por Ricardo Rodulfo
Hay evidencia más que suficiente de que para Winnicott el motivo de la obediencia está situado en los pisos más bajos de su escala de valores en lo que hace, precisamente, a su valor subjetivo. Le concede apenas el aportar normalidad, algo que a veces es necesario a la vez que potencialmente muy peligroso, por lo que es mejor acumularla sólo en dosis pequeñas. Winnicott espera de ella poco y nada en lo tocante a creatividad y a lo que Derrida denomina singularidad o valor de différance. De modo que el aporte que el motivo de la obediencia hace al concepto tan nodal de experiencia cultural es sumamente escaso y del todo insuficiente; puede explicar que un discípulo no supere nunca a su maestro, pero nada de mayor relieve.
Una paciente colega me dijo en una sesión que ella se consideraba un “soldado de Lacan”. Sorprendía que para ella esto fuese suficiente, pero lo cierto es que lo poco que escribió nunca llegó a despuntar una idea propia, personal.
Sin embargo, cuando examinamos a la luz de la antropología las más diversas culturas, descubrimos que en casi todas ellas lo que predomina es una transmisión cultural basada en la obediencia y por lo tanto en la repetición de lo mismo, que pasa de generación en generación con muy pocas variaciones.
La conclusión que extraemos nos hace constatar que la cultura occidental -que tanto criticamos y no sin razones- se desmarca vigorosamente de esa obediencia debida. Dicho de otra manera, esta cultura no se siente en deuda con un pasado al que hay que obedecer y perpetuar; en todo caso se siente en deuda con un porvenir al que se le debe ofrecer algo distinto. Por eso mismo, en lugar de la monotonía de una tradición ininterrumpida, encontramos oleadas de acontecimientos culturales.
La cultura occidental se destaca entonces como una cultura de la desobediencia: institucionaliza la desobediencia como modo de procedimiento, uno que mantiene en vida la experiencia cultural en tanto tal.
Con el tiempo, a lo largo del siglo pasado, esto da lugar a un estallido de lo pretendidamente Uno: ya no será posible identificar una época con un estilo único, en su lugar encontraremos una superposición de léxicos, corrientes, vanguardias que a su turno se pluralizan, escrituras disímiles. En el terreno de la música, por ejemplo, hablaremos de minimalismo, atonalismo, serialismo, neoclasicismo, romanticismo tardío, música electrónica, música fusión, música concreta, etc., etc. De ahora en adelante tal superposición será la regla y se apoyará en otra como su fundamento, la desobediencia como regla.
Por otra parte, en esta desobediencia es posible identificar estratos de carácter más abarcativos o más particulares. Pienso que el más abarcativo de todos y que podemos fechar a partir del Renacimiento, del nacimiento del Renacimiento, es que se produjo allí lo que Althusser hubiera llamado una ruptura epistemológica que hace que, de ahora en adelante, la generación siguiente no tiene que limitarse a copiar fielmente lo que ha hecho la generación anterior que, a su vez, no había hecho sino copiar… Ya había algunos indicadores durante la Edad Media que presagiaban o presentían o preparaban esta discontinuidad que se volverá radical, y también las culturas griega y romana insinuaban este parto que el Renacimiento, digamos, oficializa.
Precisamente por eso se da la paradoja, nueva en sí misma, de que una generación determinada se interese intensamente en producciones de otras épocas, como fue el movimiento de la Camerata Florentina que hacia 1600 invento la ópera con la idea de recrear la tragedia griega. Lo que ocurre es que la discontinuidad vuelta procedimiento regular lleva a redescubrir retroactivamente otras experiencias culturales de las que antes la nueva generación no se hubiera diferenciado y, por lo tanto, mal habría podrido interesarse. Lo que empieza entonces a alborear es una interpretación que una generación hace de lo que produjo otra, y no hay interpretación sin variación, puesto que se trata de reciclar, recrear, no de imitar obedientemente.
Agudizada esta tendencia, hará que con el paso del tiempo las variaciones se sucedan y hasta coexistan en periodos de tiempo cada vez más cortos, sobre todo intensificadas por cambios tecnológicos que transforman el escenario de la vida cotidiana de una generación tornándola irreconocible para la que sigue. Seguramente no será casual que esta aceleración producida por desobediencias multiplicadas no redunde de una actitud de desobediencia que trastornará las relaciones entre jóvenes y viejos en todos los planos posibles en la vida social.
Lento para desobedecer, el psicoanálisis demorara lo suyo en darse cuenta -no sé si no soy el primero en hacerlo en el preciso momento en que esto escribo- que todo esto no puede no transformar profundamente el concepto clásico de Superyó, plantado y planteado por Freud como el representante intrapsíquico de los valores tradicionales, un pasado implantado en el presente de la vida psíquica, una instancia eminentemente conservadora. Esto ahora ya no puede funcionar de esta manera o solo de esta manera porque se ha instalado un mandato que compele a priorizar el porvenir, incorporándolo al presente en forma de variaciones diferenciales que dislocan los vínculos con lo tradicional. Por consiguiente, la exhortación principal ahora reza “diferénciate”, montando la paradoja de obedecer desobedeciendo. Un Superyó que ordena no parecerse demasiado a lo anterior, no limitarse a reproducir indefinidamente lo que las generaciones anteriores ya sabían hacer, apostando en cambio a facilitar el terreno para que la generación siguiente a la mía difiera de la mía.
Este nuevo Superyó, además, me insta a buscar y aprovechar el know how de los más jóvenes que yo, hasta de los niños, transformando en bidireccional una corriente que hasta entonces era unidireccional, corriente que depositaba en el anciano el arché del saber, y por lo tanto del poder. Poder de la desobediencia que ha vuelto única en su género a la cultura occidental, peligrosamente atractiva e irresistible, conductora para mal y para bien de los procesos de globalización contemporáneos.
Se entiende que sea en el ámbito de esta cultura donde acaece la muerte de Dios: ¿qué sería de un Dios al que nadie obedeciera? Esto vuelve anacrónico también el culto Lacaniano a la Ley del Padre, como toda ley cifrada en la obediencia, porque, Nietzsche mediante, lo que ha muerto es precisamente la estructura del Padre Muerto promovida por un Lacan más interesado en Hegel que en aquel. El “Dios ha muerto” concierne no a la figura o imago de un padre vivo real, que estaba vivo y se murió, sino a la estructura y función mismas de lo que Lacan conceptualizó como Padre Muerto, que es como decir desaparición del centro, del centro como tal, no de algo en posición de centro, de la figura misma del centro y del dispositivo que en torno a él se máquina.
Esto es lo que Deleuze trato de decirnos al hablar de nuestro ser como huérfano. El punto no era tanto destituir el viejo motivo metafísico del ser como disolver su filiación, su ser hijo de, el Nombre del Padre, en una palabra. El ser como ser huérfano ya no es el mismo ser de la metafísica clásica: implica otra condición ontológica y óntica a la vez. Movimiento indispensable para que la experiencia cultural que heredamos del vocabulario de Winnicott quede arraigada y enraizada en el motivo de la desobediencia, a contra corriente de cómo funciona en todas las demás culturas.
Para el Superyó del discípulo ahora no basta con ir en la misma dirección que el maestro, acaso un poquito mejor o un poquito más; ahora aquella instancia le ordena ir en una dirección diferente, lo cual desordena toda secuencia previsible y regular de una tradición basada en una continuidad sin solución de continuidad. Y para el superyó del maestro la exigencia es la de no formar seguidores, cuidar de que no lo sigan, para que cada uno encuentre su propio camino. Por supuesto sobreviven vínculos entre maestros y discípulos anteriores al acontecimiento de la desobediencia, pero apenas librando un combate de retaguardia del que nada puede esperarse. Cada vez que aparece una figura nueva o una corriente nueva o cualquier otra forma de nouvelle vague emerge bajo el signo de un acto creado por la desobediencia que crea al crear, sin obedecer a la fidelidad del obedecer.
Esto no excluye lo siempre actual del conflicto entre obediencia y desobediencia, si consideramos que el campo de lo socio-cultural, aun en nuestra cultura, no es homogéneo ni contemporáneo de sí mismo, manteniendo funcionamientos y espacios en anacronía, esos tiempos fuera de su quicio que evocaba el Príncipe Hamlet.
También podríamos decir que la obediencia siempre supone una dimensión trascendental mientras que la desobediencia se rige por lo inmanente. Dos concepciones se miden y se chocan allí: aquella donde la creación me reenvía al reencuentro con algo ya conocido que participa de lo Uno, y aquella donde la creación es acontecimiento diferenciante y no me reenvía a ningún pasado, me envía a un porvenir abierto cuyos resortes me son desconocidos.
Queda por ver un escalón aún más abajo que el que Winnicott asigna a la obediencia, y que es el de la obsecuencia, un funcionamiento también congruente con la normalidad. La diferencia estriba en que quien asume la posición de obediente reprime en su nombre los pensamientos críticos que no deja de sentir o percibir y que, además, su obediencia tiene un matiz más desinteresado; en todo caso su interés más intenso se remite al deseo de obedecer más que a los beneficios que obedecer le procure. El proceder es muy distinto en la posición de lo obsecuente: este no tanto reprime o reniega de movimientos críticos que en sí mismo se agiten, sino que adula, ensalza, alaba, porque ahora le conviene.
Por otra parte, en la obediencia siempre se funda una moral, la moral de la lealtad, valga el caso, por la que me obligo a seguir marcando el paso en fila, una moral que me hace sentir culpable porque obedecer a lo propio y no al poder dominante sería ser desleal. En contraste, el desobedecer si algo funda es una dimensión ética, la que me compromete con cuidar de la diferencia, hacerme responsable por ella. Pero ser responsable no es lo mismo que ser leal porque la lealtad a la diferencia me impediría, entronizando o fetichizando una diferencia histórica entre otras, diferir de ella. Y sino difiero de la diferencia la inactivo como tal.
Cuando Voltaire le escribía Rousseau que detestaba sus ideas y sus teorías, pero daría la vida porque aquel pudiera difundirlas libre de censuras, encarnaba esa posición de responsabilizarse por una diferencia en lugar de ser leal a una ideología o a un dogma. No era que moralmente situase a Rousseau del lado de lo moralmente bueno: actuaba en nombre de estar de acuerdo no con cuales y tales ideas, estar de acuerdo con que la différance se enarbolase como principio de la vida en común.
En el campo de lo político, en lo particular campea una extraterritorialidad donde se atrinchera la obediencia como principio de funcionamiento, así como en todo campo donde se pretenda hacer valer una ley trascendental.
No me propongo ahora examinar a fondo porqué esta discordancia y porque en lo político impera la obediencia -supuesto que pudiera. Acaso es razonable pensar que el peso específico de las relaciones de poder es mucho mayor en los funcionamientos políticos que en el campo multifacético de la experiencia cultural. No deja de ser interesante que, en silencio como suele hacerlo, Winnicott deje afuera de la experiencia cultural la dimensión de lo político, como si fuera una experiencia social más que una experiencia cultural. En todo caso en la política la muerte de Dios todavía no ha acontecido y de allí la proliferación de tantas figuras paternalistas, de tantos supuestos padres protectores y, en definitiva, de tanto autoritarismo, aun cuando en occidente se intente hablar en nombre de una democracia que de hecho no existe en ninguna parte por la sencilla razón de que lo que sí existe es la figura del representante, del que representaría al pueblo ausente. Por lo tanto, el pueblo en sí mismo -que además tampoco existe en lo óntico, sino en todo caso como categoría ontológica- no tiene poder alguno, desmintiendo lo que dice la palabra “democracia”. El poder, si alguien lo tiene, es de los representantes a los que se ha votado.
Si todo esto hace crisis en estos tiempos en nuestra cultura es porque ya nadie cree -y se descree amargamente- que tales representantes nos representen, no habiéndose encontrado modo alguno de controlar eficazmente que sí lo hagan, en lugar de armar todos ellos juntos una corporación más o menos mafiosa que gobierna o, según piensa Miguel Benasayag, domina.
El dominio de la experiencia cultural no está descontaminado de diversos deseos de dominio, pero en tanto producción, en el plano de las diversas escrituras que genera, desborda largamente el régimen de aquellos deseos. Por eso es posible gozar intensamente de la lectura de un libro como La Biblia judeo-cristiana sin tener necesariamente que creer en algunas de esas dos religiones. El goce estético y el gozar de la producción de una escritura, que al leerla volvemos a escribir, no se deja gobernar por un deseo de poder político que buscase nutrirse en ese mismo texto.
Es por estos motivos que Barenboim decidió dirigir Wagner en Israel, para mostrar en acto que los nazis no eran dueños de esa música, aunque la hubieran utilizado, y que ni siquiera Wagner era dueño de esa música, aunque fuera manifiestamente muy antisemita. Barenboim mostraba así que, en el fondo, la experiencia cultural no tiene dueño, aunque muchos se la quieran apropiar. Es el mismo funcionamiento por el cual la más grande producción cultural de un país tan racista como Estados Unidos es un género musical inventado por los esclavos y, luego, adoptado por todos, blancos y negros.
Desgraciadamente, la política raramente funciona así y por eso nunca llega a ser una experiencia cultural, apenas llega a ser una experiencia social que nunca está a la altura de las producciones culturales de una sociedad cualquiera. Nos sorprenderá siempre el hiato, la diferencia de estatura entre las producciones culturales que se generan en el seno de una Nación y su funcionamiento político, siempre más bajo, siempre más pobre, de lo cual deduciríamos que el poder no solo corrompe, como se dice desde hace tanto tiempo, además empobrece. Y eso lo podemos comprobar a diario con solo comparar el nivel de un alto funcionario político con el de un gran músico o escritor o un gran científico en ese mismo país. En términos generales el contraste será desolador.
Pero esta lección de que el deseo de dominio regularmente empobrece a quien es poseído por él, se vuelve a comprobar cuando evaluamos su incidencia negativa en personajes talentosos o incluso geniales, pero demasiado adscriptos a él, tal el caso del mismísimo Freud entre nosotros los psicoanalistas. Quizá la clave no es tan oscura: en última instancia todo deseo de dominio, de poder, de control se apoya en la obediencia, mientras que no puede apoyarse en la desobediencia sin desestabilizarse a sí mismo. Por eso la experiencia cultural, a fin de conservarse viva y en plenitud, debe mantener a raya aquel deseo a fin de privilegiar no al dominar sino a la creación.
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