo ofrece una explicación razonablemente clara invocando, por ejemplo, las teorías de Freud acerca de las fases de la libido, lo que opaca lo opaco del enigma que plantea la percepción de una maldad desnuda, para cuyo develamiento de poco sirve la remisión a una hipotética “naturaleza humana”. Dejémosle al misterio su misterio. Aquí el peligro del significante, su fácil uso para ofrecer claves con palabras engañosas que nada aclaran, como cuando se apura la marcha para apelar a la “perversión”, fingiendo que con nombrar algo así se esclarece lo inexplicable que nos desgarra cada día apenas hojeamos las noticias.
El reciente asesinato de un chico de 19 años a manos de un grupo de once rugbiers, nos interpela nuevamente. Y aquí no se puede invocar la miseria, el desempleo, ni a Macri, ni a Cristina, ni nada. No era una banda de chicos de la calle, resentidos y famélicos, que tanto gusta a quienes se conforman con explicaciones “sociológicas”. No eran inmigrantes clandestinos analfabetos. El rugbby es un deporte caro, exclusivo. Pero se sintieron con todo el derecho de hacerlo y de la manera más cruel, y luego se fueron a dormir…
Este relato espantoso promueve un acercamiento a otro punto de importancia: el del juego. Estos violentos jóvenes son jugadores, en el plano del game, del juego de reglas, lo que precisamente fracasa estrepitosamente en el episodio que evocamos. De lo que deberían introyectar de un tal deporte nada queda, ni disciplina, ni autocontención, ni obediencia a las reglas, y menos aún una ética reguladora del comportamiento social, cosas todas estas que se adquieren precisamente a través del jugar en sentido amplio. Desde la concepción del jugar que venimos sosteniendo hace varios años, ya décadas, le asignamos funciones que los analistas tradicionalmente han remitido a una confusa noción de ley, muy formalista y abstracta, además, lo que limita su valor clínico. En cambio, el del juego es un camino para nada hecho de consignas abstractas e impersonales. En más de un orden de cosas es jugando que se configura la normatividad y el vínculo con ella, el tenerla en cuenta. Esto quiere decir que donde prima la violencia descarada, desenmascarada, está fracasando una función fundamental del jugar en sentido amplio. Pero al revés, no hay que atribuir esto al predominio de alguna brutalidad primitiva ajena a la simbolización, porque es la emergencia del jugar lo verdaderamente primigenio, por la misma activación genética de su potencial. Cuando él fracasa, se instala una bestialidad que viene después y no estaba antes. Por eso mismo no son los animales los bestiales sino este extraño animal que es nuestro sapiens. Si nos detenemos un poco en el bárbaro enfrentamiento en Gessell que acabó con la vida de Fernando no dejamos de encontrar una ramificada retícula de juegos entre varones donde la pelea como juego tiene un papel central, no sin que a veces se vaya la mano, pero sin salirse del plano del jugar y del deporte; tantas luchas y forcejeos, trompadas más anunciadas que efectivas, empujones, tiradas al piso, etc. En el episodio esto cobra un cariz grotesco y como una deformación monstruosa de un verdadero juego placentero; a los varones les encanta el calor y el fragor de la lucha, aquí toman su sitio toda una pluralidad de deportes. Con la salvedad de que en la práctica de un deporte cada uno se hace responsable del cuerpo del otro, punto nodal totalmente fallido en el episodio del asesinato en que nos estamos apoyando para pensar.
Y tan nodal es, que se entiende que aquí los chicos no hagan pie: un chico, niño o adolescente, bien puede sentir culpa, y hasta mucha, demasiada, pero en lo que flaquea y todavía no llega es a asumir y poder sostener una posición de responsabilidad sostenida, de donde se concluye que en este punto flaco reside la peligrosidad de las violencias tempranas, como cuando la guerrilla nicaragüense les encargaba la sombría tarea de ser ellos quienes se ocuparan de torturar a los prisioneros. Se aprecia el valor de la significativa diferencia que Winnicott trazó entre la culpa y la responsabilidad, confundidas en una en Melanie Klein.
Y se aprecia por idéntica razón la muy mala maniobra “educativa” de los padres, así como de otras instancias sociales cuando fogonean los pretendidos derechos de los chicos propiciando una estructura en la que estos quedan desvinculados, disyuntos, de la gran cuestión de la responsabilidad y su desarrollo, algo que debería estar firmemente articulado. Se acostumbra a los chicos a esperar que todo se les dé por su mero ser-ahí –una extraña concepción del Dasein-, a que no tengan que hacer nada para tener de todo. Es este el verdadero punto problemático del consumismo, no el consumo en sí sino su desvinculación de cualquier proceso de responsabilización progresiva.
Por el mero hecho de ser hijos, los padres les amontonan en sus cuartos toda clase de objetos sofisticados de los cuales las play stations son un emblema, independientemente de que estos chicos nada hagan en su escolaridad ni en su propia casa que anuncie una toma de conciencia paso a paso de un giro ético que se desprende de la mera posesión por agarrar cosas, estilo deambulador, para que advenga el hacerse responsables de sus acciones y de las consecuencias de estas para ellos y para los demás. Padres que dejan celebrar previas delante de sus narices, que es como fomentar una paulatina inserción en hábitos adictivos a su turno estimuladores de las peores violencias. Violencias que por estos caminos no van sino a continuar creciendo y devastando la convivencia y la solidaridad entre las personas de toda edad. Padres que se comportan con una indulgencia criminal, en particular respecto del cuidado con el deseo de ser grandes de sus hijos, un deseo que no se nutre inflándose con la satisfacción de demandas que le procuran al chico la sensación de que ya todo es, todo él es sin esfuerzo alguno, de que ya está, aunque esa sensación dure poco y exija la repetición.
La lesión en la adquisición de la capacidad para esforzarse, para un esfuerzo independiente de las “ganas” pero no del deseo de ser grande, que para desarrollarse necesita imperiosamente deshacerse de las ganas como circuito corto de realización inmediata, es una de las peores consecuencias de esta política de derechos a rajatabla sin responsabilidades implicadas. De ahí la frecuencia en ascenso de consultas por niños que no han adquirido esta capacidad, cuyo indicador más evidente es la imposibilidad de hacerse cargo de las tareas escolares, esa novedad que introduce la escuela primaria, contrariamente al esfuerzo que uno detecta en los juegos de un niño que se desarrolla más en salud, y que por lo tanto se mete en juegos que requieren de mayor laboriosidad o directamente mucha laboriosidad. Pensemos en un niño encarando la construcción de un puzle de una gran cantidad de piezas, lo que le demanda concentración, paciencia, esfuerzo capaz de sobrevivir a las pequeñas frustraciones que se van sucediendo durante el juego. En contraste con esta actitud asistimos a niños que no consiguen ni terminar en sesión un dibujo relativamente sencillo para su potencial de capacidades inutilizadas por esta complicación que trae el rechazo de todo esfuerzo sostenido.
Cierto que los padres se han quedado sin lo que fue un arma fundamental para la crianza de sus hijos: el miedo que estos les tenían, miedo que fluctuaba entre lo fantasmático y lo real, expresado por ellos con frases muy típicas como aquella de “¡Si no me saco una buena nota en mi casa me matan!”, que antes resonaba con frecuencia. El mismo miedo a la pérdida de amor, con una intensidad notoria, se ha debilitado, y era un instrumento muy útil para los padres de anteriores generaciones. Un chico me decía en sesión, refiriéndose a la expectativa de castigo que podía esperar, “¡¿Qué me van a hacer?!”, satisfecho de su seguridad al respecto, que lo liberaba de persecuciones o culpas haciéndolo sentir invulnerable a la medida de la impotencia que figuraba en sus padres. Es que, privados de estos recursos y sin recambios alternativos, los padres transmiten también al niño –además de manifestarlo en las entrevistas con nosotros- una tal impotencia y sensación de carecer de toda autoridad, a menudo mal reemplazada por estallidos de violencia estéril. La idealización de los hijos ha minado su posición dando lugar a la creencia en los derechos sin límites de que estos gozarían, en tanto que sienten que han flaqueado y disminuido los propios. Esa percepción les suele provocar una regresión en la que el propio sentimiento de responsabilidad se debilita y buscan refugio en el campo de los profesionales a quienes acuden a pedir ayuda, con la demanda implícita de que estos sí habrían retenido la autoridad suficiente para poner en caja a sus intratables hijos.
Por su parte no faltan en las instituciones escolares y en otros diversos espacios complicidades con esta idea de derechos sin responsabilidades en relación con nuevas políticas dirigidas a los niños y a la adolescencia: nos encontramos, por ejemplo, con lo que algunos han llamado “la psicopedagogía compasiva”, que parece suponer que todo esfuerzo demandado al alumno devendría traumático, así fuera el de aprender una ortografía correcta o estar expuesto a evaluaciones que lo harían compararse con sus pares. Los derechos de los alumnos a no estudiar se remontan hoy en día hasta la misma universidad, en particular en algunas de ellas y en algunas carreras, entre las cuales, por desgracia, no falta la de Psicología. La sustitución del libro por la sumaria fotocopia es un exponente de esta situación. En general, los Centros de estudiantes avalarán con entusiasmo estas políticas y, al estilo de muchos sindicatos, reclamarán siempre una debilidad creciente de las responsabilidades de los profesores, no con los estudiantes sino con la comunidad que los contrata para que se hagan cargo de su formación. Así se engendra una des-responsabilización en cadena, ya que los profesores prefieren la popularidad y la falta de conflictos por encima de todo.
Agregaríamos que este proceso que hemos enfocado sobre todo en relación a la niñez y a la adolescencia se extiende como una mancha de aceite expandiéndose por toda nuestra sociedad. Para ejemplo: en las llamadas políticas de género el acento, como era previsible, cae sobre la reestructuración necesaria y justa de los derechos de la mujer, solo que, una vez más, este reclamo se malogra o desvirtúa en parte al nada decir ni llamar a reflexión acerca del paralelo proceso no menos necesario de repensar las responsabilidades de aquella en la nueva configuración de la sociedad en la que vive. El resultado es generar un vacío donde solo se mencionan los derechos, lo que favorece que no pocas mujeres aprovechen la situación para no hacer nada y vivir de los hombres a los que expolian, toda una violencia de género, dicho sea de paso, practicada por mujeres que nada tienen que ver con genuinas militantes feministas ni con otras que aspiran a quebrar un largo sometimiento, no a servirse de él. Prácticamente en cada sector que visitemos hallaremos problemas análogos invariablemente originados en la consideración o desconsideración o exclusión del tema de la responsabilidad. Y ocurre que pocas cosas son tan elevadas en el plano cultural como ésta, pocas mejoran en tan gran medida la vida cultural de una sociedad.
Mi hipótesis es que en esta abdicación reside buena parte de la repetida malogración del destino de nuestro país, de sus notables discordancias entre su potencial y sus niveles de realización colectiva, tan pobres por más que nos sobren individualidades talentosas y espíritu creativo e inventivo.
En suma, parafraseando a Goethe y a Derrida, cuando nos muestran como hay que trabajar para apropiarse de una herencia que no se podría limitarse a ser recibida pasivamente, diría a mi vez que los derechos lo son cuando los ganamos, cuando hacemos algo responsablemente para ganarlos, en lugar de esperar nos los regale alguna figura providencial. Y no los ganamos si no actuamos en una dimensión de responsabilidad intransferible. Si no lo hacemos según este protocolo se malogran como tales, se disfrazan de privilegios injustificados e inestables, que terminan enfermando el funcionamiento social en su conjunto, además de a personas individuales o grupales.
Descargá la versión en pdf de “Revés de los derechos y su efecto en la relación con los niños y los adolescentes”