Una enumeración acabada no sería tarea sencilla ni breve, por lo que me concentraré en los aspectos más imprescindibles para medirse con ciertas direcciones y tendencias actuales cuyos sesgos me parecen no solo problemáticos sino peligrosos en cuanto hace al mantenimiento de posiciones críticas y matizadas, y no sometidas a las violencias cortoplacistas de las modas, que no sólo operan en planos como la vestimenta sino en planos significantes como pretender dirigir lo que se debe pensar, una política muy acorde con propensiones demasiado establecidas en las redes sociales y en el campo mediático en general. Tales tendencias no dejan de influir en muchas miradas profesionales, también de psicoanalistas entre ellos, que corren el riesgo de extraviar su propio lenguaje y su propia mirada, arrastrados por el flujo de consignas que ostentan todo el poder de aquello que se eleva al rango significante. En cada uno de estos casos, el psicoanalista cede terreno a costa de un corpus de saberes adquiridos en la paciente labor clínica de tantas décadas y en el pensamiento que las procesa conceptualmente.
Una de estas situaciones se da con la problemática de lo traumático: asistimos hoy a un nuevo reflorecimiento de la noción, lo traumático parece fluir en abundancia en diversas coyunturas, a tal punto que daría la impresión de que es sumamente fácil traumatizarse con algo, nuestro psiquismo no tendría recursos que oponer para evitarlo o darle una dirección no traumática, casi uno concluiría que cualquiera de nosotros, pero especialmente los niños, está varias veces al día expuesto a situaciones traumáticas que, además, serían traumáticas en sí mismas, sin la colaboración de un terreno fértil en aquel sobre quien cae aquella injuria. Lo traumático termina por explicarse a sí mismo, se vuelve evidente –“a little too self evident…” advertía un personaje de Poe, una advertencia hoy no tenida en cuenta- con lo que retornamos a una suerte de mecanicismo brutal, tirando por la borda todas las prudencias y los matices que el psicoanálisis aportó a esa noción, esa gran movida que nos hizo pasar del acontecimiento traumático a priori a investigar y determinar qué es lo que puede resultar traumático en un acontecimiento.
Así se retrocede a concepciones prefreudianas sin ninguna ventaja que valiera la pena. Y como la idea de resiliencia no alcanzó una popularidad equivalente se perdió un contrapeso posible y de mucho interés teórico.
Esto va de la mano con la pérdida de peso específico de la fantasía, que a menudo ni siquiera figura ni merece se le formule alguna pregunta, a propósito, por ejemplo, de hechos que de inmediato ingresan en el campo del abuso y del acoso. De esta manera, aquella comprobación clínica que llevó a acuñar el concepto de realidad psíquica, puesta a la par con la material, a fin de hacer justicia a la enorme incidencia de la actividad imaginativa en nuestra existencia, se eclipsa en beneficio de un empirismo conductista carente de espesor. De lo peor es que el trabajo interpretativo sobre la realidad vivida que realiza la fantasía es desechado, a caballo, es cierto, de demasiadas endebleces en la formación de los psicólogos y de una simplificación de la complejidad de un niño que, a partir de cierta edad, le posibilita mentir con o sin conciencia de ello. Esta última pasa por ser una bandera “progresista”, los niños siempre y solo dirían la pura verdad. Otro retroceso en todo lo que adquirimos gracias al psicoanálisis, y que de paso se lleva por delante nada menos que la vigencia de la sexualidad infantil, que no opera sólo con traumas de combustible ni es mera reacción a un ataque ambiental. Lo expeditivo de este tipo de consignas no aguanta el tiempo de una minuciosa investigación.
En el clásico juego de inversiones que lo opone al geneticismo neopositivista que hoy también campea, florece un ambientalismo sumario que reactiva el caduco esquema de la causa que produce un efecto como quien dice “al toque”, sin mayores rodeos y mediaciones. Perdemos el psiquismo todo mediación, diferición, rodeo, que habíamos ganado para quedarnos con uno tan básico que nos evoca los más endebles productos de la industria china más barata. El psicoanálisis nos proveyó de un modelo mucho más complejo, el de las series complementarias, para equilibrar la concurrencia de todo tipo de factores, modelo que hace unos años proseguí desarrollando y actualizando bajo el nombre de series suplementarias (véase mi libro, El psicoanálisis de nuevo, Eudeba, 2004); en él los aspectos biológicos, genéticos, congénitos, se conjugan y articulan de manera a menudo conflictiva con las experiencias infantiles, con la capacidad para tenerlas, y con los factores actuales, cuyo peso nos parece más relevante que lo que creía Freud. La evaluación de cualquier hecho que afecte a un niño no puede pasar por alto todo este intrincado tejido sin incurrir en simplificaciones en última instancia iatrogénicas, así como en groseros errores diagnósticos.
Algo similar ocurre cuando se evalúan situaciones de violencia desde un solo punto de vista, sin evaluar lo que Winnicott llamaba la violencia de la víctima, sin evaluar lo que Freud estableció como complicidad inconsciente y como compulsión repetitiva que a menudo adopta el giro de una neurosis de destino. No se trata por cierto de minimizar el papel a muchas voces de la violencia más cruel y del deseo de dominio más despótico en las relaciones humanas; por el contrario, se juega lo decisivo de tomarlas tan en serio que por eso mismo movilicen todos nuestros recursos para investigar y esclarecer tantas prácticas y convivencias oscuras, tenebrosas más que oscuras. Las simplificaciones maniqueas, ansiosas por encontrar rápido al culpable, no nos harán adelantar ni mejorar nada. La autodestrucción existe, como orientación patológica de una vida, y empuja a los peores caminos. El goce con lo peor por cierto también existe, y ¡cómo! La identificación con el que me está haciendo sufrir existe, y desborda plenitud en no pocas ocasiones. Las complicidades más oscuras terminan por volver indecisa la frontera que desearíamos tan nítida entre el bueno y el malo en diversas situaciones. El deseo de dominio a través de giros incestuosos no es solo cosa de adultos “perversos”, anida como potencial en corazones mucho más jóvenes y puede revestir las apariencias más inocentes. (Ya Freud se tomó el trabajo de mostrar la nada de inocencia en sueños inocentes, así como también marcó el paso de juegos sexuales infantiles normales a seducciones bastante menos benignas entre niños de distinta edad, pero no tan distinta).
En definitiva, soy el primero en criticar aspectos cuestionables en los procedimientos analíticos y en sus estereotipaciones institucionales, pero, si nos quedamos sin el psicoanálisis, si renunciamos a él, no nos queda más que una opción neopuritana, binaria y metafísica hasta la médula. Esto puede verse en toda su repetitividad en la manera adocenada en que se vienen considerando las llamadas cuestiones de género, antes que nada por su descuido de que las relaciones entre varones y mujeres conforman un territorio de tal vastedad que es imposible abarcarlo tomando en cuenta únicamente puntos de vista “machistas” o puntos de vista elaborados desde posiciones feministas, salvo honrosas excepciones como la encarnada por Jessica Benjamín o entre nosotros, Ana Fernández (descontando que hay otros nombres, que no evoco ahora o no es del caso inventariar). La densidad de semejante trama abigarrada, contradictoria y polifacética no puede ser explicada invocando para todo monótonamente relaciones mitopolíticas de dominio, las relaciones entre ambos sexos son mucho más que eso, aunque también “eso” no puede no ser integrado a los análisis que se emprendan.