“Todos somos una mezcla”
Martha Argerich
“Para interpretar música hay que ser hermafrodita”
Mstislav Rostropóvich
El lento pero incontenible empuje que ya ha alterado los posicionamientos tradicionales de hombres y mujeres -y lo seguirá modificando en direcciones en el fondo imprevisibles- merece más que merece detenerse en algunas reflexiones que sorteen los lugares comunes y canalizaciones inevitables cuando se polarizan enfrentamientos ideológicos habitualmente sumarios, que desembocan siempre en estereotipos con el estereotipo exagerado, tal como se encarna en las macchietas del “machista” y de la “feminazi”.
No se trata de una polarización simétrica, porque el dominio mitopolítico andro y falocéntrico es mucho más antiguo que las reivindicaciones femeninas; por lo tanto, le cabe la responsabilidad principal -con sus actitudes y pretensiones hegemónicas, que se han vuelto cada vez más odiosas- en suscitar y provocar una exasperación en el bando que lo enfrenta, hasta hacerlo caer en la típica inversión propia de las oposiciones binarias cuando no dejan formar mediaciones que sirvan de puente.
Vale decir que el androcentrismo fálico precipita que una mujer se tenga que volver feminista para pelear por sus legítimos derechos. Y si se acentúa una resistencia al cambio y una contraofensiva reaccionaria que hace del varón un “machista” -cuando para nada debería ser lo mismo- será muy difícil que el feminismo no se incremente hacia un fundamentalismo cargado de resentimiento poco promisorio en cuanto apertura a un porvenir otro.
De esto me gustaría tratar, de ciertas direcciones y de ciertas consecuencias que podrían evitarse y no ser fatales, siempre y cuando haya espacio para pensar sin gritar consignas cuyo estruendo lo impide.
Por lo pronto consideremos lo siguiente: por más que se haya popularizado en el campo intelectual la idea de n sexos lanzada por Deleuze y Guattari en la década de los 70, ateniéndose más a los hechos que a los entusiasmos franceses por las ideas demasiado abstractas, cualquier metamorfosis en la posición sexual de alguien no tiene otras referencias concretas que las figuras del varón y de la mujer. Esto se hace visible hoy más fácilmente examinando la situación del travesti o del transexual, sin contar con las figuras del gay y de la lesbiana. No existen por el momento otras referencias identificatorias que las que ofrecen los hombres y las mujeres. No es de extrañar entonces que estas figuras históricas se reconozcan, a veces de un modo caricaturesco, en como se reparten los roles las parejas homosexuales que tanto abundan en nuestros días. Y la clínica psicoanalítica lo confirma, cada vez que se analizan pacientes de estas características. Por eso mismo, ni gays ni lesbianas han producido hasta el momento ningún nuevo discurso amoroso o dedicado a pensar el amor.
Esto dificulta en extremo las tentativas identitarias de una mujer vuelta feminista -aquí tampoco los términos son sinónimos- metiéndola en una aporía: buscando su liberación de ciertos mitos consagrados no encuentra otra opción que masculinizarse de un modo u otro. Esto puede aparecer en su vocabulario, en su gestualidad, en su vestimenta y arreglo personal, en sus hábitos… y paradojalmente en su desdén por las mujeres tradicionales, lo que la hace coincidir con los peores machistas. No puede evitar caer en la imitación del odiado personaje fálico, algo nada extraño si reparamos en cuanto nos igualamos a nuestros primos primates en eso de copiar al otro, algo que releva al instinto que gobierna la vida de muchas otras especies.
Pero esto no tendría porqué suceder, ni es la única alternativa viable para una política que aspire a la liberación de la mujer. En verdad propongo otra que me parece mucho más fecunda y promisoria, que debería emprender el camino de una integración, en el sentido que Winnicott da a este término, que en su pensamiento adviene un verdadero concepto. En lugar de tirar por la borda sin matices ni contemplaciones todo un conjunto de rasgos, prácticas, actitudes y saberes adquiridos que componen el repertorio tradicional de la mujer, reciclarlo con las transformaciones del caso haciendo lugar a nuevos rasgos y posicionamientos que de ningún modo tendrían porqué ser antitéticos e incompatibles con aquel repertorio. Tal integración debería incluir múltiples políticas o micropolíticas de resistencia a la dominación -aprovechando de las enseñanzas de Foucault acerca de la descentralización radical de las relaciones de poder- resistencia que no esperó el arribo de los movimientos feministas, en realidad siempre estuvo en juego desde que hay hombres y mujeres, del mismo modo en que siempre hubo hombres que resistieron el falocentrismo y apoyaron las tentativas de liberación emprendidos por no pocas mujeres. La mujer podría conservar una serie de aspectos con los que se la asocia desde hace mucho tiempo sin por eso someterse a un régimen falocéntrico y patriarcal. Para ocupar nuevos puestos en el mundo socio-político no necesita no saber cocinar ni querer saber nada de eso, ni expulsar otros hábitos; tampoco necesita perder su ternura, su coquetería, su belleza y una de sus cualidades más singulares: su disponibilidad, probablemente enlazada a especificidades genéticas que le son propias.
Para ser una profesional y conducir un auto sin inhibiciones no es condición necesaria masculinizarse y ya no saber cómo se conduce un hogar en los detalles más íntimos. Para plantear otro tipo de relación de pareja que sea precisamente eso, una relación más pareja, no hace falta que pierda una enorme cantidad de rasgos y artesanías en las que siempre se ha destacado. Puede capitalizar lo que Freud pensó como la bisexualidad originaria en hombres y mujeres, al tiempo que aprovechar la bisexualidad de su partenaire masculino. Es muy sugestivo cómo los científicos que hoy trabajan en desarrollar la robótica tropiecen con que es bastante sencillo montar un robot que se encargue de tareas de tipo masculino que requieren fuerza física, mientras en cambio por ahora les resulta impracticable diseñar un robot dotado de las cualidades de holding tradicionalmente femeninas, como las que necesita una buena enfermera o una madre lo suficientemente buena.
Como cabría esperar, hay no pocas mujeres que han puesto en práctica esta mutación integradora, haciendo por su cuenta una nueva síntesis de lo femenino que no implique una virilización y una pérdida de rasgos tan valiosos como los que hemos señalado. Muchas veces, sin militancia alguna, estas mujeres ejecutan una revolución silenciosa y sin estridencias ni declamaciones altisonantes. Incluso distinguidas militantes feministas, pero caracterizadas por pensar y no por discursos de barricada, han puesto en marcha este tipo de reposicionamiento, caso Jessica benjamín o entre nosotros Alicia Fernández y tantas otras.
Pienso que en definitiva el feminismo puede ser tácticamente muy operativo para trabajos de crítica política, teóricos y prácticos, en relación a la revisión a fondo de las posiciones femeninas hoy en declive, pero no está en condiciones de brindar nuevas referencias identificatorias que sostengan una propuesta de cambio. Tales proposiciones deben irse construyendo y la pura inversión de los roles clásicos no asegura nada ni arroja algún saldo consistente y duradero. Para ser una mujer en diferencia con el pasado de sujetación, las mujeres deberían dejar atrás el feminismo y volverse hacia su propia femineidad para re-trabajar sus identidades sobre la base de ella, sumando en lugar de restar. Quien busque esto en una posición meramente feminista se encontrará a la larga o a la corta atascada en una suerte de machismo invertido y no mucho más.
Para semejante giro la mujer cuenta en su haber con una experiencia nada despreciable de siglos de adquisiciones, micropoderes que suelen estar invisibilizados y una predisposición abierta al otro que no es raro escasee en el varón, que ha precluido tempranamente su identificación a la mujer alienando al hacerlo su potencial afectivo en aras de una consagración al trabajo que lo reconcilia con el orden paterno si es lo bastante obediente, como es habitual lo sea.
Por otra parte, si nos volvemos seriamente hacia nuestra bisexualidad constitutiva ésta nos lleva más allá de las cuestiones “de género”, que son insuficientes para dar cuenta de todos los procesos que deben activarse para llegar a ser una mujer o un hombre. Un problema actual es que el ruido de los debates formateados en términos de género ha simplificado complejidades que no se dejan gobernar por la supuesta cobertura que proporcionaría aquella configuración. Parafraseando un viejo dicho, la cuestión de lo femenino y de lo masculino es demasiado seria para entregársela a las concepciones de género, que terminan por organizar una clasificación sumaria.
Y, para concluir, como hombres no quisiéramos un porvenir desprovisto de los encantos de la mujer, de la dimensión estética que desde siempre ha aportado a la cultura, de sus modos corporales, de sus musicalidades, de lo propio de su inteligencia que incluye la capacidad para hacer lo mismo que el hombre en toda una multiplicidad de terrenos, pero sin hacerlo exactamente como él, con el toque de su manera y de su estilo. No nos interesa en cambio ayudar a hacer de ella un clon, un doble que nos iguale a costa de sostener las paradojas de la diferencia, volviendo a evocar aquello de “lo mismo no es igual” que nos legara el pensamiento de Heidegger. Ciertamente su mejor discípula, de la misma magnitud de capacidad intelectual que él, se guardó mucho de duplicarlo.
A la larga, todas las construcciones mitopolíticas que pretenden dar cuenta de alguna “esencia” de lo femenino o de lo masculino, u organizar una codificación de ambos en términos históricos y sociológicos no dejan de reprimir, atrincherados en esos dos términos que nunca pierden su propensión a delinear identidades inmutables, lo otro inclasificable y sin un nombre que se le pudiera asignar que nos puede sorprender en una mujer o en un hombre sin marcos de género. Lo mejor de ellos, lo más singular, no es gobernable en un vocabulario tranquilizador que una y otra vez nos remita al juego de ambos términos y al verbo ser ordenándolos en supuestas disposiciones masculinas y femeninas. En ese sentido, nunca sería más “verdadera” una mujer que cuando excede lo femenino y el consecuente feminismo que las convenciones sociales no dejan hoy de esperar de ella. Por repetidas experiencias la sociedad “sabe” que tales ismos, por encendidos que parezcan, no desembocan con el tiempo sino en normalizaciones previsibles y conformistas. El orden social no tiene sino que sentarse a esperar, atento a como reapropiarse de esa nueva femineidad que el feminismo reclama. Y ya lo ha empezado a hacer.
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