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      El Psicoanálisis y los derechos

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      • El Psicoanálisis y los derechos

      La problemática de los hace poco bautizados derechos humanos -una expresión de engañosa uniformidad y extensión supuestamente universal, lo que es falso- ha producido su propia retórica y una práctica que en bastantes casos resultó providencial y hasta salvadora, si bien dista mucho el término de cumplir lo que promete. El psicoanálisis en Argentina, y en muy pocos otros lugares -decirlo es justicia- apoyó este ideal por su parte con participaciones generosas y de valor y relieve clínico, a veces institucionalizado, como en el caso del grupo psicoanalítico que trabaja desde hace tiempo en Abuelas de Plaza de Mayo, así como en tentativas valiosas de conceptualización para que la cuestión no se dirima en un plano solo empírico a la larga empobrecedor. Además, muchos analistas se han embanderado en distintos movimientos que claman por reconocimiento a sus singularidades, sean étnicas, culturales, sexuales o lo que fuere.

       

      Ahora bien, todo esto, para cobrar mayor fuerza y eficacia, debe trabajarse desconstructivamente a fin de no caer y volver a caer y recaer en ingenuidades y prejuicios que propicien reapropiaciones desvirtuadoras de lo que se desea sostener, en primer lugar, el deseo mismo de sostener un deseo y de sostener el desear como ética de la existencia, prioridad primera.

       

      Por de pronto, sería bastante urgente revisar y problematizar la idealización del motivo de la ley -conjurado en su escribir los analistas con frecuencia esta palabra con mayúscula-, idealización peligrosa si las hay, porque la tal ley, con minúscula o con mayúscula, nunca es tan ley como parece ni su relación con el motivo de la justicia es tan transparente como los analistas parecen o simulan creer.

       

      En primer lugar, es puramente religioso separar un par de leyes, las relativas al parricidio y al incesto, para formalizarlas en una abstracción, separadas de todas las demás. Esto carece de todo valor filosófico o científico, si le queda algún valor es solo el mítico. Y con mitos no resolvemos nada, además de que los mitos en general tiran siempre para el lado de lo conservador, por la obediencia al orden establecido. El psicoanálisis, con todo el peso de su práctica, no debería concederse el derecho de hacerse el distraído respecto a que, en último término y también en el primero, la primera demanda, el proto-principio de cualquier ley, con minúscula o con mayúscula, es la obediencia, y la obediencia, en su ceguera, impediría de por sí forjar conceptos como el mismo de derechos humanos. La obediencia raramente es justa, raramente trabaja para el lado de la justicia; su empleador, su patrón, es casi siempre el orden establecido, y cualquier orden establecido, aunque no fuera capitalista, es regularmente injusto y se basa en perjudicar o al menos no beneficiar a mucha gente o a gente valiosa, aunque no sea tan mucha (caso de los artistas en la Unión Soviética o en países tipo Cuba, por ejemplo).

       

      En segundo lugar, toda ley, con minúscula o con mayúscula, nace de un dispositivo de poder compuesto no meramente en un orden vertical, sino en la transversalidad de miríadas de micro poderes regionales, la mayoría de ellos inadvertidos por la ingenuidad y la ignorancia de la población. Ninguna ley se centra de verdad exclusivamente en defender los derechos del más débil, bien lo saben los abogados inescrupulosos -vale decir, los abogados- que recurren al discurso de los derechos humanos o civiles simplemente como artimaña para sacar libres a delincuentes de poca o de mucha monta. Toda ley es manipulable y usable para defender las causas más injustas, disfrazando esto con una retórica apropiada. Hasta los genocidas pueden beneficiarse de estas cosas.

       

      Por otro lado, el psicoanálisis sigue necesitando revisar sus anacronismos en el plano de la sociología, de la política, de la filosofía, y sigue la lista… bajo el motivo del “sujeto” pueden pescar muy poco de categorías en pleno funcionamiento desde hace tiempo y hoy mismo, categorías que el formalismo abstracto del “sujeto” precluye o repudia, en todo caso siempre las excluye. Por ejemplo, hoy -según lo demostró brillantemente el llorado Ignacio Lewkowicz (https://es.wikipedia.org/wiki/Ignacio_Lewkowicz)- la categoría del ciudadano, que los analistas siguen manejando como si nada, ha cedido espacio a la irrupción del consumidor y del contribuyente. Entonces, no tomar esto en cuenta nos deja indefensos al no percibir que cuando el Estado o los grupos que lo dominan nos reconoce como tales y cuales, lo que de veras le interesa es convertirnos cuanto antes en consumidores y en contribuyentes dóciles ante el saqueo a que son sometidos por la política fiscal argentina, en particular desde la década del ´90 en adelante. Nos reconocen para vendernos productos y cobrarnos impuestos confiscatorios, no por ningún interés en hacernos justicia o para ayudarnos a vivir mejor. Para muchos grupos, mantenerse en cierto anonimato “clandestino” -o dicho en lenguaje impositivo, en negro– es una forma de resistencia y de preservación que no se logra por la vía de entrar en la normalidad de lo políticamente correcto. Esto se ve también en el modo como se promueve que la gente de cierta minoría se haga cargo de instituciones que hace rato no funcionan, como la matrimonial, preconizada como una “conquista” de las comunidades homosexuales. Esto es como la “conquista” de anotarse en la AFIP… Sin quererlo, por pura debilidad teórica, el psicoanálisis se compromete así en empresas de adaptación social para las que no hacía falta que naciera.

       

      Moraleja: quienes desean dedicarse a ser analistas deberían dejar de estudiar tanto sólo psicoanálisis y emprenderla con estudios que los actualizaran en ciencias políticas, sociología, neurobiología, filosofía, informática y todo lo que de ella se deriva.

       

      No sirve imaginar conflictos entre el deseo y la Ley: no sirve porque omite el deseo de ley, que por cierto existe, el deseo de obediencia, todo aquello que hace poco confiable apoyarse en el motivo del deseo como si nos pudiera garantizar algo o que algo fluya por el buen camino. A su vez no sirve nombrar la ley, con minúscula o con mayúscula, como si no estuviera enfundada de cabo a rabo en el deseo de dominio y en prácticas poliformes de dominio que atraviesan el cuerpo social por todos lados. Antes que nada, aún la mejor ley o Ley lo que más desea es dominar, el dominio. Por eso siempre va a elogiar la obediencia a ella misma. Se puede pretender que se está queriendo prohibir el incesto cuando la tentativa de fondo es dominar y aplastar al hijo o a las generaciones más jóvenes. Se puede condenar el parricidio como manera de defender el derecho a cometer las mayores arbitrariedades sin sufrir violencia alguna del lado de los sometidos a ella. Ya estamos grandes para que nos cuenten cuentos de hadas “edípicos”…

       

      Y para empezar yendo al fondo de la cuestión, habría que decir la verdad, que los derechos humanos no existen más que en forma verbalista; lo que existe es, en ciertos lugares y períodos, un derecho que posibilita que algunos grupos y personas no sean tan maltratados impunemente, lo que sería bueno y deseable se generalizara, cosa de la que estamos bien lejos por el momento. Seguimos viviendo en sociedades -y no solo las capitalistas- donde algunos humanos son más humanos que otros en relación a su posición social y al ejercicio de ciertos derechos efectivos. Toda proposición universal debe ser denunciada como falsa, no en el plano del Ideal, en el plano de los hechos efectivos que constituyen y atraviesan nuestra existencia.

       

      Esto va de la mano con la pérdida de peso específico de la fantasía, que a menudo ni siquiera figura ni merece se le formule alguna pregunta, a propósito, por ejemplo, de hechos que de inmediato ingresan en el campo del abuso y del acoso. De esta manera, aquella comprobación clínica que llevó a acuñar el concepto de realidad psíquica, puesta a la par con la material, a fin de hacer justicia a la enorme incidencia de la actividad imaginativa en nuestra existencia, se eclipsa en beneficio de un empirismo conductista carente de espesor. De lo peor es que el trabajo interpretativo sobre la realidad vivida que realiza la fantasía es desechado, a caballo, es cierto, de demasiadas endebleces en la formación de los psicólogos y de una simplificación de la complejidad de un niño que, a partir de cierta edad, le posibilita mentir con o sin conciencia de ello. Esta última pasa por ser una bandera “progresista”, los niños siempre y solo dirían la pura verdad. Otro retroceso en todo lo que adquirimos gracias al psicoanálisis, y que de paso se lleva por delante nada menos que la vigencia de la sexualidad infantil, que no opera sólo con traumas de combustible ni es mera reacción a un ataque ambiental. Lo expeditivo de este tipo de consignas no aguanta el tiempo de una minuciosa investigación.

       

      En el clásico juego de inversiones que lo opone al geneticismo neopositivista que hoy también campea, florece un ambientalismo sumario que reactiva el caduco esquema de la causa que produce un efecto como quien dice “al toque”, sin mayores rodeos y mediaciones. Perdemos el psiquismo todo mediación, diferición, rodeo, que habíamos ganado para quedarnos con uno tan básico que nos evoca los más endebles productos de la industria china más barata. El psicoanálisis nos proveyó de un modelo mucho más complejo, el de las series complementarias, para equilibrar la concurrencia de todo tipo de factores, modelo que hace unos años proseguí desarrollando y actualizando bajo el nombre de series suplementarias (véase mi libro, El psicoanálisis de nuevo, Eudeba,  2004); en él los aspectos biológicos, genéticos, congénitos, se conjugan y articulan de manera a menudo conflictiva con las experiencias infantiles, con la capacidad para tenerlas, y con los factores actuales, cuyo peso nos parece más relevante que lo que creía Freud. La evaluación de cualquier hecho que afecte a un niño no puede pasar por alto todo este intrincado tejido sin incurrir en simplificaciones en última instancia iatrogénicas, así como en groseros errores diagnósticos.

       

      Algo similar ocurre cuando se evalúan situaciones de violencia desde un solo punto de vista, sin evaluar lo que Winnicott llamaba la violencia de la víctima, sin evaluar lo que Freud estableció como complicidad inconsciente y como compulsión repetitiva que a menudo adopta el giro de una neurosis de destino. No se trata por cierto de minimizar el papel a muchas voces de la violencia más cruel y del deseo de dominio más despótico en las relaciones humanas; por el contrario, se juega lo decisivo de tomarlas tan en serio que por eso mismo movilicen todos nuestros recursos para investigar y esclarecer tantas prácticas y convivencias oscuras, tenebrosas más que oscuras. Las simplificaciones maniqueas, ansiosas por encontrar rápido al culpable, no nos harán adelantar ni mejorar nada. La autodestrucción existe, como orientación patológica de una vida, y empuja a los peores caminos. El goce con lo peor por cierto también existe, y ¡cómo! La identificación con el que me está haciendo sufrir existe, y desborda plenitud en no pocas ocasiones. Las complicidades más oscuras terminan por volver indecisa la frontera que desearíamos tan nítida entre el bueno y el malo en diversas situaciones. El deseo de dominio a través de giros incestuosos no es solo cosa de adultos “perversos”, anida como potencial en corazones mucho más jóvenes y puede revestir las apariencias más inocentes. (Ya Freud se tomó el trabajo de mostrar la nada de inocencia en sueños inocentes, así como también marcó el paso de juegos sexuales infantiles normales a seducciones bastante menos benignas entre niños de distinta edad, pero no tan distinta).

       

      En definitiva, soy el primero en criticar aspectos cuestionables en los procedimientos analíticos y en sus estereotipaciones institucionales, pero, si nos quedamos sin el psicoanálisis, si renunciamos a él, no nos queda más que una opción neopuritana, binaria y metafísica hasta la médula. Esto puede verse en toda su repetitividad en la manera adocenada en que se vienen considerando las llamadas cuestiones de género, antes que nada por su descuido de que las relaciones entre varones y mujeres conforman un territorio de tal vastedad que es imposible abarcarlo tomando en cuenta únicamente puntos de vista “machistas” o puntos de vista elaborados desde posiciones feministas, salvo honrosas excepciones como la encarnada por Jessica Benjamín o entre nosotros, Ana Fernández (descontando que hay otros nombres, que no evoco ahora o no es del caso inventariar). La densidad de semejante trama abigarrada, contradictoria y polifacética no puede ser explicada invocando para todo monótonamente relaciones mitopolíticas de dominio, las relaciones entre ambos sexos son mucho más que eso, aunque también “eso” no puede no ser integrado a los análisis que se emprendan.

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