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      Demoduras

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      Acerca de las democracias, sus problemáticas y la importancia de abrir interrogantes allí donde hay creencias

       

      Escribía hace poco, en mi Facebook, un pequeño artículo respecto a cuál parecía ser el problema capital de las democracias en nuestro tiempo (frase excesiva, ¿es que hay un “nuestro” tiempo? ¿No es esa una peor ilusión?), y concluíamos en señalar que, paradójicamente, el punto débil o más vulnerable se situaba en el acto del voto, ya que -agregaba yo- “la gente vota cualquier cosa”. Un año electoral, y en medio de circunstancias no poco dificultosas, merece, estimo, proseguir el curso de esas primeras ideas que allí esbocé, basándome siempre en algo que hoy casi todo el mundo acepta, la crisis de la democracia, esa preciada joya de la cultura occidental, extendida hoy más allá de sus móviles fronteras.

       

      Para ello volveré sobre una distinción bastante reciente que hacen historiadores y politicólogos, muy difundida aquí hace ya un tiempo por Horacio Verbitsky: la que sería necesario establecer entre gobiernos democráticos y gobiernos elegidos, meramente elegidos; una distinción inexistente en otros tiempos. Hoy se ha vuelto bastante corriente, pero nadie parece haber adelantado mucho en sacar consecuencias de ella, ya que no se gana gran cosa con repetirla. Vale la pena, entonces, hacer el esfuerzo de pensarla: en efecto, parece poner el dedo en la llaga, porque el “elegidos” implica el acto de votar y su insuficiencia para sostener sobre sí el armazón de algo que se justifique denominar democracia, contra una idea corriente -y banal- de que en ese acto se hallaría la “esencia” de la democracia.

       

      Pero entonces, ¿dónde situar una tal “esencia”? Seguramente en ninguna parte que haga de centro, si nos atenemos al rechazo que la filosofía desde hace bastante ya siente por esa noción; la democracia ganaría pensada como un dispositivo descentrado, atópico, incómodo con un “al pie de la letra” que no hiciera nada por captar su espíritu, irreductible a formalidades protocolares institucionalizadas, entre las cuales descuella el llamado a votar.

       

      Tampoco sería fácil tirar el votar por la borda como mero desecho descartable, pues el que no sirva de fundamento no es lo mismo que pretender que no sirva para nada, sobre todo si no sabríamos por ahora con qué reemplazarlo. Y, sobre todo, no quisiéramos prescindir de él, haciendo una movida que nos colocara más acá de él. De eso ya hemos tenido bastante, y muy sangriento.

       

      Pero, a fuerza de no ir demasiado rápido, subrayemos y detengámonos lo suficiente en ese punto, el de la fragilidad e insuficiencia del acto de votar como algo que nos dejaría tranquilos respecto de la buena salud de la democracia con tal de que haya, cada tanto, elecciones de esto y de lo otro. Por supuesto tal comprobación de una insuficiencia radical vuelve muy sugestivo el que haya tantos dirigentes políticos que procuran que la gente no se meta en nada y periódicamente vote. A eso se limitaría el “deber ciudadano”. Y no pocas manifestaciones de la sociedad civil -tipo ONG- se resisten a semejante reducción.

       

      Pienso que la complejidad del asunto requiere deconstrucción. Aquí solo podemos esbozar ciertos contornos de ella.

       

      La máquina democrática supone la Razón, supone una nueva categoría, la del ciudadano que piensa y vota con la Razón a mano y que por lo tanto el votar es un acto ejemplarmente racional, en toda la plenitud iluminista de la palabra. Pero he aquí que ese ciudadano tal, si es que existió alguna vez, cosa harto dudosa, ha desaparecido o casi; en todo caso, se trataría de una muy minoría en extinción. Ese ciudadano que iba a votar tras una prolongada e individual reflexión que lo diferenciaba tajantemente de la pasión turbulenta de las turbas. (Además, ese ciudadano era varón, adulto, blanco, propietario de alguna cosa, ilustrado por lo menos hasta cierto standard). En su lugar, prolongando la reflexión del por infortunio fallecido Ignacio Lewcowicz, ahora encontramos al consumidor -una posición subjetiva ya no sincronizada con el genio de la Razón-, un agente más bien pasivo, manipulable, muy distante de un individualismo que le erigiera barreras contra la propaganda y la seducción mediática. Digamos de mínima que este consumidor es una figura más próxima a lo irracional, como lo sugiere su comportamiento entre suicida y criminal con el medio en que vive, y como se desprende también de la experiencia psicoanalítica, que no es congrua con la figura ideal del ciudadano, un sujeto de libre conciencia, en lugar de la sujeción a pasiones y móviles inconscientes del consumidor, ajeno al cartesianismo como a la racionalidad kantiana. Es inherente a su posición el no saber porqué compra lo que compra, y, de la misma manera, porqué vota lo que vota.

       

      Habría entonces una incompatibilidad de fondo y de base y de principio entre la democracia como sistema político ideal -pero no utópico- y el consumidor, eternamente más crédulo que crítico, amigo de simplificaciones y de oposiciones binarias sumarias, del tipo de “alpargatas sí, libros no” o “libros sí, alpargatas no”, amigo también de ilusiones de solucionar los problemas mediante espectaculares inversiones (todo al Estado, nada al estado).

       

      Se han practicado a veces encuestas desoladoras, como aquellas hechas a estudiantes secundarios que ignoraban las cosas más elementales de la historia de su país. Creo no sería menos sino aún más desolador encuestar cómo la mayoría de la gente decide su voto. Por lo menos así se inclina uno a pensarlo tras limitadas encuestas personales e informales. Pienso que si promediáramos estas respuestas en cantidad suficiente trazaríamos un retrato del votante como con un perfil de rotunda debilidad mental.

       

      No nos asombre, pues, la aparición reciente de un neologismo que opera una auténtica condensación freudiana, aquel que reza demodura, término que conjuga los de democracia y de dictadura. Vocablo bien interesante al poner en entredicho la tranquilizadora pero falsa oposición que pone de un lado uno de estos términos y del de enfrente al otro. Hermoso, pero irreal. La democracia no tiene tantas dificultades para desembocar en regímenes autoritarios o abierta o veladamente dictatoriales: la oposición no existe, o por lo menos no existe como un universal: en ocasiones funciona una cosa excluyendo a la otra, pero en no pocas otras ocasiones el paso de una a otra es fácil, harto fluido, o bien su implicación recíproca es a pleno. Y esto con total independencia de otras oposiciones estereotipadas y excesivamente creídas por gran número de personas, como aquella que habla de derechas y de izquierdas como si fueran entidades ontológicas inamovibles y bien aseguradas.

       

      Mi idea-guía es que todo lo que estoy desarrollando guarda estrecha relación con el disfuncionamiento actual, pero no tanto, de las democracias, con la insatisfacción que generan muy a menudo y por todas partes, con su riesgosa pérdida de credibilidad. No basta con la célebre frase de Churchill para defenderlas y soslayar inclinaciones fáciles de incubar a alinearse desembozadamente detrás de proyectos impúdicamente autoritarios que medran y que gozan con el fracaso repetitivo de tantos intentos democráticos que no aciertan a resolver ningún problema de fondo. La contrapartida menos inteligente de la sentencia realista del gran político inglés fue sin duda la demasiado segura e ingenua de Alfonsín declamando todo lo que según él se podía hacer con la democracia en la mano. El resultado concreto apuntó a ser exactamente al revés.

       

      Mientras, avanza el auge de demoduras en el mundo, y apuntalados en el beneplácito de la gente. No nos podemos fiar, por desgracia, de ningún “instinto” democrático, de ningún amor natural del hombre por la libertad. Por el contrario, si sus genes de cazador podrían ayudarnos, los que tiene de mamífero de rebaño van en contra. Para el mamífero todo está muy bien en seguir andando en fila detrás de otro, nada encuentra cuestionable en tal conducta. Con el tiempo esto se “sublima” bajo el nombre vistoso de “lealtad partidaria” o con un elogio de la “disciplina” del buen militante. También es erróneo creer así nomás que la gente persigue su bienestar como prioridad número uno, desconociendo todo lo que la clínica psicoanalítica nos ha ido contando al respecto. Por una parte, bien señalado por Baudrillard, porque el común desea el fracaso del poder en ejercicio, sea cual sea la tendencia cada vez, por más que ese fracaso le complique su propia existencia. Además, porque el común es mucho menos hedonista o epicúreo de lo que parece, recordemos aquí el peso de los sentimientos inconscientes de culpa inculcados hasta la médula en nuestra cultura, por más ateos que nos imaginemos que somos. En tercer lugar, porque el concepto de democracia es de dudosa consistencia, y se basa en presupuestos falsos, como aquel de la Razón que examinamos. Con soportes tan endebles, con tanto desconocimiento renegatorio de cómo más o menos funciona nuestra subjetividad, ¿cómo podría extrañarnos tanto que el orden democrático fracase con tan alarmante habitualidad?

       

      Tampoco al psicoanálisis se le puede pedir que aclare muchas cosas ni menos que sugiera buenas soluciones. Nada ganaríamos con fabricar alguna nueva utopía tipo la del “hombre nuevo” que iba a nacer del comunismo, sueño aún más pueril e inconsistente que el del ciudadano de la Ilustración francesa. Por el momento, mejor identificar y trabajar lo más cerca posible de los problemas diagnosticados, en particular con el ligado al acto de votar y todo lo que insensatamente se ha esperado y se finge todavía esperar de él. Imposible imaginar la posibilidad de una serie de intervenciones que le dieran solidez y consistencia al votar y a ese principio tan engañosamente “justo” que nos dice “un hombre, un voto”. El cuentito de la igualdad nos ha metido cada vez más adentro de un pantano sin salida que se vea con un solo golpe de vista, en tanto los hechos fríos y reales practican todo el tiempo diversos juegos de desigualdad, a veces más arbitrarios que otras, pero en general eficaces.

       

      Lo que necesitamos es menos creencias y muchas más interrogaciones. Por ejemplo:

       

      • ¿Cómo es posible que se escuche afirmar todavía que “el pueblo nunca se equivoca”, una afirmación mentirosa pero cuya mentira principal reside en hacernos creer en la existencia empírica del sujeto de la frase?
      • ¿Y en qué postulado ingenuo y nunca puesto en entredicho se quiere apoyar la suposición de que con seguridad la gente persigue principalmente el objetivo de su bienestar, de bien vivir? (ideologema que apuntala, claro, la infabilidad de la pretendida “ciudadanía”)
      • ¿Hasta qué extremo el deseo de violencia irrefrenable no es algo largamente más intenso y extenso que los impulsos solidarios a vivir en paz?
      • ¿Y cómo podríamos limitarnos a una condena bien-pensante de la violencia cuando bajo su otra faz ella activa los mejores procesos creativos de la especie?

      La confianza en la justicia del voto apenas podría solicitar un moderado apoyo en las leyes del azar, pero, así y todo, parece un exceso temerario de confianza en algo que, repetidamente, se obstina en no funcionar, en disfuncionar, en mal funcionar, ocasionando o abriendo al menos la puerta a “the winter of our misfortunes” (el invierno de nuestras desgracias)

       

      Hace unos años, el sibarita gourmet y humorista Miguel Brascó escribía, hablando de restaurantes mediocres, acerca del deseo de mucha gente de comer mal. Análogamente, extenderíamos tal principio para forjar un deseo paralelo -y a otra escala- de vivir mal. La democracia eso sí lo realiza, y de maneras más sofisticadas y menos brutales que las que pueden llevar a cabo la ferocidad de las dictaduras. De ahí la ejemplaridad del término que titula este escrito.

       

      Podríamos sospechar que a lo largo del planeta y de sus historias las demoduras han sido mucho más la regla que las democracias de verdad. Y esto, por el hecho de que la primera mitad de la palabra disfraza muy bien las inclemencias de la segunda.

       

      ¿Habrá existido alguna vez, de pleno derecho, al menos una democracia?

       

      Puedes descargar la Nota de Ricardo en formato pdf y con derechos creative commons

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