Por Ángel E. González Campos
Este texto fue presentado como Trabajo Final en el marco del Seminario “Lecciones de la clínica” y fue escogido para ser publicado en esta sección por considerarlo destacado, tanto por su contenido como por la originalidad de su escritura.
A modo de presentación
Hace unos años, antes de la pandemia, a media tarde, concluía una sesión de análisis, con una muletilla que se ha vuelto habitual, tanto para mí como para mis pacientes: “Bueno, vamos a dejarlo hasta aquí por hoy, ¿te parece?”. La paciente, una mujer de la cual era yo su segundo o tercer terapeuta, se levantó del diván y, camino hacia la puerta, hizo algún comentario en son de chanza, respecto a algo que habíamos abordado apenas unos minutos atrás. Como era una simpática ocurrencia, me reí con ella de buena gana. Se detuvo unos momentos en la puerta y me dijo, con un gesto divertido, “¿Sabes, Lalo? Eres muy diferente de mi analista anterior. Siempre muy serio, siempre muy callado. Contigo, a pesar de lo pesado que hemos trabajado acá, no me lo paso mal”. Dicho esto, me extendió el pago de los honorarios de esa sesión, y se marchó.
Yo me quedé unos instantes pensando en lo dicho por mi paciente; me había dejado con un gusto agridulce. Por supuesto, me resultaba aliciente el que reconociera mi consultorio no como una sala de torturas emocionales, sino como un espacio de trabajo en el que además encontraba un disfrute, un gozo -que no un goce-. Descarté casi de inmediato que se tratara de un coqueteo, uno de esos dichos al pasar a través de los cuales la transferencia erotizada se empieza a dibujar. La historia de trabajo con ella, los conflictos que habíamos sorteado y los difíciles momentos que habíamos compartido en el desarrollo de su trabajo analítico, me llevaban a considerar su comentario como proveniente de aquella parte que, con Winnicott (1960), hemos aprendido a reconocer como verdadero self.
En realidad, al poco pensarlo, identifiqué mi incomodidad como producto del chasqueo de un latigazo superyoico. Encontré dentro mío un oscuro desazón ante la idea de que no estaba haciendo las cosas bien, como deben de hacerse “analíticamente”: quizás estaba yo flaqueando en el establecimiento de un encuadre firme. Reconocía que no era esta la primera vez, en dos décadas ejerciendo como terapeuta psicoanalítico, que me señalaban cosas por el estilo: que no era yo tan callado, tan serio, tan distante, como otros psicólogos, como otros analistas, con los que mis ahora analizandos habían trabajado anteriormente. Yo mismo reconozco que suelo hablar en las sesiones mucho más de lo que recordaba que mi analista[1] lo hiciera en mi propio análisis.
Un sentido de alarma me inundó de pronto y pensé en aquellos tratamientos que recientemente se habían interrumpido unilateralmente, fuera con previo aviso de los consultantes o como meros abandonos. “Tal vez, me dije, se debe a que me he ido aflojando a lo largo de los años, he ido perdiendo la firmeza del encuadre. Hablo demasiado, no interpreto lo suficiente, o no lo hago con la necesaria agudeza”. Pensé en las y los analistas que respeto, con los que me he formado, o con los que he tenido posibilidades de trabajar. Me sentí apesadumbrado, un poco ahogado bajo el peso del ideal del yo analítico.
Vino entonces a mi auxilio el recuerdo de una idea de Ricardo Rodulfo, leída tiempo atrás, que, si no la rescato demasiado mal[2], nos prevenía respecto al peso asfixiante, paralizante, que las demandas superyoicas pueden tener sobre el desarrollo de una praxis analítica que pueda catalogarse de apropiada -no en el sentido de “adecuada” o “conveniente”, sino de “hecha propia”-.
Es que el peso de todos esos “grandes nombres” de nuestra disciplina, de aquellos más distantes, que encontramos en los textos “consagrados” -Freud, Klein, Lacan, Dolto, etc.-, y de aquellos otros, que no por ser más cercanos devienen menos saturados, de aquellos que fueron nuestros maestros o supervisores, a quienes acudimos a escuchar en algunas jornadas académicas o en algún ateneo clínico, es tal, que resulta bien fácil que advengan significantes del superyo (Rodulfo, 1989).
Ricardo escribe,
en el mismo campo del psicoanálisis, la transmisión psicoanalítica, la enseñanza […] Es muy frecuente suponer que cuando alguien escribe un libro o un artículo sobre temas de nuestra disciplina se suponga que están destinados a desarrollar una hipótesis en particular, algo que tenga que decir el autor en cuanto a determinado problema clínico, contenido teórico o epistemológico, pero sólo hojeando las revistas psicoanalíticas de cualquier corriente, la suposición se desvanece: gran cantidad de artículos parecen confeccionados para significarse el autor como sujeto frente al Otro. Por ejemplo, el autor escribe únicamente para decir “yo soy freudiano”, para ser reconocido por el significante Freud que allí se vuelve un significante superyoico institucional. El viejo Freud, muerto en 1939, se ha convertido en una práctica política en psicoanálisis. Se escribe sin nada que agregar, excepto “uno más”: hacerse reconocer por el significante Freud o el autor favorito, de quien se trate. Delata este tipo de situación la típica pregunta por “la línea” que sigue a la declaración “me analizo (o estudio o superviso) con…”. (Rodulfo, 1989, p. 58)
Una operación semejante, me parece, puede tener lugar cuando nos referimos al ejercicio clínico del psicoanálisis. Compararse mentalmente con lo que se imagina constituye el “correcto” proceder de tal o cual autor puede generar un titubeo, un retroceso o una franca parálisis de la capacidad para pensar.
Por mi parte, la primera vez que me topé con el nombre de Freud fue en la universidad, cursando el primer semestre de la licenciatura en psicología. En el periodo intersemestral, saqué de la biblioteca de la facultad un libro que compendiaba los cinco historiales extensos de Freud[3]. Al terminar las vacaciones de invierno, después de leer el grueso tomo -sin, por supuesto, entender bien de qué iba todo lo que había leído- recuerdo que me dije, “Este tipo era un genio o estaba completamente loco”.
Han pasado casi veinticinco años desde entonces. El nombre del seminario que cursamos, Lecciones de la clínica, algunos comentarios salpicados entre clases y variadas reflexiones encontradas en los textos, especialmente aquellos de Ricardo Rodulfo, me condujeron a una elección un tanto extraña del tema a abordar para la elaboración de este trabajo: he querido reflexionar, aunque fuera de manera titubeante, acerca de cómo me han moldeado las diversas formas de la clínica con las que me he comprometido a lo largo de estos años, las maneras variadas en que he apostado por comprender y ejercer el psicoanálisis de la mano de mis analizantes, niños y adultos, y, por supuesto, de quienes han sido, más que referentes teóricos, interlocutores a través de sus textos[4].
De los trayectos
De antemano, pido disculpas por el tono anecdótico de este trabajo. Es que no creo que sea cosa menor el admitir que coqueteé durante los años iniciales de mi formación como psicólogo con la idea de encaminarme al campo de la neuropsicología. Justamente, la fascinación que ejercía un docente[5] del área, y el prestigio de las ciencias “duras”, médicas, hizo las veces de canto de sirena, que estuvo a punto de dirigir mi barco. Pero, justo acá se empiezan a notar los efectos de la clínica en mi vida profesional.
No puedo sino sentir una profunda empatía hacia los jóvenes universitarios que tuvieron que vivir la pandemia de COVID-19. Como ellos, yo también crecí en una generación que se dio de bruces con otra epidemia, la del VIH/SIDA. La mía no fue la generación de la liberación sexual, sino la del riesgo jugado medio a ciegas en los encuentros amorosos, bajo la sombra de una infección que tampoco entendíamos muy bien. Lo que viene a cuento porque, justo antes de dar el viraje hacia las neurociencias, me anoté como voluntario en una asociación de lucha contra el SIDA. Era algo que había querido hacer de adolescente, pero que no se me permitió por ser menor de edad. En aquel momento, me imaginaba que me pondrían a repartir panfletos en alguna estación del subterráneo y podría tachar ese pendiente de mis pendientes por hacer. En realidad, me pasé los siguientes dos años visitando enfermos terminales en sus domicilios, acompañándolos durante sus convalecencias hasta que se reintegraban a sus actividades (lo que ocurría más bien poco) o hasta que fallecían (más frecuentemente).
Ese primer asomarme a la clínica me cimbró hasta los huesos. Puso, en más de un sentido, mi vida “patas para arriba”. Y me decidió a abandonar mi pretensión por las neurociencias y comprometerme con una formación de pregrado especializada en clínica de orientación psicodinámica, a cargo de Bertha Blum Grynberg, psicóloga y psicoanalista de origen argentino. Ahí comencé mis primeras lecturas serias de la obra de Freud y de otros autores. Y me pasé otros dos años trabajando con pacientes al borde de la muerte, esta vez niños y adolescentes aquejados de leucemia o (medio) viviendo con cardiopatías congénitas.
En mi primer trabajo remunerado como psicólogo titulado cambié la clínica de la muerte por la clínica de la locura. Participé en la coordinación de un proyecto clínico-escolar inserto en un colegio privado que recibía a niños y adolescentes con diagnósticos de autismo, trastornos generalizados del desarrollo y psicosis. La orientación teórica del proyecto se sustentaba en el psicoanálisis lacaniano, del que apenas había escuchado nada. Fue una segunda zambullida intensísima en el campo clínico.
Durante esos años, tuve la enorme fortuna de supervisar con la Dra. Rita Zepeda Gorostiza, psicóloga, psicoanalista y -además- terapeuta familiar sistémica, quien me llevó a leer por primera vez a Winnicott.
Durante el segundo año en aquel espacio clínico-escolar, se me invitó a conducir un taller de juego con los niños atendidos. No tenía mucha idea de por dónde entrarle a semejante faena -¿qué acaso los niños autistas juegan? ¿y los niños locos?-, y fue entonces que alguien me recomendó que leyera algunos libros sobre el tema. Uno era de Bettelheim, otro de Tustin. El tercero había sido escrito por un psicoanalista argentino del que no había escuchado nunca, un tal Ricardo Rodulfo.
De los tumbos
“El niño y el significante” es uno de mis libros de cabecera. Sigo visitando continuamente aquel primer ejemplar, aunque el lomo amenaza con deshojarse. Me resisto a cambiarlo, porque sus hojas están plenas de subrayados, de anotaciones a los márgenes, algunas a lápiz, otras a tinta. Y de nombres. Nombres de chicos y chicas con los que he trabajado a lo largo de los años y cuyos rostros me evocan las palabras del texto.
Un par de años después, decidí que era momento de cursar estudios más formales en psicoanálisis. Me acerqué a la Asociación Psicoanalítica Mexicana y calculé que, pese a lo elevado de los costos, podría cursar la formación analítica, que ya se abría a los psicólogos, después de muchos años de estar reservada a los médicos. Me entregaron una hoja con el plan de estudios, en el que reconocí el nombre de varios autores. Le pregunté a quien me daba informes en qué momento de la formación se revisaba a Lacan. Su contestación fue tajante: “Acá no leemos a Lacan. No forma parte de los autores que revisamos, porque formamos parte de la Asociación Psicoanalítica Internacional, que fundó Freud. Lo mejor es que no pierdas tu tiempo con eso. No, no leas a Lacan”.
Recupero otra idea de Ricardo,
¿No ocurre lo mismo acaso en ciertas transmisiones, no se disemina este imperativo por la enseñanza en general, psicoanálisis incluido? Cuántas veces quien se acerca para formarse termina paralizado frente a un discurso extremadamente armado y encerrante, seductor pero a costa de no dejar pasar al sujeto, que se estrella en una impostada perfección. El resultado -por de más conocido- es que en esas condiciones no hay libertad de pensamiento: imposible jugar con las ideas, imposible arruinarlas. (Rodulfo, 1989, p. 112)
Cuando era niño, leía en casa todo lo que me cayera en las manos. No fueron pocas las veces que alguien me dijo que tal o cual libro no era conveniente para que un niño de mi edad lo leyera. Como mi padre estaba demasiado enfermo y mi madre demasiado atareada como para ocuparse con lo que me entretenía, terminé leyendo todo tipo de cosas. Por eso, cuando aquella docta colega deslizó la idea de que no me sería permitido leer algo o a alguien, de inmediato descarté formarme en tan prestigiosa institución, sin importar su abolengo.
Ahora bien, tampoco estaba dispuesto a enrolarme en una de esas asociaciones o grupos que había yo escuchado mentar a mis compañeros que se nombraban a sí mismos como “lacanianos”. Aunque aprendí muchísimo con y de ellos, especialmente con ellas, a lo largo de esos años, y aunque algunas ideas me parecían fascinantes[6], notaba un tufito dogmático y hasta sectario que no terminaba de encajarme.
En la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, como en otros lados, es muy común que los conceptos mismos se perviertan en significante del superyó […] Clínicamente, quien así lo desee constata efectos y características repetidos en el estudiante: inhibición en primer lugar, preludio al desolador silencio de tantas instituciones psicoanalíticas en torno a la élite que ‘sabe’… al menos decir. (Rodulfo, 1989, p. 59)
Afortunadamente, di con un centro de formación, de relativamente reciente fundación, que ofrecía la maestría en psicoterapia psicoanalítica, bajo la dirección de los Dres. Norberto Bleichmar y Celia Leiberman de Bleichmar. En el Centro ELEIA, sin ocultar un fuerte predominio de las ideas postkleinianas, tuvimos la oportunidad de leer a autores de todo tipo, incluyendo a Lacan, a psicoanalistas franceses no lacanianos y a psicoanalistas estadounidenses.
Trayectos teórico-clínicos
Curiosamente, ya en ELEIA, cuando en las clases se discutía con una perspectiva predominantemente postkleiniana, yo nombraba a Winnicott o a Lacan, a Marisa y Ricardo Rodulfo, a Piera Aulagnier o a Erich Fromm. Más adelante, cuando me he dado el espacio de nuevas formaciones[7], algunas de ellas claramente cercanas al pensamiento lacaniano, no es raro que termine mentando a Klein, a Bion o a Meltzer.
¿Se trata de una molesta tendencia a llevar la contra, a desentonar, a rebelarse ante las propuestas o líneas teóricas que presenta un programa, un docente?
Me gusta pensar que no.
Me gusta pensar que, más bien, he hecho mía aquella idea de que a la teoría psicoanalítica hay que entrarle con la misma seriedad con la que algunos de mis pequeños pacientitos abordan una caja de legos: jugando, animándose a probar, a ensayar ensamblajes improbables, a inventar más allá de lo que proponga el instructivo.
Toda referencia o acto de línea en psicoanálisis funciona ineluctablemente como significante del superyó, no importan las ‘intenciones’ […] lo que campea en la formación corriente de los jóvenes analistas o aspirantes a serlo. La única forma de desengancharse de esta situación gira en torno a ese “perá” del chico, o sea poner en juego algo del orden de la negación, plantarse con un ‘qué me importa quién lo afirma’, no para descalificar al autor, sino para abrir un boquete en esa superficie del ideal y sus efectos irrespirables de fascinación, que pervierten a menudo el proceso de aprendizaje del psicoanálisis como para que no se crea que el discurso amo es un problema ‘de los otros’ […] Un concept es exactamente igual que un juguete, para poder usarlo hay que poder romperlo, hay que poder ensuciarlo, hay que perderle el respeto. Toda veneración dificulta o anula la producción de significantes del sujeto en cualquier orden. (Rodulfo, 1989, p. 60)
Jugar con los elementos que provee la teoría, servirse de las ideas que los distintos autores nos ofrecen, me parece, tampoco viene a justificar una suerte de eclecticismo que no tenga ni pies ni cabeza y que se ponga a las órdenes de ese pragmatismo tan de moda que reza simplonamente con que “como con la moda, al paciente, la técnica terapéutica que le acomoda”.
Al respecto, Norberto y Celia Bleichmar, tomando como referencia la experiencia estética y sus múltiples perspectivas, que lejos de contradecirse o anularse mutuamente enriquecen la experiencia del espectador, señalan.
Estas reflexiones pueden trasladarse al psicoanálisis: hay diversas corrientes [teóricas], cada una con su propia perspectiva. Una idea principal de nuestro trabajo es que así como cada estilo de pintura proporciona una experiencia estética, ni superior ni inferior a las otras sino diferente, cada escuela psicoanalítica puede ofrecer una experiencia con consecuencias particulares en el paciente, destinada a ampliar la significación de sus vivencias, el crecimiento de la mente y el desarrollo de la imaginación y la fantasía, a profundizar la búsqueda de la verdad o a mejorar sus síntomas (Leiberman de Bleichmar y Bleichmar, 2001, p. 16).
Tomarse en serio esta propuesta, que estos autores definen como «cubismo clínico», implica reconocer que, el objeto no es reproducido, sino recreado por el observador […] en el psicoanálisis, el paciente es recreado desde la mente del analista […] En psicoanálisis, a diferencia de lo que sucede en medicina, toda presentación teórica o clínica será, en cierto sentido, autobiográfica. Lo que el analista interpreta es lo que él tiene en su mente (Leiberman de Bleichmar y Bleichmar, 2001, pp. 16-17).
De esta forma, al reconocer que, la manera en que el analista ve a su paciente depende de: las teorías que utiliza, incorporadas por identificación; sus emociones y experiencias vitales; y, lo que el paciente despierta en él a través del vínculo analítico (Leiberman de Bleichmar y Bleichmar, 2001), nos vemos llevados a priorizar el campo vincular que tiene lugar en el espacio analítico, ese campo dinámico, tierra fértil para las identificaciones y las contraidentificaciones, para los malos entendidos y para la intimidad creadora, para los encuentros y desencuentros, que hemos dado en llamar el eje transferencia/contratransferencia.
Desde hace un tiempo me vengo preguntando si, al seguir la propuesta del cubismo clínico, al dirigir la propia praxis clínica, o mejor dicho, al reflexionar sobre ella al salir de las profundidades de la sesión, como nos lo propone Meltzer[8], contraponiendo ideas de diferentes autores, perspectivas diversas desde las cuales pensar el material aportado por la o el analizando, sin determinar de entrada ninguna jerarquía de unas ideas sobre otras que no sea la de las aperturas que nos ofrezcan para pensar el material y compartir de esta forma sendas líneas de comprensión de sí a nuestro o nuestra analizante; si al obrar así, decía, no se procurará alguna salida al problema que insistentemente Ricardo nos ha venido insistiendo respecto a lo conveniente que es desalojar al psicoanálisis de un centro rector (Rodulfo, 2008; 2013).
el psicoanálisis enfatizó su interés por el descentramiento; el psicoanálisis descentraba porque planteaba que la conciencia no estaba en el centro, que el yo no era el núcleo de la psiquis. Todo esto está muy bien y es cierto, pero falta algo: sacar el centro del centro. Porque uno puede sacar cosas del centro pero dejar el centro intacto. Entonces, si yo quito algo del centro, pero no quito el centro mismo, a la larga o a la corta, quedará puesta otra cosa en el centro. El psicoanálisis no operó de otra manera; Freud emplazó el complejo de Edipo en el centro de su sistema teórico y de la subjetividad e, incluso, de la condición humana, y restableció así, sin advertirlo, un pensamiento del centro que tiene una larga y accidentada tradición metafísica […] Y así ocurrió: cada uno puso algo en el centro. Jacques Lacan, la falta; Melanie Klein, la posición depresiva. Y, de este modo aquella operación mito-política […] permaneció sin ser detectada. (Rodulfo, 2013, p. 83)
Entonces, cuando se opera en la sesión desde la “virtuosidad de la mente del analista” (Meltzer, 1987), en ese campo profundo y rico que es el vínculo entre el analista y su analizante, ese campo intersubjetivo que viene resignificándose cada vez más como de lo más valioso y que desborda el viejo eje de la transferencia-contratransferencia (Leiberman y Bleichmar, 2013), y más tarde se reflexiona teóricamente sobre lo acontecido entonces, si se hace desde ese cubismo clínico que pone y contrapone, plantea de forma simultánea diversas articulaciones teóricas y conceptos clínicos, que permitan pensar el material del(a) analizante desde diversas miradas, a ninguna de las cuales se le adscriba como “la verdad” del paciente, ¿no se está, de alguna forma, contribuyendo precisamente a un descentramiento tal? ¿no hay ahí, precisamente, un cierto “trabajo de suplementación” (Rodulfo, 2013)?
Se podrá objetar que actuar de semejante manera implicaría una pérdida de consistencia teórica, que los sistemas teóricos propuestos por los diversos autores no pueden simple y llanamente meterse en el mismo saco -salvo que se quiera llegar al proverbial “saco de gatos”-, que incluso los diversos modelos teóricos tienen diferentes niveles de sistematización epistemológica, y un largo etcétera.
Sin embargo, ha sido siempre un mérito del psicoanálisis la no congruencia sistemática entre diversas facetas de su pensamiento, algo que le ha dado fuerza en lugar de debilitarlo, como si lo pusiera de acuerdo con todas las contradicciones que hacen a la subjetividad humana, con lo que apenas podría llamarse su objeto. (Rodulfo, 2013, p. 50)
A mí esa idea de “todas las contradicciones que hacen a la subjetividad humana” me gusta, y me gusta mucho. Suelo decirles a mis estudiantes de pregrado en psicología que, a mí como psicoanalista, me genera nauseas la cantaleta aquella de que los seres humanos somos “unidades biopsicosociales”. No falta alguno que trata de convencerme de que las realidades biológicas o sociales son tan importantes y de tan venerable peso como las psicológicas. De inmediato concedo, “No, a mí lo que me genera sarpullido no es eso, sino aquello de unidad; los seres humanos de unidad o de unitarios no tenemos nada”.
Es que, tejer desde la singularidad que le es propia al psicoanálisis, como paradójica disciplina que algo tiene que ver con el pensamiento científico, tan dado a sus leyes y sus generalizaciones, ¿no tiene algo que ver con esta yuxtaposición de propuestas para pensar, que los diversos autores nos ofrecen, y que han de cristalizarse en el campo intersubjetivo, en el campo transferencial, en el que debe darse “un trabajo del analista con sus propias asociaciones” (Rodulfo, 2009, p. 95).
Apostar a la singularidad no es sinónimo de renunciar a teorizar, sino de encarar el desafío de construir un modo de pensar capaz de no excluirla o de no neutralizarla rápidamente […] constituye todo un desafío pensar en conflicto, movilizando aspiraciones inarmónicas entre sí, como lo son la búsqueda de leyes o regularidades y la consideración de lo singular. (Rodulfo, 2009, p. 94)
¿No es lo que se propone, también, una forma de soportar las paradojas, aceptarlas, tolerarlas, respetarlas y no resolverlas, como nos lo propuso hace tiempo Winnicott (1999)?
Queda en el tintero
Se me agota el espacio, el tiempo y probablemente la paciencia de quien me escucha. Debo dar por concluidas estas reflexiones, aunque me confieso insatisfecho. A partir de aquí, me hubiera gustado discurrir, exponer, la manera en que precisamente los niños y los adolescentes con los que he trabajado a lo largo de estos veinte años han modificado mi forma de pensar y de ejercer el psicoanálisis, transformando no sólo mi forma de ser analista con pacientes adultos, en el consultorio, sino de manejarme como psicólogo clínico en diversos settings en los que no se me convoca como analista, pero en los cuales no puedo dejar de pensar como tal.
Lo que conviene tener en cuenta es que el psicoanálisis, como actitud y como manera de pensar, no depende de su fidelidad a un concepto o a un credo determinados, no depende de un vocabulario […] la actitud psicoanalítica no depende de un centro teórico al cual se profese creencia. (Rodulfo, 2013, p. 89; el subrayado es mío)
Pero tampoco se circunscribe a un espacio o a una formulación abierta de no sé sabe qué demanda.
Me hubiera gustado hablar de cómo, hace casi quince años, introduje el empleo de un juego de ordenador en las sesiones con chicos enfermos, huérfanos por los estragos del SIDA, que parecían incapaces de jugar y a quienes me insistían debían derivarse al psiquiatra dada su conducta profundamente disruptiva (diríamos, antisocial, con Winnicott [1991], y todas sus resonancias de deprivación emocional temprana), a pesar de las cejas que levanté ante ciertos colegas, que no veían nada bien que se introdujera semejante aparato en una sesión de terapia psicológica.
Me hubiera gustado hablar de cómo no me acobardé ante la solicitud de un niño ingresado en una casa hogar, cuando comenzó a llamarme “papi” en las sesiones; acerca de cómo hablamos de su padre biológico, ausente no sólo en su vida, sino en el discurso de su madre; acerca de cómo articulamos que podría llamarme “papi”, siempre que se tratase de un juego, al que le montamos reglas y que él mismo explicaba a los demás niños y no pocos adultos que escuchaban atónitos y desaprobadores (más los segundos que los primeros) de qué iba; cómo eso movilizó la posibilidad de que su madre terminara relatando la historia de su encuentro con el hombre que fue su genitor y porqué no formaba parte de su vida, momento a partir del cual no volvió a llamarme de esa forma.
Me gustaría poder hablar de cómo me ido acostumbrando a utilizar el sentido del humor, las chanzas y los juegos de palabras, con muchos niños en la latencia y en la adolescencia, y cómo he aprendido a trasladar esa actitud con mis pacientes adultos.
Me gustaría tener tiempo para exponer la manera en que he accedido a dedicarle un rato de las sesiones de algunos chicos y chicas a mirar videos en YouTube, como parte de sus sesiones, de los elementos que de ello he extraído y que difícilmente hubiera podido contar si una rigidez al encuadre me hubiera llevado a rechazar sus propuestas de ello.
Me gustaría hablar del bonito mundo que construí con un pacientito en Minecraft, jugando yo en mi celular y él en una tableta, sentados uno junto al otro, en la sesión, con un pequeño que poco hablaba, pero que mucho escribía en el chat del juego y, sobre todo, a través de las construcciones con las que adornaba su mundo… y de los cataclismos con que todo se venía abajo, con iguales dosis de ansiedad y emoción.
Todas esas son lecciones que mis pequeños y no tan pequeños analizantes han ido impartiéndome, transformándome como analista, a la vez que los acompaño en su elaboración de su ser en el mundo.
Pero el tiempo se nos ha agotado ya y hemos de concluir acá, aunque muchas cosas hayan quedado en el tintero.
Ángel E. González Campos: Licenciado en Psicología por la UNAM, completó estudios de Maestría en Psicoterapia psicoanalítica en el Centro ELEIA. Cuenta además con una Maestría en Psicología Clínica y de la Salud y un Doctorado en Desarrollo Humano, ambos por la Universidad IEXPRO, además de formaciones en psicopatología psicoanalítica (Instituto Fort Da) y teoría psicoanalítica y formación clínica infantil y de la adolescencia (Instituto Klein). Su experiencia profesional incluye trabajo institucional con niños y adolescentes con predominancias psicóticas y autismos, niños y adolescentes que viven con enfermedades crónicas y/o en situaciones de vulnerabilidad psicosocial. Actualmente, se dedica a la docencia a nivel superior de grado y posgrado, así como trabajo analítico en consulta privada.
Referencias bibliográficas
Leiberman, C., y Bleichmar, N. (2013). Sobre el psicoanálisis contemporáneo. Editorial Paidós.
Leiberman de Bleichmar, C., y Bleichmar, N. (2001). Las perspectivas del psicoanálisis. Editorial Paidós.
Meltzer, D. (1987). El proceso psicoanalítico. Ediciones Hormé.
Rodulfo, R. (2013). Andamios del psicoanálisis. Lenguaje vivo y lenguaje muerto en las teorías psicoanalíticas. Editorial Paidós.
Rodulfo, R. (2009). Trabajos de lectura, lecturas de la violencia. Lo creativo-lo destructivo en el pensamiento de Winnicott. Paidós.
Rodulfo, R. (2008). El psicoanálisis de nuevo. Elementos para la deconstrucción del psicoanálisis tradicional. Eudeba.
Rodulfo, R. (1989). El niño y el significante. Un estudio sobre las funciones del jugar en la constitución temprana. Editorial Paidós.
Winnicott, D. W. (1999). Realidad y juego. Gedisa.
Winnicott, D. W. (1991). [Comps. C. Winnicott, R. Shepherd y M. Davis]. Deprivación y delincuencia. Editorial Paidós.
Winnicott, D. W. (1960). Deformación del ego en términos de un ser verdadero y falso. En D. W. Winnicott. (1975). El proceso de maduración en el niño. Editorial Laia, pp. 169-184
[1] Aprovecho para recordar con cariño a la Dra. Georgina Martínez Montes de Oca
[2] Debo de reconocer que he buscado insistentemente esa cita en los numerosos libros que tengo de Ricardo, pero esta se ha mostrado elusiva. Seguramente, como suele pasar en este tipo de cosas, no bien pase la entrega de este trabajo, daré con ella. Me disculpo de antemano por ello.
[3] Me refiero, por supuesto, al caso Dora, al caso del pequeño Hans, al caso del Hombre de los Lobos, al caso del Hombre de las Ratas y al análisis que del caso Schreber realizó nuestro autor.
[4] Por el cariz de este enfoque, espero que se me perdone el empleo de la primera persona del singular, poco habitual en trabajos académicos, al menos en nuestro medio, para redactar lo que sigue.
[5] El Dr. David Velázquez.
[6] Tuve, por ejemplo, la fortuna de asistir a un seminario dictado en México por Alfredo Jerusalinsky, intitulado “El psicoanálisis y los trastornos de la infancia. Intervención interdisciplinaria e institucional”.
[7] Por ejemplo, cursando un Diplomado en Psicopatología y Clínica Infantil (Instituto Psicoanalítico Infantil Fort Da) o la Especialidad en Teoría y Formación Clínica Psicoanalítica de la Infancia y de la Adolescencia (Asociación de Encuentros y Estudios Psicoanalíticos, A.C. e Instituto Klein de Psicoanálisis Infantil y del Adolescente
[8] El “hacer” de la tarea analítica y el “hablar” acerca de la misma son dos funciones muy diferentes del análisis. El analista al trabajar debe estar “sumergido” en el proceso analítico, confiando en la virtuosidad de su mente en las profundidades. Debe “emerger” de esta absorción cuando descansa, entre pacientes, cuando habla con sus colegas y cuando escribe. Existen pocas dudas de que estas dos áreas de función deben interactuar si es que el analista individual y el psicoanálisis como totalidad han de desarrollarse. Nada puede ser más peligroso para este desarrollo que una disociación entre el “hacer” y el “hablar”, entre el practicante y el teórico (Meltzer, 1987, p. 19).