A propósito del vínculo entre padres e hijos adolescentes, en esta nota Ricardo reflexiona acerca de cómo al oponerse a la oposición, no se deja espacio para que florezca la identificación. “A pura presencia no se gana nada…”- dirá el autor.
A propósito de la adolescencia, o de los adolescentes, es bien conocida su propensión a llevar la contra, a cultivar un oposicionismo que irresistiblemente los impulsa a invertir todo lo que le digan ciertos adultos en particular, los padres muy en particular, declarándolo caduco, anticuado, ridículo, irrisorio. Ahora bien, esto suele desenvolverse en un animado contrapunto con una porfía de esos adultos para que hagan lo que ellos consideran lo debido, oposición a la oposición que infunde más furor a la actitud de esos adolescentes, por lo cual no parece una táctica muy promisoria ni fértil.
Una paciente que tiene varias hijas adolescentes, tras analizar más a fondo este tipo de cosas, produce el siguiente movimiento: una de sus hijas ha organizado cierta pequeña reunión que gira alrededor de un té, lo cual normalmente llevaría a su madre a proponer el armado de una linda mesa, con ciertos detalles como un lindo mantel, todo lo cual la hija tacha de anticuado, prueba de la caducidad materna. Pero esta vez mi paciente se corre de allí, literalmente se retira sin decir ni hacer ni menos aún proponer nada. Cuando vuelve al ruedo, ya iniciada la reunión, no deja de asombrarse al ver que la chica ha puesto una mesa primorosa, con mantel blanco y todo, adornada con flores al estilo que su madre practica habitualmente.
Moraleja: hay que dejar tiempo y espacio a las identificaciones a fin de que puedan tener lugar. El corolario de esta proposición es que resulta muy contraproducente no hacerlo y bloquear la emergencia de tal lugar, un lugar que articula espacio y tiempo, para que procesos identificatorios que se gestaron a lo largo de una década y media, más o menos, puedan florecer. La ansiedad de los padres les hace suponer que araron en tierra baldía, que nada de lo que sembraron fructificó, lo cual a menudo es una suposición errónea, urdida a base de impaciencia por la morosidad de los procesos de maduración. La situación que hemos descripto entre madre e hija es enteramente normal, usual; a condición, claro, de que se dé el tiempo necesario y no se usurpe el lugar que debe ocupar ahora la adolescente. El ausentarse temporario y hábil de la mamá conlleva un efecto de no-presencia beneficioso para que pueda aparecer una identificación que hasta podría llegar a reprimirse si el medio funciona con torpeza y malogra la maduración de los procesos de maduración. A pura presencia no se gana nada. La ausencia abandonante tampoco sirve, por más prestigio “hegeliano” que tenga. La clave reside en la sutileza de las intervenciones guiadas por la no-presencia que sofocan el alzamiento del oposicionismo y dan una señal verde a los deseos que residen en las identificaciones