por Ricardo Rodulfo
La “liberación” no es la libertad. Volvemos sobre lo que la frase de una mujer que cree en el amor suscitó de reflexión.
“El sexo se ha vuelto tan fácil que el amor se ha vuelto difícil….”
Los pacientes, y no necesariamente los más cultivados, también aportan e inspiran ideas “teóricas”.
Por de pronto se dibuja un potencial antagonismo entre sexualidad y amor, o amorosidad. Nada difícil encontrarlo materializado, por ejemplo, en parejas que hace rato han dejado de amarse pero que siguen con ardiente piel entre ellos. Y lo mismo a la inversa, parejas que se aman hondamente, aunque su deseo esté en extinción, por razones que pueden guardar escasa relación con su lazo, razones íntimas de cada uno de ellos, virajes de la edad que se atraviesa, necesidades sexuales que nunca fueron demasiado perentorias… la lista es larga, abierta. Librado a sí mismo el deseo sexual en sí es impersonal; mientras que la amorosidad siempre aporta un elemento personal en la medida en que se entabla con ella algo personal, por transitoria que sea la relación y aunque no se llegue propiamente a amar integralmente a otra persona. Es lo que hace que algunos hombres nunca busquen a una prostituta, por más nómade que fuere su deseo.
Ahora bien, la repetida proclamación de liberación del género femenino -a menudo en tonos excesivamente propagandísticos- ha hecho pasar desapercibida la frecuencia con que, a horcajadas de tal “liberación”, muchas mujeres se someten a una apertura sexual que en el fondo no les copa demasiado, porque en el fondo, como en la superficie, es la liberación del otro para disponer de ellas como un objeto casi autoerótico, cuando no perverso por la desubjetivación que apareja a la mujer así “liberada”. Es toda una contradicción, ni resuelta ni planteada, en relación con genuinos procesos que se vienen dando para una equiparación de mujeres y varones en diversos planos de la vida socio-cultural. Es cierto que hay mujeres depredadoras, tal cual muchos hombres, pero no parece que fueran mayoría. También existen hombres que no desean en absoluto sexo a la primera, sexo porque sí. Su sensibilidad es más afín a la que parece regir a la femineidad a grandes rasgos.
Del mismo modo que hace no tanto tiempo salimos de una época ingenua en que se dio por sentado que la ciencia traía progreso y nada más que progreso, sin poder todavía percibir nada de su contracara destructiva hoy tan patente, algo similar ha ocurrido con diversos procesos que en principio suenan como democratizadores, liberadores. Lo son, pero no hemos ni comenzado a efectuar el inventario de sus consecuencias, en particular aquellas nada positivas. Se dio por sentado con similar ingenuidad, muy propia de “izquierdas” y “progresismos”, que tales procesos liberadores, en apariencia desujetadores, sólo podían acarrear mejoramientos subjetivos y sociales y no, valga el caso, un deterioro de lazos donde prima el afecto, la ternura, la amorosidad, el cuidado por el otro, el respeto por la diferencia. Uno de los resultados de tal des-percepción fue un aumento de la manipulación sexual a mujeres en otros tiempos algo más protegidas al respecto. Habrá que evaluar con tiempo y con cuidado hasta qué punto le sirve a una mujer una liberación que la priva o le vuelve aún más arduo alcanzar el amor e integrarlo a su cotidianeidad. El aumento y/o el registro más acopiado de la violencia contra las mujeres en el seno de sus hogares como en tantos otros lados es otro indicador de una problemática que cierta fe positivista, en un supuesto sentido de la historia como historia siempre de liberaciones, no permitió captar y sopesar.
Asimismo, parecería que hemos confundido liberación con libertad, cierta clase de liberación cortoplacista y de metas inmediatas con la libertad como ejercicio de decisiones existenciales cuyas condiciones de posibilidad no son un asunto menor. Ciertas liberaciones generan adicciones antes que un incremento de la libertad para pensar y para montar proyectos menos efímeros, con otro grado de valor cultural. Retomando un concepto poco estudiado de Winnicott, las liberaciones de factura conductista (el sexo como práctica de “habilidades sociales”) no forman parte de lo que aquel pensó como experiencia cultural, precisamente porque la designaba así para desmarcarla de la freudiana y positivista experiencia de satisfacción, cuyo ejemplo prínceps invariablemente ha sido la boca del bebé hundida en el seno materno. Lo mismo podría ser el pene introducido en una mujer cualquiera, reducida a la condición de mujer cualquiera. En contraste, los juegos y las difericiones e invención de rituales y ceremonias del amor constituyen auténticas experiencias culturales.
Es una interrogación fuerte porque es como poner en duda que el mero hecho y ejercicio de derechos civiles nos mejore como seres humanos. De hecho, coexiste con la mayor violencia destructiva potencial de todos los tiempos. Y ya no el “hombre nuevo” soñado por el Che Guevara, sino, a secas, el hombre “mejor”, no aparece por ninguna parte. Por más que nos llenemos la boca hablando de democracia y de derechos humanos. Estoy queriendo soportar una paradoja: es decir, estas últimas cosas no son meras falacias ni mucho menos, pero no deberían cegarnos para los efectos negativos y hasta destructivos de tantas liberaciones presuntas y cantadas. Tal vez sea cierto que vivamos más libres, pero es muy dudoso que podamos proclamarnos mejores.
Y que el amor se haya tornado más difícil aún, es no un indicador del montón.