Introducción
El presente escrito se refiere al trabajo de un psicoanalista de niños en un dispositivo que se supone “no habitual” para él; digo “no habitual” aludiendo a la visión popularmente extendida acerca de que el ámbito propio y específico para todo analista sería el interior de un consultorio. Sin embargo, si consideramos la singularidad propia de un niño en tanto subjetividad en proceso permanente de estructuración, abierta de modo continuo al acontecimiento, e imposible de pensar como una unidad aislada, podemos entender por qué para cualquier profesional que trabaja con la infancia y la niñez resulta interesante, e incluso necesario, circular, transitar, dialogar y también intervenir en espacios donde los niños habitan, crecen, y se constituyen cotidianamente, como es en este caso, la escuela. Tal y como lo plantea la Dra. Marisa Punta Rodulfo, el trabajo con niños requiere salir del consultorio, y moverse.
Qué hace y cómo puede intervenir un psicoanalista cuando forma parte de un equipo de orientación escolar, es la inquietud que anima este trabajo, como motor deseante que lleva a la constante reflexión, cuestionamiento y repregunta.
La trayectoria de un niño en la escuela
Rodrigo ingresa a la institución en la cual trabajo para formar parte de sala de 5. Convive con ambos padres y una hermana de 8 años que también viene al colegio.
Durante el período de adaptación, comienza a manifestar dificultades dentro del aula. Las mismas se presentan inicialmente en los momentos “entre” una actividad y otra: tira cosas, o quiere escaparse sin motivo aparente. Unos días después, las dificultades se incrementan: permanece durante tiempos muy acotados junto a sus compañeros, y ante cualquier cambio en la rutina o frente a algo que lo molesta, toma sillas y las tira contra el piso, les pega patadas a otros chicos, insulta, y sale corriendo del aula, por la puerta, o a veces quiere tirarse por la ventana que da al pasillo. En ocasiones lo que despierta estas situaciones es algo muy ínfimo (como que llamó a un compañero, y el mismo no se dio vuelta de manera inmediata). Cuando está fuera del salón, se expone a situaciones peligrosas: se cuelga de las rejas y se tira, se trepa a ventanas, intenta abrir la puerta de la calle del jardín, se escapa hacia otros sectores del colegio. Si encuentra algún obstáculo en este trayecto (portón, pared), lo patea con fuerza e insistencia. La palabra no es eficaz en estos momentos, aunque sí es evidente que él está muy atento a lo que hace el adulto, porque cada tanto lo mira.
Cuando el equipo del jardín convoca a los padres para conversar, refieren durante la entrevista información que había sido omitida durante los encuentros previos a su ingreso al jardín: en sala de 3, la institución escolar a la cual asistía los había derivado porque Rodrigo deambulaba, pegaba y mordía. En ese momento consultaron a la pediatra, quien los envió a un neurólogo. Luego de realizarle una polisomnografía que solicitó este profesional, se le diagnosticó un déficit atencional con hiperactividad y se les indicó medicación, la cual no fue administrada por los padres del niño. En sala de 4 el jardín pidió nuevamente una derivación, y lo llevaron a una psicóloga de orientación cognitivo-conductual. Luego, Rodrigo ingresó en nuestro jardín.
Cuando convocamos a esta terapeuta, refiere un vínculo muy conflictivo entre sus padres, el cual incluye situaciones de violencia no denunciadas, y también la dificultad de Rodrigo para acatar límites. Explica que el diagnóstico del niño es “problemas paterno-filiales”, según DSM IV. Nos sugiere ciertas estrategias de intervención, basadas en la sujeción corporal en momentos de crisis, las cuales su docente intenta implementar, pero resultan infructuosas, pues el niño se angustia y enoja aún más. Asimismo, nos indica llamar a los padres frente a situaciones de desorganización, pero cuando lo hacemos, las situaciones de riesgo y agresión se intensifican: Rodrigo los agrede, les pega cachetazos, los patea, los insulta y es muy difícil que se calme. Sus padres también se ponen muy nerviosos con él, sobre todo su papá, quien termina insultándolo, y en una ocasión le devuelve un cachetazo adentro del jardín. En general, en estos momentos de enojo y angustia, Rodrigo demanda la presencia de su mamá, y cuando viene, se pega a ella corporalmente de un modo muy significativo: se le sube encima, la toca por todos lados sin parar y le da besos en el pecho.
Al poco tiempo, los papás nos comunican que dejarán el tratamiento por diferencias con la profesional. Concurren a otra terapeuta, quien los ve una sola vez y expresa que no puede atenderlos, y luego a otra que, tras tres entrevistas con el niño, diagnostica un déficit atencional y solicita consulta con psiquiatría. Luego de obtener el informe diagnóstico, los papás abandonan el tratamiento nuevamente. El padre de Rodrigo se acerca al jardín con el escrito, y asevera frente a mí: “Acá está lo que tiene Rodrigo”. Concurren a un psiquiatra, quien avala el diagnóstico de déficit atencional e indica Ritalina. Esta vez, el niño sí comienza a tomar la medicación. Posteriormente, Rodrigo inicia tratamiento con otro profesional, y en función de que las dificultades en la escuela y en la casa persisten y no aminoran, se decide junto a Secretaría de Inspección y al nuevo terapeuta solicitar acompañante externo.
Es necesario agregar algunos datos significativos: durante los momentos de desorganización, permanece totalmente conectado con la situación, y en ocasiones, funciona que un docente externo aparezca y lo invite a hacer otra cosa. Puede pasar de un llanto muy intenso o una actitud muy hostil hacia el otro, a sentarse y armar un rompecabezas con la directora o una docente de un modo absolutamente tranquilo y por tiempo prolongado. Lo que insiste es su reticencia a ingresar y participar de la dinámica del aula. Cuando puede permanecer dentro de ella, reconoce a todos sus compañeros y se muestra interesado en interactuar con ellos. Sin embargo, es muy difícil que pueda sentarse a jugar porque cualquier mínimo disenso lo altera. En general, se la pasa deambulando de un grupo al otro, y realiza un juego brusco que consiste en correr o chocar autos. En los momentos de intercambio grupal, permanece poco tiempo sentado, no respeta los tiempos de espera, interrumpe a sus compañeros hablando con voz fuerte, y si la docente le pide que haga silencio o que espere, se enoja. Dependiendo del día, se esconde debajo de la mesa, tira sillas, patea objetos, o se quiere escapar.
Una mirada en lo escolar, desde el Psicoanálisis
Marisa Punta Rodulfo nos explica que el Psicoanálisis permite “[…] hacer pensar las cosas de otra manera […]” (2005, p. 41). Esta invitación al “de otra manera”, puede ser sumamente valiosa en un caso como este, en el que han caído multiplicidad de miradas sobre el niño, pero todas dirigidas a establecer para él un diagnóstico “general” que permita arbitrar rápidamente medidas estándar (la medicación, las técnicas conductuales…). De este modo, “problemas paterno- filiales”, “déficit atencional con hiperactividad”, “Ritalina”, aparecen como significantes que nos dicen poco de los mecanismos que subyacen a las conductas de Rodrigo, y por ende, que no nos permiten dar cuenta de qué es lo que ocurre en él, de manera singular, generando en última instancia un efecto iatrogénico, pues taponan con un rótulo la posibilidad de pensar y reflexionar.
Cuando el primer neurólogo emite el diagnóstico de ADHD a raíz de una polisomnografía y solicita la medicación sin pedido de algún otro tipo de intervención terapéutica; cuando una de las terapeutas a la que acude eleva un informe con el mismo diagnóstico habiendo tenido sólo tres sesiones con él, lo que conlleva a la reducción de su problemática por parte del padre a través de la frase: “Acá está lo que Rodrigo tiene”; o cuando otra profesional indica como única intervención posible la sujeción corporal, la cual sólo incrementa su angustia, queda expuesto el potencial peligroso que puede tener para un niño un diagnóstico apresurado, en la medida en que no posibilita movimientos de apertura, sino por el contrario, movimientos de cierre, propiciando en el sujeto una identidad alienante -concepto al que se refiere M. Mannoni- que obtura la posibilidad de pensar en la complejidad de su psiquismo, a la vez que clausura las posibilidades de intervención. Al respecto, M. Punta Rodulfo afirma:
“[…] Mi propósito es enfocar los riesgos siempre implicados en diagnósticos apresurados y esquemáticos que no contemplan matices ni se interrogan por los procesos subjetivos subyacentes más allá de las descripciones del DSM IV […]” (p. 96).
Continuando con los conceptos acuñados con la autora:
“[…] Mal diagnosticado, mal tratado, mal medicado, el niño desarrolla complicaciones caracterológicas o conductuales de segundo grado que complica las que ya tenía, suplementándolas, agravando por añadidura el pronóstico ya que no es lo mismo una intervención temprana adecuada que una intervención adecuada pero mucho más tardía y que debe hacerse cargo de los efectos de aquella iatrogenia […]” (2009, p. 6).
Es importante remarcar que, en un año y medio, Rodrigo conoció un neurólogo, un psiquiatra, y cuatro psicólogos.
Por otro lado, si bien el trabajo dentro de un equipo de orientación escolar no consiste en realizar un diagnóstico psicopatológico de los niños, esclarecer el orden de lo que le ocurre a Rodrigo, pensar cuál de los trabajos implicados en su constitución subjetiva está siendo obturado o interrumpido, puede ser valioso en relación a implementar estrategias de abordaje y acompañamiento en lo que respecta a su trayectoria escolar. En este sentido, podríamos decir que existen indicadores que nos hablarían de una patología grave de la constitución subjetiva: un niño que no puede parar, con dificultades para hacer uso de la palabra y para construir lazos con los otros, impulsivo, que intenta armarse una frontera corporal, que se pegotea con su mamá -al modo de un enmarañamiento-, que súbitamente desencadena conductas disruptivas, sin motivo aparente. Si consideramos al aprendizaje como un trabajo psíquico que requiere trabajos previos de escritura, en este caso, en el cual existen muestras de que dichos procesos se encontrarían fallidos, ninguna trayectoria escolar exitosa será posible sin antes intervenir inicialmente sobre estos primeros registros que implican la construcción del narcisismo.
A su vez, todo lo que a Rodrigo le ocurre se enmarca en un ambiente familiar, del cual no sabemos mucho, pues sus padres ocultan información en reiteradas oportunidades, pero que podemos suponer no contenedor, y por el que circula algún tipo de maltrato, de acuerdo a lo que pudo referir una de las terapeutas, y de lo que pudimos observar en las interacciones entre ellos durante los momentos de crisis del niño. Si consideramos los aportes de D. Winnicott acerca de las influencias ambientales para el desarrollo del niño, podríamos pensar en qué medida un medio con las características descriptas en este caso no ha proporcionado condiciones favorables para su desarrollo emocional, pues por momentos repite y refuerza las actitudes iatrogénicas, a la par que no puede alojarlo ni contenerlo. En el texto La provisión para el niño en la salud y en la crisis (1962), el autor explica claramente la interacción entre la tendencia que supone en todo niño a la salud, y el ambiente en el cual se desarrolla:
“[…] De lo que hay que proveer al niño es de un ambiente que facilite la salud mental y el desarrollo emocional individuales. (…) si se proporcionan condiciones suficientemente buenas, y hay en el niño un impulso interior hacia el desarrollo, se produce el consiguiente desarrollo emocional. Las fuerzas que impulsan hacia la vida, hacia la integración de la personalidad, hacia la independencia, son inmensamente intensas, y con condiciones suficientemente buenas, el niño progresa; cuando las condiciones no son suficientemente buenas, esas fuerzas quedan contenidas en el interior del niño, y de un modo u otro tienden a destruirlo […]”. (1993, p. 84).
Algunas ideas para finalizar…
“[…] El diagnóstico aparece en toda escuela en un determinado aspecto: si un niño es objetable, existe la tendencia a librarse de él, sea por expulsión o alejándolo mediante una presión indirecta. Ello quizás sea conveniente para la escuela, pero es malo para el niño […]” (2007, p. 39).
Esta frase que Winnicott enuncia en el libro El niño y el mundo externo, y que resulta descriptiva de lo que sucede actualmente en varias escuelas, tiene valor de interpelación para todo aquél profesional de formación psicoanalítica que decida insertarse como parte de un equipo de trabajo en tal dispositivo. Resulta un desafío para ese profesional sostener los mismos criterios éticos que rigen para el trabajo analítico, hacer valer en este caso el derecho a la educación de ese sujeto, y arbitrar las intervenciones necesarias para promover su desarrollo saludable dentro de la institución.
En ocasión de la presentación de este caso en un seminario de posgrado, la Doctora Punta Rodulfo se refirió a una idea que considero sumamente valiosa para pensar el trabajo de un psicoanalista en la escuela: el diagnóstico áulico; diagnóstico diferente al que se haría en un consultorio, pero que puede ofrecerle a los actores institucionales que acompañan diariamente al niño orientaciones acerca de cómo desenvolverse con él, ayudándolos a descubrir entre todos qué puede -porque lo que no puede salta a la vista-, qué le interesa, cómo funciona, y qué le gusta a ese niño -y no a otro, o a todos.
Por último, volviendo al caso puntual que aquí se presenta, es posible pensar que, dadas las condiciones tan desfavorables que acompañaron el desarrollo emocional y el crecimiento de Rodrigo, constituye una necesidad para él que la escuela se instaure como algo que permanece, algo así como una superficie de continuidad, estable, que pueda propiciar, por qué no, un efecto terapéutico que contribuya a su estructuración subjetiva.
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Analía Pérez Piñeiro es Licenciada en Psicología y Profesora en Enseñanza Media y Superior en Psicología (U.B.A). Docente de Psicopatología Infanto Juvenil de la Carrera de Psicología de la Universidad de Buenos Aires desde el año 2010. Trabaja en instituciones escolares desde hace 10 años como integrante de equipos de Orientación Escolar. Practica la clínica Psicoanalítica con niños, adolescentes y adultos.
Referencias
- Punta Rodulfo, M. I.:
(2005): La clínica del niño y su interior. Un estudio en detalle. Buenos Aires. Paidós.
(2009): El psicoanálisis, el educador, el pediatra y el niño sano. - (2009): El ADD- ADHD como caso testigo de la patologización de la diferencia. En Benasayag, L. (Comp.): ADDH Niños con déficit de Atención e hiperactividad. Buenos Aires: Nueva Visión
- Winnicott, D.:
(2006): La familia y el desarrollo del individuo. Buenos Aires. Ediciones Hormé.
(2007): Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Buenos Aires. Paidós.
(2007): El niño y el mundo externo. Buenos aires. Ediciones Hormé.