por Ricardo Rodulfo
Siguiendo con nuestra Nota anterior, donde comenzamos a realizar nuevos desarrollos y desconstrucciones del significante, debemos poner en claro que nos estamos refiriendo, superponiéndolas, a dos variantes decisivas de él: la versión que procede de la lingüïstica, por la senda de Lacan, y la que deriva de un tratamiento musical del concepto, vuelto motivo, que venimos rastreando, sacando partido asimismo de la misma variante lacaniana, que en numerosos puntos deja traslucir una dimensión musical no asumida ni explicitada por Lacan, pero presente en su escritura, en el juego tan musical de su escritura. Lacan es un músico escribiendo, más que un hombre de letras. Su frecuente apuesta a la sonoridad homófona es un indicador preciso de tal rasgo de estilo. Es un músico que, equívocamente, idealiza el lenguaje de los lingüistas.
Y en tanto motivo musical el significante ya no está condicionado por el logocentrismo, se desprende y deja ver su carácter en un dibujo, en una melodía, en el uso de ciertas prendas de vestir, en ciertos diseños espaciales, en los juegos más diversos. Por ejemplo, en el de la tradicional escondida: no solo el grito de “¡Piedra libre!” es un significante, también el echar a correr hacia la supuesta y ficticia piedra. Y el dar de comer a su muñeca es todo un significante del deseo de ser grande y de grande, mamá, en la niña que así alimenta a su objeto transicional. Hasta cierto punto, todos los juegos de penetración en el cuerpo de otro son significantes de esa universalidad que equipara en todas partes comer con copular. Y si adorno con un florero lleno de flores la mesa colectiva de un grupo al que por su condición de desamparo hay que cuidar pueda alimentarse, esas flores son el significante de un deseo de que los pobres no solo dispongan de comida sino también de poesía en su cotidianeidad.
En mi último libro, En el juego de los niños, consagro un capítulo a la actividad creativa de un músico que fabrica instrumentos con restos que saca de un basural en una comunidad miserable del Paraguay, para hacer con ellos instrumentos musicales con los que organizará una orquesta juvenil, alejando a muchos chicos de la calle y sus miserias. Esos fragmentos que rescata para darles otra vida y función son significantes de su deseo de intervenir musicalmente en la existencia atormentada de esos jóvenes. Aquí no hacen falta palabras para que haya significantes. Tampoco hace falta ningún centro fálico, segundo error de Lacan en su modo de pensar ese motivo, sujetándolo a un centro trascendental alrededor del cual habría que girar, y que, lejos de socavar el significado fijo, lo congela en el supuesto símbolo fálico. Pero la differance no requiere ningún elemento que condene a girar a su alrededor. En su lugar teje una serie de variaciones que van haciendo y deshaciendo temas sin cesar. Si algo fálico se desliza es como un elemento más, la verdadera paradoja de lo fálico es no precisar de un orden fálico, cosa que vale para los vínculos llamados de género.
Lo más interesante es que lo fálico no necesita afirmarse como fálico ni satelizar a los demás términos de una cadena. Es Lacan quien, como otros jefes de tribu, necesita afirmar lo fálico con un énfasis y un acento de dominio fálico de lo fálico. Mientras que aquello verdaderamente fálico suele pasar inadvertido y, sobre todo, silencioso, sin inflarse con palabras, hacer de lo fálico su propia caricatura es echarlo a perder como motivo deseante, que no apunta al dominio sino a la singularidad. Ya el fetichismo corriente, normal, nos enseña que falicizar un elemento es una manera de singularizar a alguien o a algo, una vía para, valga el caso, “exagerar la diferencia entre una mujer y otra”, como decía Bernard Shaw, para lo cual no es obligatorio pasar por el expediente de montar una escena entre lo fálico y lo castrado; lo fálico no obliga a una oposición binaria rígida, como la que inventó Freud. Le basta con la fórmula de ser primus inter pares.
El susurro de una mujer con sus ojos oscuros envuelta en un vestuario nada histérico, de una elegante sobriedad, es más fálico que la estridencia de quien se postula como personaje fálico “propagandéandose” a sí mismo con monerías tipo Dalí. Lo exitosamente fálico suele ser callado, guardar silencio, saber guardar silencio; sabe también que su triunfo individual no lo sería sin grupo, sin el entre de un grupo donde su singularidad no deja de lucirse, pero sin la presuntuosidad de quien se desearía único.
Ha sido una larga confusión el asimilar lo singular a lo único, confusión mantenida por aquellos que se creen únicos por una falla en su estructura fálica, que, por así decirlo, se ha quedado en una época histórica ya perimida, y que por eso mismo no les bastaría ser los mejores, o de los mejores, sino que insisten en esa condición imposible de uniquidad, una posición de iniquidad además de inequidad.
No hay entonces el significante fálico. Existe una fluidez fálica que ondula y recorre sin detenerse nunca mucho tiempo extendiéndose aquí y allá, invistiendo sucesiva y simultáneamente tales y cuales diferencias cada vez que estas alcanzan ciertos puntos de culminación.
Como decir que el verdadero significante no se nota tanto, no se hace publicidad a sí mismo. Transcurre en suavidad inaparente, como las mujeres más hermosas, que por lo general no son las que asoman en las tapas de ciertas revistas.
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