En tiempos donde las habituales regresiones políticas reactualizan la idea de muro –la más tosca forma de frontera, la más brutal- se vuelve más indispensable aún celebrar los treinta años de la caída del muro de Berlín, celebrada también con la presencia de un enorme director de orquesta argentino –Daniel Barenboim-, dirigiendo nada menos que la Quinta de Beethoven ante la legendaria Puerta de Brandenburgo.
Lo que en esto me importa sobre todo destacar es algo así como la perla de nuestra cultura occidental, una que brilla entre no pocas miserias de esta cultura -tan plagada de estas como las demás- y que no es otra cosa que la categoría misma de libertad, el deseo de libertad, que es una creación específicamente occidental, por más que se la haya desvirtuado tan a menudo. Pero existe, se sostiene, sobrevive, se expande en distintos horizontes, como hoy mismo en América.
Esta categoría es la que funda el sentido de tantas otras: por ejemplo, si hablamos de terminar con el hambre ignominioso en nuestro propio país; este anhelo de terminar con él o reducirlo todo lo posible no es sino otra manifestación de aquel deseo, porque sufrir hambre también daña terriblemente la libertad, el derecho a ella. Por lo tanto, es el motivo de la libertad el que impulsa una red de reivindicaciones, como aquellas que apuntan a una mayor equidad, a que la justicia no sea una frase vacía, a defender la libertad de prensa, el derecho a la huelga y al trabajo, etc.
Es todo un problema que esta importancia capital de la libertad no se visibilice lo suficiente en tantos y tantos reclamos, que a veces se confinan a urgencias principalmente económicas, cuando es la libertad lo que está en juego en una dimensión esencial, porque ella no es una palabra abstracta: engloba un sinnúmero de cotidianeidades y prácticas concretas.
Lo mejor de lo que debemos seguir llamando “occidental” reside allí, en tanto es una categoría ausente sin aviso en las demás culturas, salvo cuando las importan y asimilan de la nuestra, lo que sucede bien a menudo, como en el caso del fin del colonialismo.
Por su lado, el psicoanálisis mantiene su propia relación con la libertad, algo en apariencia difícil, dado el punto de partida cientificista de Freud que aspiraba a demostrar un determinismo total y radical de la vida psíquica que eliminaría supuestamente todo asomo de libertad, al aniquilar la idea de libre albedrío que se había arraigado tanto en el pensamiento filosófico.
Sin embargo, como en realidad el motivo de la libertad no es eliminable para el pensamiento occidental, retornó por otra vía, por el sesgo del objetivo psicoanalítico central para esa época, que no era otro que terminar con la represión, situada como enfermante, y reemplazarla a través de un proceso de cura por el juicio de condenación, que al contrario de aquella es bien consciente, coincide con la idea existencial futura de elección. De esta manera, al aumentar los poderes y los saberes de la conciencia iluminando las oscuridades del inconsciente, el psicoanálisis desemboca en una concepción propia de libertad, ligada a la célebre fórmula de “hacer consciente lo inconsciente”. Un funcionamiento primitivo y automático del psiquismo es desalojado en pro de uno más evolucionado y dotado de racionalidad iluminista, tal cual la ciencia sustituyendo a la religión, la luz a la oscuridad. Es el mundo de “La flauta encantada” de Mozart , idéntica armadura lógica.
Más tarde, tras no pocas circunvoluciones, el psicoanálisis se alejaría mucho de esta concepción, llegando a inventarle una función estructural indispensable para normalizarse a la represión, ahora bienhechora. Y llegando también, a la manera surrealista, a imaginar que la creatividad yacería en el gran depósito del inconsciente.
El lugar de una excepción quedó reservado para Winnicott, que identificó la dimensión del juego como la propia de la creatividad humana, sin darle mayor relieve a una distinción tópica o la que fuere para oponer consciente a inconsciente. En su pensamiento, la libertad queda del lado del juego, tan lejos de la patología como de la normalidad. El deseo de libertad sería esperable de la salud, para nada de la normalidad, basada en la obediencia y en el sometimiento a las normas sociales. Punto en que se converge con Lacan, cuando este denuncia que toda instancia “sierva de la sociedad” lejos está de cualquier dimensión de libertad, cuya esperanza radica en una ética que no nos deje retroceder ante el deseo, una fórmula cuya confusión posible se disipa si en lugar de “deseo” escribimos “desear”, una acción, un hacer no atado a contenido deseante alguno, de la misma manera en que desear la libertad, desear libertad, no es cuestión de pertenencia a tal o cual facción política, o a la partición entre derecha e izquierda. La libertad no viene apellidada. Y menos bajo alguno de los Nombres del Padre. Es siempre lo que resiste y lo que resta de la denominación, de la clasificación. Es lo que resiste y lo que resta a toda reapropiación significante. Por ejemplo, el pedacito no freudiano ni lacaniano que todavía vive y late en un analista dominado por aquellos emblemas.
Para concluir, pienso que el motivo de la libertad requiere ser ensanchado en nuestro tiempo, pues sin ese ensanchamiento puede quedar corto. Es que, hasta el borde inferior de la clase media baja, basta con una caracterización esencialmente política para precisar en qué consiste la libertad. Por ejemplo, bastaría con decir que soy libre cuando digo lo que se me ocurre y nadie me espera a la salida. Pero cuando se llega a otro espacio social se deben incluir otros elementos:
– Hambrear a la gente, es quitarle libertad
– Impedir que la gente trabaje o limitar esa posibilidad a trabajo esclavo, es quitarle libertad
– Hacer para que se atrofie la capacidad de la gente para distintas experiencias culturales, es quitarle libertad
Vale decir, hay que meter en la gran categoría de la libertad una serie de dimensiones socio-económicas para no dejarla en peligro de quedar limitada a un plano formal clásico desactualizado. Hay que tener cuidado con esto, porque tanto desde el positivismo como desde el marxismo se plantearon cuestiones acuciantes, como la del pasar hambre, como si fueran independientes de la libertad, como si fueran cosas que había que solucionar, pero sin considerarla. Toda una miopía que se hizo proclive a intervenciones tecnocráticas o autoritarias.
Es que los muros no son solo de piedra. La falta de oportunidades, el funcionamiento de un medio socio-político carente de ideales de calidad de vida para quienes viven en él, constituye de por sí todo un formidable muro muy difícil de traspasar. En un lenguaje de inspiración darwiniana diríamos que solo una pequeña parte de una población standard conseguiría hacerlo, aquellos capaces, por ejemplo, de inventarse un trabajo que no existía antes de que ellos lo inventaran, pero tal capacidad no se le puede exigir a una gran cantidad de la población, sería como pretender que todo físico fuera candidato potencial al Premio Nobel. Una exigencia desmedida que naturalmente desemboca en murs de injusticia.
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