Sin lugar a dudas la aprobación de la ley del Matrimonio Igualitario, sin precedentes en América Latina, es el arribo a buen término de una justa demanda. Nadie duda de su legitimidad ni nadie ha sido convocado aquí para ponerla en cuestión. El logro responde a la persistente lucha de una minoría por la igualdad de sus derechos. Aquellos que han luchado por su derecho a la igualdad deben ciertamente gozar de una profunda satisfacción: la satisfacción que da el acceso al reconocimiento. Y, sin embargo hay algo en ese mismo reconocimiento que deja entrever el gesto de una apropiación. Pedido de reconocimiento ¿ante quién? ¿Reconocimiento de quién? ¿Reconocimiento de qué? Y, más aún, ¿reconocimiento bajo qué condiciones? Y, ¿es posible un reconocimiento bajo condiciones? Un reconocimiento bajo condiciones, un reconocimiento condicionado, ¿es todavía un reconocimiento? O quizás sea sólo eso, un re-conocimiento.
Una ley, su espíritu y su letra, nunca se inscriben de manera inocente, por decirlo de algún modo. Es preciso interrogarlas, llamarlas a comparecer, aún cuando semejante llamado sea del orden de lo imposible, tal como lo evidenciara Kafka en su relato “Ante la Ley” y la lectura del mismo que hiciera posteriormente Jacques Derrida en clave de diferimiento infinito. La fuerza de la ley consiste justamente en la imposible posibilidad de situarse ante ella o de hacerla comparecer ante nosotros.
El congreso, por su parte, anuncia al Psicoanálisis como “una experiencia de fronteras”. Nunca antes la frontera, la linde, el borde ha reclamado con tanta fuerza su derecho a ser pensada. Más, ¿hay derecho y, sobre todo, derecho de igualdad, derecho a la igualdad, para la frontera? ¿Puede la experiencia de frontera reclamar su derecho a la igualdad?
El estamento de la ley es claro. Lo que allí se postula como triunfo es, de cabo a rabo, el acceso a la igualdad. La misma ley se enuncia en términos de “Matrimonio igualitario como matrimonio sin distinción de sexo entre los contrayentes” o “matrimonio entre personas del mismo sexo”. Pero, eso no es todo, el acceso a la igualdad se proclama y celebra, a su vez, como un derecho a la diversidad. Ciertamente, algo del orden de la paradoja tiene lugar aquí.
Si hasta ayer lo homosexual era lo opuesto a y, como tal, lo excluido de lo heterosexual; hoy, finalmente, lo homosexual se ha visto incluido en el mundo de la igualdad. La igualdad de lo igualitario ostenta ser una ética de la aceptación —aceptación del otro, de lo otro— proclamada como aceptación y respeto de “las diferencias”. Lo que el imperativo de la semejanza dictamina bajo la fachada —¿habrá que decir travestismo?— de una aceptación es “ser igual para poder ser “diferente”. La aceptación no es de lo otro en tanto otro sino de lo otro en tanto igual. Tal es la condición de posibilidad de su inclusión y tal es su condición de imposibilidad. Tal es su paradoja.
La paradoja de la diversidad confirma la hegemonía de la igualdad. La aceptación de la diferencia, el respeto por la diferencia, en su misma enunciación pone en evidencia la posición de un sujeto o institución que se arroga el derecho de aceptar, respectar. El quién o el qué —sea cual fuere— puesto en posición de aceptar o de respectar abole, por el mismo gesto, aquello que insiste en proclamar.
“Matrimonio igualitario”, el nombre, la letra de la ley, cómo se escribe, suscita inmediatamente dos inquietudes. Por un lado, fuertemente, la noción misma de “matrimonio”. Por el otro, no menos fuertemente, la noción de lo “igualitario” como tal. Así, a modo de una fórmula sintética “Matrimonio igualitario” prescribe un modelo a la relación a la vez que coloca a la sexuación bajo la condición de la igualdad.
Intentemos demorarnos….
Los invito a compartir una extensa reflexión que hiciera Jacques Derrida en su última entrevista al diario Le Monde, poco antes de morir. La entrevista fue publicada bajo el título “Aprender por fin a Vivir”…
“[…] La laicidad no tiene que ver con el velo en la escuela, sino con el velo del “matrimonio”. Apoyé con mi firma, sin dudarlo, la valiente iniciativa de Noel Mamere, aunque el matrimonio entre homosexuales sea un ejemplo de esa bella tradición que los norteamericanos inauguraron en el siglo pasado con el nombre de civil desobedience: no un desafío a la Ley con mayúscula, sino un acto de desobediencia a una disposición legislativa en nombre de una ley mejor, futura ya inscripta en el espíritu de la Constitución. Y bien firmé en el contexto legislativo actual por qué éste me parece injusto —para el derecho de los homosexuales— hipócrita y equívoco en su espíritu y su letra. Si fuese legislador propondría simplemente la desaparición de la palabra y el concepto “matrimonio” en un código civil y laico. El “matrimonio”, valor religioso, sacro, heterosexual —con el deseo de procreación, de fidelidad eterna, etc.— es una concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana, sobre todo en su monogamia que no es ni judía (…) ni como bien sabemos musulmana. Al suprimir la palabra y el concepto de “matrimonio”, este equívoco o esta hipocresía religiosa y sacra, que no tiene cabida en una constitución, sería reemplazada por una “unión civil” contractual, una especie de PACS (Pacto Civil de Solidarité) generalizado, mejorado, refinado, flexible y ajustado entre personas de sexo o número no impuesto. En cuanto a los que quisieran, en sentido estricto, unirse en “matrimonio” —hacia el cual sigo conservando por lo demás todo mi respeto— podrían hacerlo ante la autoridad religiosa de su elección… Algunas personas podrían unirse de un modo u otro, otros elegirían las dos y un tercer grupo acaso preferiría unirse al margen de la ley laica y de la ley religiosa. Es una utopía pero le pongo fecha […]”[1].
El matrimonio no es cualquier figura. Es una figura fundamentalmente religiosa y sólo, posteriormente, estatal. Como bien lo señala Derrida, se trata de una “concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana”. Primera sujeción. ¿Por qué no podría promoverse una “unión civil contractual” consensuada por los mismos contrayentes justamente cuando lo que se sostiene a viva voz es el derecho a la diferencia, el respeto por la diferencia; en suma, toda una ética de no discriminación. Por el contrario, lo que persiste es la institucionalización de las relaciones colocando al matrimonio, como única figura predominante, en posición de legislar acerca de toda relación que quiera tener acceso a la igualdad de los derechos. El matrimonio le impone un modo a la relación. La relación, si quiere tener acceso a la igualdad de los derechos, será matrimonial. El matrimonio iguala las relaciones. Las somete a una supuesta uniformidad, la del matrimonio. En ese sentido matrimonio igualitario, en su redundancia, dice más de lo que dice. Dice que el matrimonio será la igualdad de las relaciones. Segunda sujeción. El matrimonio no sólo hace pasar por laico algo que no lo es sino que además estipula y da forma a una relación como si una relación tuviera que regirse por una ley, como si una relación, o el estatuto mismo de una relación pudiera ser legitimada sólo bajo una forma determinada. Se dirá, o se objetará, que se trata de una cuestión jurídica. Pero, la objeción no hace más que confirmar justamente aquello que se quiere denunciar: la hegemonía de aquello que se tiene por jurídico como capaz de legislar acerca de cómo habría de darse una relación.
La “unión civil contractual”, esa suerte de pacto, “flexible y ajustado entre personas de sexo o número no impuesto” carece de modelo y como tal inscribe una diferencia sin concepto. Es decir, se trata de una diferencia que inscribe la diferencia misma en la relación o, mejor aun, que inscribe la relación como diferencia.
“[…] Una relación —escribe Jean Luc Nancy— está siempre en el ámbito de […] la distinción de los cuerpos. Si los cuerpos no se distinguiesen, no serían cuerpos sino lo indistinto de una materia informe. Si se distinguen, lo hacen necesariamente en el doble sentido de que se separan y de que esta separación permite que uno tenga relación con el otro. De ahí que la relación no sea nada del orden de lo ente: nada distinto (ningún algo distinto) sino la distinción misma. O más exactamente, es el distinguirse en donde la distinción posee su propiedad y sólo la posee en relación con otros que son distintos. Al entrar en relación lo distinto se distingue, es decir se abre y se cierra al mismo tiempo […]”[2].
Que una relación no sea “algo” distinto —y subrayo el “algo”— quiere decir que no es “algo” que sería identificable de alguna manera, representable bajo tal o cual forma: sea “matrimonio heterosexual” o “matrimonio homosexual”. Una relación no es “algo” distinto sino el distinguirse mismo. El distinguirse mismo, el diferenciarse es lo que una relación es y pone en juego y lo pone infinitamente y de múltiples maneras. El diferirse, el demorarse, el enviarse, el través de un rodeo, el desvío que suspende, que posterga, que difiere originariamente cualquier pretendida unidad, igualdad, identidad. Dicho de manera más radical aún, nada preexiste a este diferenciarse. Ni la forma de la relación bajo una determinada modalidad ni la forma de los sujetos bajo una determinada identidad dada de antemano. Es el distinguirse mismo lo que se pone en juego ahí. La relación concebida como diferencia originaria —nada precede a esta diferencia— siempre habrá de constituirnos mas no ya como cada “uno” “en si mismo” según una determinada identidad previa —hombre o mujer— sino justamente como difiriendo de y nunca acabadamente, por decirlo de algún modo.
El otro lado de la letra de la ley, la igualdad, conlleva más problemas aún. Quizá porque su misma tradición viene de más lejos y sostiene más de una institución.
Lo planteado respecto de la relación y de su imposibilidad de ser formalizada según la institucionalidad del matrimonio, da pie para despejar el segundo término de la ecuación Matrimonio Igualitario. El hecho de que, como se ha señalado, una relación no tenga forma propia ni se le pueda adjudicar una determinada de antemano, nos coloca inmediatamente en la noción misma de relación en tanto diferencia.
Aunque suene a un juego de palabras, la relación en tanto diferencia es el diferenciarse mismo de la diferencia en tanto relación. Así, es la diferencia como relación no apropiable la que viene a interpelar a lo igualitario, la que lo interrumpe, lo pone en suspensión, lo pone en discordia consigo mismo y con lo otro supuestamente semejante.
Pero, lo igualitario tal como lo enuncia la ley de “matrimonio igualitario” ya no refiere solamente a la relación estrictamente hablando —la relación, como ya se vio, ha sido apropiada por la figura del matrimonio— sino que ahora pone su acento en la sexualidad. La igualdad en el matrimonio igualitario es la igualdad de los sexos. Las cosas no hacen más que complicarse. El “matrimonio igualitario” no sólo hace de la relación un matrimonio sino que, a su vez, hace del sexo una igualdad.
He aquí el problema mayor o, quizá, el más difícil de despejar.
Siempre se ha hablado y se habla aún de diferencia sexual. Mas tal vez no se ha pensado aún en qué consiste tal diferencia y lo sexual como diferencia.
El matrimonio heterosexual puso a la diferencia de los sexos como modelo no sólo del matrimonio sino de la sexualidad misma. La diferencia de los sexos, lo hetero en heterosexual, sostiene la diferencia como diferencia sexual entendida ésta como hombre – mujer. La pregunta que aflora inmediatamente es si la diferencia es “de” los sexos o si el sexo es “de” la diferencia. La inversión no es un capricho sintáctico sino que señala la imposibilidad misma de tomar lo sexual como un predicado de la relación.
Volvamos a demorarnos…. A pausar lo dado.
Escribe Nancy: “[…] No podemos contentarnos con predicar “sexual” de “relación”… Lo sexual no es un predicado, puesto que él no es, lo mismo que ocurre con la relación, ni una sustancia ni una cosa. Lo sexual es su propia diferencia, o su propia distinción. Distinguirse en tanto que sexo o en tanto que sexuado es precisamente, lo que constituye el sexo o la sexuación, es asimismo lo que hace posible la relación sexual […]”.
Y continúa: “[…] pues nadie es hombre o mujer sin resto; así como tampoco nadie es homo o heterosexual sin resto (por emplear estas categorías, y como si lo sexual no fuese precisamente en todas sus figuras, la acción recíproca de lo homo y de lo hetero, su partición y su enredo).
No sólo el sexo es su propia diferencia sino que es el proceso propiamente infinito, cada vez, de su propia diferenciación: cada vez soy un cierto grado de composición y de diferenciación entre “hombre” y “mujer”, entre “hombre homosexual” y “hombre heterosexual”, entre “mujer homosexual” y “mujer heterosexual”, y de acuerdo con las distintas combinaciones que se abren y se cierran así unas a otras, que se penetran o que se tocan unas a otras. Esta combinatoria infinita —dado que ninguno de estos términos es un término dado— no es sino aquello que se denomina la relación sexual […]”[3].
No hay relación que no sea hetero —heterogeneidad y heteronomía— pero ya no en el sentido de diferencia sexual o diferencia de sexos como si el sexo fuese algo dado en términos de hombre o mujer (de donde se desprende la igualdad en términos de hombre/ hombre o mujer /mujer) sino en el sentido, más radical, de lo sexual como diferencia: una diferencia que, una vez más, no sólo no admite representación alguna sino que llama a una singularidad múltiple del tipo … “nadie es totalmente hombre o mujer sin resto, sin huella, sin diferencia”.
Otra vez Nancy: “[…] El sexo no hace, precisamente, sino conmocionar lo uno-en-si: pero ese “uno” no preexiste al sexo. No hay nada ni nadie que subsista antes de la sexuación o fuera de ella, y ésta es un separar y poner en relación que atraviesa a cada “uno”, desde el origen (divide el origen) […]”[4]. Es en este sentido que toda relación como diferencia es sexual en tanto ese mismo diferenciarse.
Así como el matrimonio no hace relación, la igualdad no hace sexo. La sujeción es doble. Y es doble la apropiación según la cual el matrimonio sujeta la relación tanto como la igualdad anula la sexuación. El matrimonio igualitario se asemeja así a una concepción inmaculada; es decir, sin mácula, sin trazo, sin huella, sin diferencia. Es la igualdad de la igualdad, la norma de la norma. La supuesta declaración de no discriminación no hace más que consolidar una nueva normalización tanto para la relación como para la sexuación.
La diferencia sexual —es decir la relación y la sexuación como ese mismo distinguirse de la diferencia— es otro nombre para la singularidad sin concepto. La singularidad como el diferenciarse mismo de la relación y de la sexuación. En ello se juega la exigencia atenta de custodiar lo irreductible. El derecho a la igualdad no hace más que reiterar una violencia. Una violencia que, al decir de Nancy, “[…] es la rabia de querer reducir todo a lo idéntico […]”[5]. “[…] Mientras se trate de la “reivindicación igualitaria fundada en la igualdad genérica”, la igualdad aún no hace justicia a la singularidad o encuentra considerables dificultades para poderlo hacer. […] La urgencia no es entonces, a este respecto, otra abstracción política […]”[6]. La abstracción política del “Matrimonio Igualitario” es masiva. La diferencia en tanto diferencia, en tanto ese mismo diferenciarse, no admite reconocimiento alguno; hagamos lo que hagamos no cesará de tener lugar en tanto ese mismo diferenciarse. La tarea no hace más que re-comenzar, cada vez y tantas veces como sea necesario.
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María Alejandra Tortorelli: Licenciada en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en 1987. En 1991, becada por la Fulbright Commission, cursa el Master y el doctorado en Filosofía en The New School for Social Research, en New York, EEUU. En la actualidad se desempeña como titular de las cátedras de “Filosofía” y “Antropología Filosófica” de la Facultad de Psicología de la Universidad Maimónides, de “Configuraciones Contemporáneas” de la Carrera de Especialización en Niñez y Adolescencia del Hospital Italiano y de “Actualización en el Pensamiento Filosófico Contemporáneo” de la Carrera de Especialización en Infancia y Niñez, de la Facultad de Psicología, de la Universidad de Buenos Aires dirigida por el Dr. Ricardo Rodulfo.
Bibliografía de referencia
[1] Derrida, Jacques. Aprender por fin a Vivir, p. 41-42.
[2] Jean Luc Nancy, El Hay de la Relación Sexual, p. 27-8.
[3] Jean Luc Nancy, op.cit., pp.32-33.
[4] op.cit., p. 34.
[5]Jean Luc Nancy, “Tres Fragmentos sobre Nihilismo y Política” en Nihilismo y Política, p.28
[6] Jean Luc Nancy, Ser Singular Plural, pp. 40-4