Para un pensamiento psicoanalítico post-colonial
El colonialismo -particularmente en lo cultural- no comienza con un desembarco en África u operaciones de ese calibre; diríamos más bien que comienza en la relación del hombre consigo mismo. Y es muy instructivo para eso leer a Freud, cuya obra se asienta en uno de los períodos culminantes del colonialismo europeo. Sus textos, precisamente por sus direcciones en buena medida revolucionarias, dejan traslucir con grandes ingredientes colonialistas que los pueblan. Hace tiempo empezó a llamarme la atención un motivo que recorre de punta a punta toda su metapsicología, esa sucursal de la metafísica que el psicoanálisis instala demasiado temprano en su propio corazón, y que no es otro que el de “dominar la excitación”. Muy insistente motivo. Cuando el psiquismo tropieza con la excitación y con el desnivel que ésta genera -dicho de otra manera, en un lenguaje filosófico libre de mecanicismo y de biologismo, cuando encuentra o se encuentra con la diferencia– se monta un escenario y por lo tanto una escena de escritura que procurará dominarla, lo cual significa, para Freud al menos, reducirla todo lo posible o diluir su aspecto nuevo y desconocido en algo bien conocido que la neutraliza como diferencia singular, irreductible a nada. Como cuando una mujer otra queda remitida a “sustituto” de la madre, como cuando el sabor, el sonido, la imagen que paladeo o bien pierde toda su intensidad en aras de un supuesto principio de inercia o bien esos paladeos se reenvían a paladeos familiares. (Los psicoanalistas reiteran fatigosamente este hábito reencontrando en todos los trabajos que escuchan o libros que leen una y otra vez las ideas de Freud o de algún otro de sus ídolos). Curiosamente, lo que Freud llama “placer” nada tiene que ver con sensaciones placenteras, solo designa o es otro nombre de semejante reducción a lo más bajo posible. La experimentación en la que se experimentaría la diferencia se trastoca en aquella dominación reductora por excelencia, donde las cualidades se desvanecen en nombre de cantidades míticas, inmedibles, pero con las que el autor se conforma en aras de un ideal pretendidamente “científico”. No estará en juego pues, el gozar de la diferencia, el deslumbramiento con ella ya tan claro en un bebé cualquiera, el saciar la curiosidad temprana con el disfrute de ese encuentro, todo eso será echado a un lado en nombre de una extraña atracción por un dominio de lo fanático que ya no puede ser pensado de una manera integrable a la vida de la cual después de todo forma parte. Pero lo más fuerte que permanece en pie y de pie es el dominio en tanto tal, tan pulsito para Freud que ni siquiera lo puede terminar de alistar en sus categorías cambiantes de pulsiones, en tanto él domina la pulsionalidad misma. Pero, por un juego de superposiciones, el dominio se multiplicará, pasando del dominio de una repetición compulsiva en el Ello a una serie de políticas y prácticas de dominio que terminarán por redefinir los mismísimos procesos sociales y culturales, lo cual se traducirá en un proceso secundario encargado de dominar al salvaje e irrazonable proceso primario. El dominio del dominio, entonces. Dará lugar todo este desarrollo a otro motivo primo hermano del anterior, el de la domesticación de las pulsiones y de su sujeto predilecto, el niño en sí mismo, esa criatura salvaje por esencia. Así se va armando una teoría de la cultura que la interpreta como un largo e interminable proceso de domesticación, que sobre todo recaerá sobre la niñez y la femineidad, además de proponerse ciertos objetivos en el campo de la psicopatología, como el de domar los componentes perversos de la sexualidad y las locuras de los locos.
Reuniendo un conjunto tal, advertimos que aquí se ha dado comienzo a una política de colonización que tiene lugar en el seno mismo de la Europa que más tarde será el agente privilegiado de las operaciones colonialistas. Hay que apreciar el grado en que una teoría tal –no solo en boca de Freud, hay otras variantes- logra un gran crédito, puesto de manifiesto de modo fácil de percibir en esos vocabularios y nominaciones racistas, .tal el que entre nosotros habla de los “negros” considerándolos una especie no del todo humana, seres a los que algo les falta para aspirar a esa jerarquía: ganas de trabajar, buenos modales, hábitos civilizados, menos violencia delincuencial- hasta que llega a creerse totalmente que la cultura se logra por represión y otros procesos como la sublimación, que doblegan -otro verbo favorito de Freud para referirse a la relación del Yo con el Ello, el buen destino de las salvajes pulsiones reside y depende de nuestra capacidad para doblegarlas- esas fuerzas elementales. Con esta armadura conceptual todo estará listo para desembarcar en diversos continentes y tratar a sus habitantes como primitivos, ya que no son como nosotros. Es como si dijéramos un entrenamiento, bien pescado por el mismo Freud en su célebre equiparación de niño a salvaje primitivo.
Todo lo cual desactiva la vía del jugar, su pertinencia, su estatuto, sus funciones.
Esta vía será abierta o reabierta por Winnicott, cuando no casualmente sitúe ese jugar en y como brote inicial de su concepto de experiencia cultural, que no le debe nada a la domesticación freudiana. Solo que Winnicott no tuvo tiempo para desenvolver la serie de fenómenos que en secuencia pedía su formulación. Para empezar, jugando no está en juego dominar… más que jugando a hacerlo, jugando a dominar. En una experiencia erótica, por ejemplo, una pareja juega a que uno de los dos es totalmente sometido y maltratado por el otro; cuando la relación sexual concluye tal dominación llega a su fin y en nada influye en como continúa el vínculo entre los amantes. Y cuando un chico se destaca en un deporte y capitanea a su grupo su jefatura concluye con la conclusión del juego al que están jugando y pasa a ser uno más. Jugar juega al dominio jugando con el dominio, lo que abre toda una nueva posibilidad política apenas entrevista y para nada experimentada o por lo menos no hasta su fondo, ya que los juegos democráticos, después de todo, juegan a jugar con el poder de una manera que no es la de un tirano brutal, que a nada juega ni podría hacerlo. Al jugar le interesa sobre todo experimentar con la diferencia; a veces, en ciertos trechos, esto supone o exige un esfuerzo para dominar una cierta técnica, como ser para poder ser ajedrecista o músico. Pero aquí la dominación no es la de otras personas, se limita a la adquisición de un saber hacer técnico. Aquellos que sobre todo en un juego solo quieren ganar, y nada más les importa, en rigor no saben jugar ni consiguen gozar de un juego cualquiera. En cambio, el jugar se afana en penetrar en la diferencia que jugando ha producido lo más en profundidad posible, como cuando Mozart nos cuenta que ha tocado una pieza varias veces seguidas en poco tiempo, pero invariablemente practicando en cada ocasión alguna de esas pequeñas diferencias que el buen jugador aprecia, como los niños, las variaciones en el relato de un cuento o en el canturreo de una canción predilecta.
Y ya no cuenta aquí ninguna esencia primitiva que hubiera que barnizar o dominar, pues el jugar en sí mismo es ya, de entrada, una experiencia cultural, no una descarga salvaje que habría que intervenir para que lo llegara a ser. Es cultural de cabo a rabo, aún en los juegos más sencillos de un bebé, que ya inciden cambiando el uso y la significación de tal o cual objeto social, que por obra y gracia de ese hacer se convierte en juguete. Y todo juguete es ya algo cultural, no natural ni pulsional. Por eso mismo, Huygens y Winnicott coincidirán en que jugar es inderivable, no remitible a ninguna raíz instintual. En él, a su través, la evolución biológica se supera a sí misma produciendo un salto cuántico que la eleva por encima del tosco terreno donde Freud y otros iban a buscar la fuente de la actividad social y cultural del sapiens.
Del ludens, diríamos mejor.
De ahí que el dominio propio del juego es bien paradojal: hacer del dominar otra cosa, volverla puro juego, dominar así el deseo de dominar dominando en juego. Es como el paso de la guerra al deporte. Conquisto una vistosa copa en lugar de un territorio con un montón de gente o la posibilidad de desear de mis hijos. Dominar el deseo de dominar sin reprimirlo, sino jugándolo, metamorfoséandolo en actividad lúdica donde nada es lo que parece, parece la cúspide de la realización del juego en tanto tal, y la raíz de lo que luego en él se transformará en humor. Precisamente aquello de lo que carece todo espíritu consagrado a la dominación.
Conclusión: podemos pensar que la proto-intervención colonialista, su operación prínceps, es degradar al otro en su condición, haciendo de él un ser primitivo, natural, salvaje, no del todo humano, subhumano (como Cicerón cuando se preguntaba por el estatuto de los esclavos, ya que no eran ni romanos ni animales propiamente hablando, lo que lo llevó a inventar una categoría intermedia para nombrarlos y ubicarlos). Esta operación justifica la dominación. Por eso mismo lo que llamamos educación es en primera instancia, dominación, lo que plantea todo un desafío para el educador que busca otros caminos. Importante que lo intente, pero teniendo bien en claro en su conciencia la naturaleza de dominio de lo que se denomina educar.
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