
En nuestro primer encuentro chocamos. Era 1979, cuando compartíamos un grupo estudiando con Guillermo Maci. La APA acababa de sufrir una escisión, a través de la cual se generó una nueva institución que sigue vigente, APDEBA. Yo me manifesté diciendo que la división de una “nada” no podía generar otra cosa que “dos nadas”, un juicio excesivamente global, muy influido por el desprecio que los grupos lacanianos manifestaban hacia la IPA, y absurdo en mi caso porque yo me había formado, entre otras cosas, estudiando numerosos textos producidos en la APA; por ejemplo, los de José Bleger, los de Edgardo Rolla, los de Enrique Pichon Rivière, los de Arminda Aberastury, entre muchos otros. En ese juicio todavía se respiraban restos de cierta omnipotencia adolescente o juvenil, si bien yo ya tenía 37 años. Vicente me salió al paso diciendo que no estaba de acuerdo y recalcando diversos méritos teóricos y clínicos en ese largo recorrido de la institución psicoanalítica. Pero lo hizo sin encono alguno, en un tono de disenso cordial donde no se detectaba ningún matiz agresivo, lo que me hizo aceptar sino su idea, al menos la exposición de ella sin entrar en más discusiones.
Así comenzamos nuestra larga relación, salpicada de múltiples encuentros hasta que en 1997 comencé un largo análisis con él, interrumpido por su cruel enfermedad que me privó de un espacio analítico que yo seguía valorando mucho. Por supuesto que ya habían quedados superados los temas que primero trabajamos. Pero hacía tiempo que yo había descubierto que –a diferencia de otras psicoterapias- el psicoanálisis puede tener plena vigencia aún cuando no se trate de trabajar síntomas o inhibiciones, pero sí se desee continuar teniendo un espacio verde para cuidar y desarrollar los aspectos más creativos que uno sienta necesario nutrir y poner a salvo de las dificultades ordinarias de la vida, incluidas las propias tendencias a la normalidad, siempre dispuesta a “amesetarnos”. Unos cuantos pacientes me habían ayudado a descubrir esto, prosiguiendo sus análisis cuando formalmente ya podían considerarse de alta, o con un análisis terminado.
Por eso mismo, en lo que sigue, no voy a dedicarme para nada a hablar de la trayectoria de Vicente Galli en sus aspectos públicos bastamente conocidos, que sería redundante, sino a rememorar algo de lo que fue el análisis que llevamos a cabo juntos.
Primero que nada, la misma idea de juntos se hacía muy visible en los modos en que él encaraba la relación con un paciente armando un dispositivo necesariamente asimétrico, pero para nada jerárquico, en el cual siempre estaba excluida a pleno la rigidez, el falso self que muchos colegas suelen usar como disfraz, el ritualismo y los lugares comunes, tan abundantes en las interpretaciones analíticas promedio. Vicente dominaba el arte de manejar un estilo clásico sin tratar de exhibir originalidad y a la vez bien informal, un poco como muchos adultos de hoy que han sabido injertar un estilo deportivo en su vestimenta adulta.
Otro tanto puede decirse de su indiferencia para con los patrones morales más convencionales, por ejemplo, los ligados al comportamiento sexual y al amoroso en general. Diría que había logrado desembarazarse de la tan habitual formación de formaciones reactivas, que también ha llegado a ser todo un tic o una multiplicidad de tics en la conducta profesional de los psicoanalistas.
Eso le posibilitaba, cuando era necesario, recurrir a términos de tipo intelectual o de la jerga analítica haciéndolos resonar con valor emocional, sin maquillajes intelectualizados.
El conjunto respiraba libertad, un deseo de libertad para trabajar y una experiencia psicoanalítica de la libertad que él hacía suya explícitamente.
Esto incluía una generosa proporción de sentido del humor en su trabajo, un sentido del humor que por supuesto también aceptaba sin reparos cuando provenía del paciente. Con él reír en sesión, o reír juntos en sesión, era un hecho muy cotidiano, la seriedad de su trabajo no se tenía que vestir de solemnidad. Para nada.
Va de suyo que este manojo de rasgos y actitudes le daba a su trabajo una temperatura de marcada calidez, tanto cuando hablaba como cuando guardaba silencio. Esa calidez desbordaba la aridez que tanto gravitó para mal en el llamado encuadre y lo hizo muy abierto a toda innovación pasajera o no en el curso de un tratamiento, por lo cual podría llegarse a la casa de uno si hacía falta, o incluir a otras personas en las sesiones, o recomendar otras intervenciones de las que él hacía, conducidas por otros profesionales, desde osteópatas a neurólogos, pasando por la medicina china.
Si hubiera que sintetizar todo este caleidoscopio, me veo obligado a recurrir a la palabra ternura y a la palabra dulzura. Era un hombre tierno y dulce, y no procuraba disimularlo, pero, por otra parte, eso no hizo que a su lengua le crecieran pelos.
Vicente sabía cómo hacer para que uno nunca tuviera ganas de faltar a sesión y todas estas características hicieron que en los tiempos de la pandemia se pasase sin mayores problemas al tratamiento en línea, sin pérdida, por lo menos en lo referente a su estilo de trabajo. Por lo pronto, y esto para mí es fundamental, siguió siendo divertido trabajar con él y tengo toda la impresión de que esa diversión fue mutua.
Durante nuestra relación se puso de manifiesto que compartíamos determinados placeres de la vida, desde Mozart hasta los vinos tintos, lo cual me permitió hacerle descubrir el Petit Verdot, cuando éste se produjo por primera vez en nuestro país.
Siento que la muerte me lo arrebató intempestivamente, pero creo que entre nosotros se había creado un acuerdo implícito de que seguiríamos juntos hasta que la muerte se llevase a alguno de los dos. Le tocó a él y a mí la desolación y un sentimiento de pérdida irreparable, porque lo voy a querer durante toda mi vida y ese es un mérito suyo, algo que él supo suscitar en mí.
Poco después de su muerte, soñé que andábamos juntos por las calles de Buenos Aires, deteniéndonos a esperar un colectivo cerca de la Casa Rosada. Yo había insistido en comprarme una lata de una gaseosa inexistente que se llamaba “Mora” y que no tenía gusto a nada, era decepcionante y él había tratado de disuadirme de probarla, asistiendo con paciencia a mi obstinación en hacerlo. En la lata se leía la palabra “alegría”. Nuestro trabajo fue hecho en alegría, una alegría que envolvió los inevitables pasajes por situaciones y túneles dolorosos como los que pueblan habitualmente nuestra existencia, pero el tono era de alegría, algo que ya estoy echando de menos.