“Los hombres luchan por su esclavitud
como si lucharan por su liberación”
Spinoza
Freud fue lo suficientemente claro como para no asimilar normalidad a alguna enfermedad, a la vez que señaló que las fronteras entre lo normal y lo patológico no eran rígidos muros al estilo que le gustaría a un Trump o a un comunista de la Europa del Este; son límites móviles, ambiguos, inestables. Pero eso no quiere decir que no existan. Para empezar, en la normalidad alguien puede presentar algún tipo de síntoma, neurótico o de otro tipo, pero no presenta una defensa organizada con una constelación de síntomas e inhibiciones, como por ejemplo se da en las diversas neurosis. Alguien normal no combina formaciones reactivas, anulaciones y aislamientos a la manera que se conjugan en una formación obsesiva. Alguien normal puede que en alguna ocasión de su vida tenga ideas delirantes, pero no presentará un cuadro donde sistemáticamente se defienda de todo lo que no le gusta con formaciones alucinatorias y delirios organizados. Esta idea de defensa organizada, expuesta por Winnicott, es capital para el diagnóstico diferencial. La persona normal no se defiende así, se defiende apelando a todas las convenciones sociales a las que puede aferrarse que encuadran la condición normal. Entonces se defiende, por ejemplo, casándose cuando hay que casarse, o estudiando si en su clase social los hijos de cierto grupo de familias estudian. Lo regula y mucho el Se de Heidegger, que regula todo cuanto se debe hacer. En esa red de preceptos y convenciones sociales estandarizadas encuentra los reparos para sostenerse sin tener que acudir a costosas defensas privadas y personales organizadas por él mismo o macheteadas de su familia. Esto tampoco supone homogeneidad: es posible y real encontrarse con una persona normal en una serie de aspectos y funcionamientos que no obstante presente otra zona de sí, una zona sana por lo creativa y singular, donde no rigen los criterios de normalidad. También sobran casos donde lo normal coexiste con formaciones patológicas bien notorias, repartiéndose las dos partes la conducta de quien las detenta.
Para poner un ejemplo simple, no es lo mismo buscar pareja estable llevado por una fantasía de salvación depositada en el amor que hacerlo porque ya se tiene la edad para sentar cabeza. Lo primero corresponde a una personalidad depresiva, lo segundo a un proceder normal.
Todo esto podría ser magnífico si no conllevase en sí una apreciable cuota de aburrimiento. Si Winnicott consideraba que “las neurosis son aburridas”, ni hablar del aburrimiento que supura de la vida normal, no por motivos misteriosos sino porque elimina todo factor de singularidad y de sorpresa. La persona normal nunca nos va a sorprender, es previsible. Basta con conocer el medio que habita para saberlo casi todo acerca de él. Pero, además, el medio social tampoco es un sistema coherente, está plagado de contradicciones que le imponen al que quiere ser normal el duro trabajo de no hacerse cargo de ellas, disimularlas, renegarlas o negarlas, todo lo cual quita libertad y no contribuye a que alguien sea feliz. De ahí la hipocresía tan a menudo atada al comportamiento normal, como en el conocido caso de lo políticamente correcto, que siempre suena en falso. La filosofía existencial fue la primera en captar con agudeza esto que designó como inautenticidad en la vida corriente, si bien ya numerosos pensadores de distintas épocas, desde Epicteto ( https://es.wikipedia.org/wiki/Epicteto) hasta Montaigne (https://es.wikipedia.org/wiki/Michel_de_Montaigne) y La Bruyere (https://es.wikipedia.org/wiki/Jean_de_La_Bruy%C3%A8re) habían criticado la vida social y sus maquillajes. Lo cierto es que semejante contradicción entre los enunciados que sostienen la normalidad y la realidad de los funcionamientos sociales, incluyendo por supuesto en ellos los familiares y los amorosos, genera precisamente esa dimensión de lo insoportable que agobia la existencia normal y cotidiana. Demasiada disparidad entre las retóricas que el mundo publicitario acoge y reproduce tan bien y el duro día a día sin encanto posible. Idéntico destino para la convivencia. Nada más violento que ella, nada que los discursos de la normalidad pinten tan rosadamente. Amén de que los principios de la obediencia irrestricta que preside todo este sistema nauseabundo termina por colmar el vaso de lo insoportable. Tanta obediencia no puede no engendrar resentimiento y hartazgo, pleno de hostilidad.
En verdad, la pretensión normal de abolir y erradicar toda dimensión loca de su seno termina por volverse en contra suya: si la vida es soportable y disfrutable, intensa y capaz de imprevisibilidad de la buena, es gracias a que un pintor se aplica a pintar personas y objetos con una geometría que no tienen, que un compositor escribe una obra con una sonoridad imposible, a veces usando de instrumentos cosas que no lo son o forzando un instrumento de una forma que viola toda norma consagrada, que dos se enamoran cuando la moral y las buenas costumbres les dicen que no, que un general desarrolla una táctica para ganar una batalla totalmente descabellada, cuando un niño se desmarca de todas las fechas estipuladas por la ciencia en sus procesos de crecimiento psíquico, o un físico defiende una hipótesis que va contra todo lo establecido por el corpus de su disciplina y termina por demostrar que tenía razón…..Tampoco la expansión y las direcciones que ésta tomó en lo que hace al Universo debe haberse atenido a no se sabría cuales criterios de una dirección normal; ni siquiera cuando se atribuye tal emprendimiento a Dios padre se le supone semejante normalidad, la idea misma de que se dedicara en su divino tiempo libre a montar todo el show del Universo suena ajena a ocurrencias locas, innecesarias. Gracias a ellas podemos sostener expectativa y esperanza apostando a una diferencia que no sabemos cuál será.
Otro factor de insoportabilidad, muy ligado a lo insufrible de la convivencia, es la ambivalencia enraizada en la dependencia y en lo penoso de aceptarla y cargar con ella. Sobre todo cuando, así pasa en nuestra cultura, impera un ideal de pretendida autonomía e independencia que en los hechos, y Winnicott afirmó esto bien de frente, no existe en absoluto. Entonces la persona normal se encuentra con unas normas que le prescriben una no dependencia que no tiene manera de alcanzar, y, por el contrario, se da cuenta mal que bien de lo dependiente que es de un sinnúmero de factores, entre ellos varias personas que regulan su cotidianeidad, para no enumerar la dependencia de sus ideales. Sobre esto me he explayado en el capítulo titulado “Hijos y padres”, de mi libro llamado justo al revés (https://www.rodulfos.com/libro/padres-e-hijos-en-tiempos-de-la-retirada-de-las-oposiciones/).