por Ricardo Rodulfo
Que haya pasado casi medio siglo desde Playing and Reality y que recién ahora se esté anudando esta tríada orgánicamente en diversos escritos que vengo proponiendo parece una prueba suplementaria de que lo descuidado lo sigue siendo y estando en esa condición. Mucho ha contribuido a ello la inflación del motivo de lo “simbólico”, retrasando la consideración de la importancia de lo ficcional como ámbito por excelencia de la vida humana, así como también el haber relegado la investigación de la creencia a otro motivo metafísico del psicoanálisis reapropiado por esa metafísica, el de la castración, que destina y limita la creencia a defenderse de su aceptación, relegando con una estrechez absurda el estudio de la multiplicidad y polivalencia del creer, sin cuidado de su trascendencia clínica.
Entonces podemos ahora declinar una articulación: los actos de juego van de la mano de un fondo de sentimiento de creencia que acompaña y acompasa su progresión y sin la cual todo amago de juego se desarmaría al instante; a su vez, la andadura de esta pareja va generando un espacio de ficción que no se comporta como un gheto respecto de la realidad cotidiana; en cambio, la impregna paulatinamente, a tal extremo que, bien mirado, nada de ella queda libre de ficción, al modo de una cualidad que la transforma, por lo menos en referencia al mito empirista-positivista de una “pura” realidad cero ficción. Como es tradición en el psicoanálisis, son los ejemplos más sencillos los que mejor esclarecen, y por cierto abundan por doquier. Pensemos el caso de cuando bromeamos más o menos diciéndole a un niño “Cuidado con la policía” si hace tal travesura: ese policía no es el entre nosotros tan desprestigiado, nuestras palabras dirigidas al niño lo revisten de una autoridad especial que acudirá si él se empeña en seguir gritando a voz en cuello en un lugar público donde molesta a mucha gente. Es un policía de ficción. Cuando vemos a más de un chico con la camiseta de la selección argentina y el número 10 en la espalda sabemos que por medio de tal expediente él se convierte en un pequeño Messi; doble ficción, puesto que el Messi “de verdad” es a su turno un mito caminando, el del “mejor jugador del mundo”, algo nada científico, por cierto, pero de enorme eficacia mítica. El más ateo inquiriendo por el origen del universo, siempre manejando el supuesto de un punto de partida absoluto, ni suele imaginarse hasta qué punto está inmerso en la ficción, que domina apenas se dice la palabra “universo”. La pareja que rehúsa el casamiento formal, optando por otro tipo de celebración, vale decir armando su propia ficción ceremonial para que rubrique el paso que han decidido, no es más libre de ficción que aquella que se atiene al ritual católico; no es que la primera está más en “real” por no ser practicantes de una religión institucionalizada. Quienes inscriben a su hijo en nuestra ciudad en un colegio “inglés” operan bajo la influencia de toda una resonancia mítica de esto que se denomina “inglés”, y que nada tiene que ver con lo supuestamente “objetivo” de un país llamado Reino Unido. Por otra parte, ya la delimitación de un país o de una “nación”, no es un hecho geográfico puro sino una construcción ficcional por lo general con una larga historia detrás, pero eso sí, una historia saturada de mitología. Y cuando un grupo de niñas se lanza a jugar a la rayuela debe para eso dibujar en el suelo real que pisan un espacio acotado que hará las veces de condición de posibilidad para desarrollar ese juego. Pero los espacios reales más allá de la pista de rayuela no son por eso menos ficcionales: uno podrá ser de la casa del vecino, o de ese señor adusto que asusta a las niñas y las pone fóbicas, o bien el pequeño potrero del que los varones hacen una cancha de fútbol. Y por su lado, cuando una madre no aguanta que otra persona alce a su bebé de dos meses lo hará desde su ideología de cómo hay que alzar a los bebés… Y cuando un padre reta a su joven hijo, que ha empezado a trabajar en su negocio, instándolo a comportarse como “un verdadero comerciante”, está claro que esa identidad por él invocada es una de naturaleza tal que mezcla experiencias y vivencias propias con ideales del Yo y normas incorporadas, todo lo cual compone una entidad de ficción llamada “verdadero comerciante”.
En cuanto a lo de creer, es necesario especificarlo bastante más, para no quedarse en vaguedades y dar cuenta de en qué punto se gatilla la creencia indispensable para que todo aquello funcione. Detengámonos en un juego de Catarina, mi nieta más pequeña, seis meses cuando hago esta observación: sentada como puede hacerlo, todavía apoyada en almohadones, manipula varios pequeños objetos a su alcance allí dispuestos sobre una manta, pero seleccionando aquellos que, por ser de aluminio, le ofrecen una sonoridad tintineante, descartando los de plástico, que quedan mudos. Durante un largo rato para su edad –vale decir, unos pocos minutos- Catarina se entretiene haciéndolos sonar con variaciones de ritmo e intensidad según los movimientos de sus manitas, sumamente concentrada en esa operación. Ella no podría aún deducir que los sonidos que la atraen dependen de la naturaleza del material de esos objetos, lo que sí puede es creer que es ella quien los hace sonar así, no por nada del material en cuestión sino por cuanto le gusta que salga tal sonoridad. Cree ser ella la autora de la sonoridad más que la ejecutante de un instrumento musical improvisado. Por una parte, goza, extrae placer de la acción que despliega, por la otra cree ser todo fruto de su acción, creencia importantísima, en tanto afianza en la bebé lo que tan acertadamente Stern conceptualizó como sentimiento de agencia, confianza en que la propia acción tiene efectos en el ambiente, así como en los otros de ese ambiente que lo pueblan. Desprovisto de él, carecería de sentido bien pronto ponerse a gritar cuando tiene hambre o sueño o lo que fuere. Pero, además, la creencia de Catarina no es para nada tan absurda como le parecería a un racionalista cabal: cuando Coltrane hace jazz con su saxo, cuando Brendel nos descubre los conciertos para piano de Mozart, cuando cantan Pavarotti o Sinatra, ellos también en un plano no consciente creen y están seguros de que son ellos los que están inventando el instrumento que tocan, incluida la propia voz. No están tan lejos de Catarina como se presumiría en una mirada conductista miope. Alguien como Barenboim se sienta al piano… y sentimos que por primera vez escuchamos un piano sonar, así tal cual la aparición de una mujer nos descorre el telón y surge para nosotros todo el encanto inédito de una belleza impostergable. Y en los 60, cuando emergieron Los Beatles, escuchamos inauguralmente un fantástico sonido que estábamos esperando sin saber que lo esperábamos y que esperábamos de él toda la felicidad que una sonoridad nueva da a experimentar. Y cuando Mozart hace desfilar a Tamino por la prueba del fuego y del agua, se lleva con él al espectador y al escucha, arrasados por la magia de la instrumentación, con sus golpes de timbal pautando la melodía de esa flauta que, además, es una flauta encantada, enteramente de ficción, y no una flauta entre otras cualesquiera.
Como afirmar que al creer que creo, creo lo que creo. Y ese es el secreto del jugar, desde el tan sencillo de Catarina hasta el tan complejo de una interpretación musical o de una página narrativa. También en un plano científico, cuando el físico nos dice de los quanta, lo hace imbuido de tal creencia que vuelve imposible no creerle y comenzar a tenerlos en cuenta de allí en adelante. Análogamente Freud inventa al meterse con los sueños esa realización de deseos que ya existía, pero no sin él podía acceder a considerarse real. No es una teoría más sobre el sueño: es que Freud los hace existir como no existían antes de él, y su creencia de que cargan con nuestros deseos más íntimos es parte esencial del asunto. Por eso se escucha decir a veces, en tono crítico, que en esa película la falla es que tal actor no cree en el personaje que está componiendo sin lograr plasmarlo, en la medida en que no puede darle vida, lo cual sólo es posible creyendo en su consistencia a realizar. Cosa que les pasa a los niños en esos impasses en que no pueden jugar, o cuando hay un impedimento serio para hacerlo. Allí los vemos patinar sin afirmarse en la celebración de un juego, vacilar, abandonarlo, aburrirse, no saber cómo buscar otro, punto de vista éste erróneo, pues no es allí afuera que hay que ir a buscar, hay que buscar en el propio deseo de jugar o nada de eso será posible.
Entretanto, la pequeña Catarina, sin saberlo, ha dado sus primeros pasos para convertirse en heroína de su propia historia, asumiendo el ser protagonista, motivo nuclear del héroe, que, desde Rank y desde los análisis de Freud de sus propios sueños, interesó precozmente al psicoanálisis, también por el expediente de hacer del paciente una suerte de héroe que se mide con su historia y debe vencer sus propias imposibilidades gestadas por tanta represión. Al ponerse decididamente a jugar, al ponerse a la cabeza de su juego, esboza ella en sus primeros balbuceos la creación de ese personaje, el héroe o la heroína, indispensables para tener una vida, tener una historia, en lugar de ser recluta de un libreto ajeno. De allí a los primeros dibujos, a los primeros juegos con secuencia narrativa clara, con malos y con buenos, tendrá que caminar muchos pasos.
La construcción del héroe-heroína es un largo proceso espoleado por el deseo de ser grande, deseo muy potente en chicos normales o sanos, y culmina en la erección de un doble alternativo a la identidad “oficial” del niño. Las características heroicas son de variable contenido, desde la hazaña física hasta la intelectual, pasando por las sexuales, por lo general más manifiestas en las niñas y en las púberes. A la luz de lo ya expuesto, es de confirmar que este personaje no es uno que se limite a reaccionar a las adversidades o a las dificultades; más bien sale en su busca, las genera, las inventa para llevar a cabo sus hazañas. Es lo que se pone muy nítidamente de relieve en el inspector Harry Holte, el personaje de la serie policial de Jo Nesbo; Holte actúa impulsado por una mezcla que amasa entre la venganza y la justicia, con mal definidas fronteras entre ellas, pero además tiene muy en claro y su autor también que la realidad social en la que nos movemos es un completo caos, lejos de orientaciones rectilíneas como las que imaginaron ideologías del tipo del marxismo o del iluminismo racionalista. Por lo tanto, Holte al operar de alguna manera reorganiza ese desorden polimorfo, integrando elementos dispersos hasta componer escenas tramadas donde campea algún restablecimiento de sentido. En eso consiste su ética, en luchar para que la vida en común sea algo un poco más previsible y soportable. En lo que –en otra escala de complejidad- se asemeja al niño de la saga heroica. Para esto comprenderlo mejor, habría que prestar mucha más atención que la que se suele al peso específico elevado que en la vida de la niñez cobran tanto el afán de venganza, a veces largo tiempo retenido, como la reivindicación de la justicia; si prestamos esa atención, notaremos la frecuencia con la que los niños y niñas se quejan o reclaman por lo que sienten una injusticia de diversas fuentes y procedencias.