por Ricardo Rodulfo
Ciertas ideas de Freud relativas a su valoración de la especie humana en términos generales resultan una anticipación respecto del tratamiento más complejo del concepto mencionado. Conciernen a que Freud no se hace ilusiones: confía, sí, en el progreso de la ciencia en la mejor tradición iluminista antireligiosa, pero respecto a los hombres hace dos reparos sobre un posible progreso ético de la humanidad. Uno, la existencia a nivel de lo pulsional de arraigadas tendencias autodestructivas y destructivas que no se sabría como erradicar. Dos, una escasez de la posibilidad de sublimar lo instintivo llevándolo a un plano de realizaciones social y culturalmente valiosas; Freud piensa que la proporción de personas aptas para tal sublimación es más bien baja y que la gran mayoría no tiene al respecto mayores chances. Aclaremos que no se está hablando de que cada uno pudiera llegar a ser un Bach o un Einstein, se entiende que la sublimación se plasma en modestas pero efectivas contribuciones, como alegrar a la gente tocando bien un saxo o cocinando cosas ricas o siendo un hábil artesano.
Ahora bien, no concuerdo con ninguna de estas teorizaciones de Freud: hace rato que he desechado la noción de pulsión, hace rato que pienso que las realizaciones culturales derivan del jugar como actividad no derivada de ninguna raíz sexual sino de su propia raíz. Es Freud quien se mete solo en líos: al pretender que todo tiene raíz sexual, se ve luego obligado a explicar o a inventar como algo sexual se desexualiza. Pero al mismo tiempo coincido con el contenido de estas ideas en tanto no se hacen ilusiones sobre el homo sapiens, no postulan, por ejemplo, que todos seríamos igualmente creativos ni especulan sobre una extraordinaria capacidad humana para la bondad y la solidaridad. Ninguna ilusión pacifista a la violeta, imaginándose niños con cero violencia apenas los criáramos adecuadamente y no los dejáramos ver films bélicos ni jugar al “Poli-ladron”. Me parece muy valiente y valiosa esta posición crítica de Freud, que no cede tampoco a distinciones donde los de izquierda serían buenos y los de derecha malos (una ingenuidad desmentida cruelmente por la historia) y simplezas por el estilo.
En esta dirección, plantado en nuestra cultura firmemente el motivo de los derechos humanos, me gustaría verlo avanzar en su tratamiento y no usarlo de modos que abundan en nociones objetables que no le hacen ningún favor a este valioso e irrenunciable concepto. Para empezar, no es necesario suscribir dudosas teorías pulsionalistas para advertir que es peligroso minimizar el gran potencial humano para la violencia más desmedida y cruel, sustentada no en instinto alguno pero al revés, en la ausencia de mecanismos biológicos en nuestra especie para una regulación genéticamente fundada de aquella violencia. Señalar la monstruosidad de muchos crímenes no tiene porqué acompañar tal denuncia con una absolución de la mayoría de la gente, considerándola víctima antes que cómplice, pese a tantos indicios en contra. Una política de derechos humanos más consecuente y realista debería por el contrario alertar y concienciar acerca de nuestra enorme facilidad para la maldad, desechando enfoques “sentimentaloides”. Hay con demasiada frecuencia una mal disimulada complacencia en algunos defensores de los DH, que se complace en asimilar la gestación de este concepto a nuestra bondad, cuando precisamente fue nuestra maldad la que volvió indispensable acuñarlo. No es que su existencia como concepto sea un indicador de nuestra santidad potencial. Lo que se complica más aún si tomamos nota de que la capacidad humana para la creatividad en múltiples formas y direcciones está indecidiblemente entrelazada con la capacidad para una violencia abierta nada fácil de regular. Y la distinción de Winnicott entre una violencia primaria vital, “casi” lo mismo que la vitalidad, y una violencia secundaria reactiva, provocada por factores hostiles del ambiente, no es segura, ni carece de franjas de ambigüedad. Lo que es seguro es que no bastaría con la represión de esa violencia ni mucho menos, pues el precio sería un empobrecimiento del deseo que motiva y motoriza nuestra existencia.
Otra tendencia a objetar es la que da un paso imperceptible entre la afirmación de los DH y su rápida connotación androcéntrica, según la cual nada limitaría el ejercicio de tales derechos: lo que Derrida llama el sujeto carnívoro, que se siente autorizado a relacionarse como si el mundo entero no fuera más que su objeto de consumo, un objeto sin derecho alguno. Dicho de otra manera, echamos de menos allí por lo menos dos restricciones: aquella que afirme los derechos de lo no humano y aquella que dé un paso hacia la cuestión de los deberes humanos. Es demasiado visible como un vocabulario de los derechos olvida sistemáticamente referirse a las obligaciones a las que deberían sujetarse o contraer los que reclaman unilateralmente y en forma constante su presunto derecho a cualquier cosa. Y con cuanta frecuencia ese reclamo tras su cáscara de justicia encubre la pretensión arrogante de poseer un derecho sin límite alguno y sin que nada ni nadie tenga algún derecho que limite los humanos, un derecho del ambiente en tanto tal, por ejemplo, a no ser tan maltratado, pero no solamente en beneficio de los hombres sino por sí mismo, lo que sería un giro ético. Una cosa es la reivindicación de los DH y otra bien distinta postular que sólo quien es humano tiene derechos. Vuelve a campear en esto, reencontramos con facilidad, la sempiterna arrogancia del sapiens.
Del otro costado de tales riesgos, a su vez, reencontramos la conocida tendencia al puritanismo fundamentalista, que rebaja lo ético al nivel de una moral convencional y conformista en nombre, no de un sujeto carnívoro sino de un sujeto desdentado, lo cual hoy también impregna muchas empresas aparentemente guiadas por el noble concepto de DH, aunque lo malversen con una simplificación que podría arrasar con el potencial creador de la violencia. Como se ve, andamos por una cuerda floja, y no hay modo de evitarlo. Pero ninguna política basada en alternancias opositivas polarizadas nos sacará del apuro.
Retendría para concluir una insistencia en el punto de precavernos de la ingenuidad de creer que las personas ejercerían con mesura su demanda por derechos. No es así. Más bien encontramos a diestra y siniestra actitudes en las que el reclamo por derechos parece presuponer un desconocimiento de toda medida y de toda obligación, hacia los demás y hacia el mundo todo. Y al respecto la pertenencia a tal o cual clase social nada garantiza.