por Ricardo Rodulfo
No son lo mismo. Los primeros sufren el impacto como una invasión del virus del dominio que procura dominar el amor mismo y convertirlo en otra cosa, bastante más fea, cual es la sujeción del deseo y de la autonomía de las personas implicadas o comprometidas en una relación en principio amorosa. En un próximo libro, que titulé Dominios sin dueño, el cual saldrá a la luz pública en la Feria del libro del año que viene, editado por Paidós, me aventuro en esta problemática lo más a fondo que puedo, y con una tesis bastante radical al respecto. Contra la teoría del desgaste que limaría el amor a través de los avatares de la convivencia sostengo que el verdadero enemigo del amor en su búsqueda de intensidad y de intimidad a través de una experiencia de alteridad como pocas, es la pasión que tiene que ver con dominar, controlar, poseer la alteridad del otro o de la otra. Las cuestiones llamadas de “género” poco relevantes son al respecto, no introducen sino diferencias de superficie. En cambio, el factor cuantitativo, digamos, se despliega hasta llegar a una violencia extrema, donde lo único que asegura tal dominio es la abolición lisa y llana de la otra persona.
Sostengo también que esta tesis requiere una paciente y minuciosa constatación e investigación clínica, poniendo a prueba la gran cantidad de cosas y de pequeñas cosas que es capaz de explicar o de aclarar. Para ello, hay que traducir muchas veces lo que se nombra como “amor” o supuesto amor, sustituyéndolo por el vocablo “control” u otros de esa estirpe. Es indispensable tener en cuenta que una gran variedad de fenómenos necesitan ser revisados, pues su aparente identidad puede no ser tal cuando se avanza más allá de lo manifiesto. Por ejemplo los celos: a veces no tarda en saltar a la vista que son una grosera manifestación de poder al ataque, mientras que en muchos otros casos estos celos son un indicador de un sufrimiento causado por la depreciación de la imagen de sí que padece el sufriente, que lo lleva a sentirse amenazado por una inminente pérdida de amor por parte del partenaire, sin que todo eso se traduzca en conductas o maniobras de dominio. El psicoanálisis conserva aquí una capacidad de penetración que les falta a los enfoques que no consideran las dimensiones inconscientes de la vida psíquica. Otro tanto pasa con las problemáticas que giran en torno al motivo –que suena religioso- de la fidelidad, con su cohorte de motivos adosados: la traición, la lealtad, etc. Innumerables veces tal vocabulario mal disimula deseos de un poder sin límites sobre la subjetividad de la otra persona, en tanto también se encuentran situaciones mucho más complejas en relación a ese presunto juramento o promesa o voto de fidelidad, donde ésta es prenda de intimidad, de ciertos ideales que no hay que asimilar apresuradamente a aquel otro poderoso motivo dominante. Quitadas todas las racionalizaciones mal maquilladas de moralismo conformista, adaptación sumisa a mandatos sin fundamento otro que el del poder, ideologías que tejen variaciones monótonas de preceptos bíblicos, subsiste en pie la cuestión de un deseo de fidelidad compatible con el respeto por la otredad del otro y de la otra. Pero esto hay que demostrarlo con una lectura clínica consistente, porque en la mayoría de los casos de lo que se trata es de un asunto de “derechos de propiedad” que se esgrimen sobre la otra persona. Y, hay que decirlo, se trata de una problemática en la que no se vislumbra ninguna solución generalizable; no existe “ley” -esa que gustan de invocar a cada rato unos cuantos psicoanalistas- que resuelva la situación sin recurrir al simple expediente de la obediencia a un mandato que, además y por supuesto, puede estar totalmente interiorizado o introyectado en el psiquismo de alguien, aunque no haya conflicto externo alguno.
Lo más grave es todo lo que el deseo de dominio, canibalizando el deseo de amar, despoja en el amor: quita o roba alegría, la genuina alegría de la experiencia amorosa, quita juego, capacidad lúdica indispensable para sostener una convivencia amorosa, larga o corta; quita libertad, para sí y para el otro; quita espontaneidad. El amor o la relación amorosa quedan configurados por un formato rígido lleno de postulados arbitrarios y autoritarios. Y aún habría que aclarar que esto no se circunscribe a la pareja adulta, hetero u homo: abarca sin esfuerzo la relación entre padres e hijos, la relación de amistad, y todo lo que el dominio toca, incluyendo las relaciones maestro-discípulo y las consideradas transferenciales en los trabajos psicoterapéuticos
Queda con esto esbozado el contorno de una gran tarea, abierta a un incesante porvenir, ¿cómo liberar el amor del dominio, como evitar que éste lo domine, lo impregne y lo desnaturalice? ¿Cómo mantener al amor vivo, respirando en libertad? Conociendo un poco al homo sapiens, no parece tarea sencilla. Pero la sostiene vigente un imperativo ético que debería impedirnos retroceder en una tal bella ambición.