por Ricardo Rodulfo
Examinamos sucintamente en la nota anterior el motivo de lo originario en el psicoanálisis y en la antropología y procuramos poner de relieve su raigambre metafísica, la cual, por ejemplo, induce a buscar en él una supuesta autenticidad escondida en su fondo primitivo -asimilado al “interior” del paciente-, lo que entre otras cosas bloquea al analista para en todo caso ayudar a ese paciente a buscar tal autenticidad en su porvenir, como algo a lo cual llegar, como algo a construir, en lugar de radicarlo en un remoto pasado sepultado en alguna parte de la subjetividad. Habitualmente aquel motivo queda fuertemente asociado al de lo natural, un segundo motivo que ha hecho de las suyas en nuestra disciplina. Para empezar, toda referencia a lo natural se apoya enseguida en la categoría de Naturaleza, una categoría enteramente cultural, construida desde una reflexión bien cultural. Esta paradoja lleva a pocas cosas tan culturales como esa invocación a la naturalidad de una Naturaleza, cuyo trasfondo mítico se pone de manifiesto con el agregado de esa mayúscula. Se puede advertir esto en el refinamiento y complejidad, incluso artificialidad, de tantas concepciones “naturales” o naturalistas, como la invención de complicados regímenes alimenticios que nada tienen de “instintivo” y que reposan sobre una ideología que codifica y clasifica lo que sería supuestamente natural. Lo que funciona mal, entonces, y equívocamente, produciendo confusión, es la tajante línea divisoria que opone Naturaleza a Cultura, sea para endiosar la segunda y desvalorizar la primera –como en los usos lacanianos que reservan al padre las insignias de lo cultural y de sus leyes, dejando a lo materno en situación de naturaleza-, sea al revés, idealizando una pretendida naturalidad de lo natural, que se revestiría con todos los prestigios de lo auténtico, de lo esencial, dejando para la cultura cierto acento desvalorizador por artificial, antinatural, etc.
En este segundo caso el prestigio fálico de lo natural se acrecentaría al unirlo indisociablemente al motivo de una simplicidad que sería como su esencia misma: la unión del bebé con su madre, característicamente, se presentaría como el modelo de una fusión simple; tal concepción dificulta y mucho el trabajo clínico con un pequeño, dado que lo que el psicoanálisis ha puesto de relieve, unido en esto a estudios psicológicos de otro tipo, es la complejidad y no naturalidad de todos los lazos, por ejemplo lúdicos, que madre y bebé deben construir entre ambos para poder relacionarse, toda la red de interpretaciones recíprocas que cada uno hace de la conducta del otro, que poco tienen que ver con esa invocada simplicidad de un contacto directo, ya dado por la naturaleza, sin necesidad de intervención cultural alguna, pues ésta siempre sería una interferencia en esos procesos naturales y simples. Esta manera de pensar tiene en sí todos los sellos típicos de la vieja metafísica occidental, empezando por esa promoción de un origen simple y natural, de la pureza “verdadera” de esa naturalidad natural, que enseguida desemboca en el motivo de una “naturaleza humana” que es como decir, esencia de lo humano, y donde el trabajo histórico de la diferencia cultural se significaría como una superposición de capas artificiales que taparían aquella autenticidad, que en nada las necesita. Lo humano sería en su verdad más recóndita siempre igual a sí mismo, las complejidades de lo cultural no serían sino revestimientos artificiosos que obstruirían la presencia simple de una verdad natural a la que uno podría llegar sin otros trabajos que deshacerse de las formaciones culturales. Como de costumbre, la valoración puede invertirse, valorizando entonces la cultura como una formación que pone diques a nuestro salvajismo primitivo y natural, bien representado por los niños o los pueblos no occidentales. La naturaleza aquí se haría cargo de nuestro fondo bárbaro, pre-verbal. (El logocentrismo forma parte intrínseca de esta manera de ver las cosas, idealización y sobrevaloración de lo verbal a expensas de otros recursos, como los musicales o los plásticos). Otra forma de naturalización que de nuevo bloquea acercarse sin prejuicios a la complejidad emergente de un sujeto en crecimiento. Se le niega, por ejemplo, capacidad discriminatoria y de registro de la alteridad al niño que aún no habla, descalificando todo el trabajo de subjetivación que se lleva a cabo en el plano de sus juegos.
En definitiva, denunciamos el carácter para nada natural del motivo de lo natural y lo mítico de toda suposición que parta de un origen simple. La relación más temprana, para el caso, es entre dos modos asimétricos de la complejidad, no la de un ser complejo -la madre- con uno simple -su hijo, cargado éste con los emblemas de una naturalidad primitiva, buena o mala. Si hay algo “natural” en nosotros es precisamente la apertura de nuestro potencial biológico a ser culturalmente historizado, al no oponer formatos rígidos genéticos para tal historización. Y esto ya está de entrada muy lejos de una simplicidad originaria que lo cultural complicaría y corrompería innecesariamente.
Como de costumbre, también, es interesante constatar que tanto ideologías proclamadas como “progre” e ideologías claramente reaccionarias apelan a la misma armadura mitometafísica. La esperanza de un trabajo deconstructivo es que aquél pueda liberarnos de ello y evitarnos tener que optar por falsas alternativas, que parecen darnos la opción pero que nos reenvían repetitivamente a lo mismo.