En una sala de juegos de un hospital de alta complejidad
Por Claudio Steckler
Partiré de una pregunta con la que frecuentemente convido a mis jóvenes colegas de la sala de juegos del hospital Garrahan, en nuestras reuniones de supervisión de los jueves:
¿Si el jugar es terapéutico, que tiene de terapéutico jugar?
Casi en un acuerdo tácito, suelen responder de modo afirmativo la primera parte de la pregunta, pero cuando insisto en el por qué, nos suele envolver un profundo silencio a todos. Planteada de este modo la cuestión, la validez de la respuesta sería relativa acercándose más a una creencia, que a un criterio de pretendido rigor científico, si es que no se encuentra al menos un puñado de evidencias que la fundamenten. La situación siempre me pareció provocativa, reflejo que buscaré en lo que sigue indagar a partir de algunos rodeos teóricos, clínicos y de los “otros”…
La sala de juegos hace estallar la mayoría de los parámetros con los que abordamos la clínica de consultorio; se trata de una zona ligeramente rústica donde a partir de un puñado discreto de reglas, se oferta a los niños hospitalizados un lugar disponible para jugar. De tal modo estos niños tienen ocasión, muchas veces de modo eventual o circunstancial y otras, las menos, de forma más sostenida, de concurrir a la sala tomando cierta distancia ocasional de la experiencia, que, en lo más real de sus cuerpos, les ha tocado y de la rutina medica a la que están sujetos pero aquí sí, de modo diario.
Más aún diría, que suelen tropezar con la sala, o bien porque la descubren espontáneamente o bien, porque, aunque alguien les proponga acercarse, lo que ocurre allí adentro suele ser para ellos -los niños y sus familias- materia de revelación de algunas situaciones no pensadas.
La sala de juegos tiene un horario de funcionamiento amplio, dentro del cual los niños pueden concurrir en cualquier momento sin previo aviso. No cuentan con “un turno asignado”, por consiguiente, la relación con el tiempo es bastante libre. Por otra parte, la sala está coordinada por un grupo de jóvenes psicólogos y psicólogas pero a su vez ninguno de los niños tiene “designado” a nadie en particular. La circulación, en este sentido, queda facilitada por el gesto espontáneo. Se trata de una experiencia que tenemos que considerar desde una perspectiva grupal. Aquí todo el tiempo el encuentro es con el otro y lo que allí acontece resulta en “vivo y en directo”.
Ahora bien: ¿Por qué psicólogos en una sala de juegos? La pregunta convida al menos una variante, se trata en este caso de un suplemento que introduce una cualidad de la especificidad de nuestra tarea. La oferta de lugar cobra ahora otra dimensión, no solo se trata de un espacio fáctico: la sala de juegos, sino además de la oferta de una zona de juegos.
Pero ¿de qué hablamos cuando decimos “ofertar una zona de juego”? Si bien es un hecho que arrancamos de la tesis que Winnicott introduce, al proponer que la psicoterapia se da en la superposición de dos zonas de juegos, la del paciente y la del terapeuta, en tanto en aquellos casos donde el juego no es posible la cuestión consistirá en que el terapeuta pueda crear las condiciones para que el paciente pueda hacerlo, aunque a simple vista parezca sencillo, cuando ahondamos en ello se complejiza. Si nuestro punto de partida es el niño jugando, es porque hemos comenzado a pensar el jugar en una perspectiva que implica -siguiendo casi a la letra a Ricardo Rodulfo aquí[1]– ponerse a jugar y poder hacer jugar, de un modo decidido, la colección de novedades que la observación directa y sistemática de bebes y niños pequeños nos viene entregando desde hace más de treinta años, donde la revelación más significativa ha sido descubrir que los bebes juegan desde las primeras semanas de vida de un modo espontáneo y profundamente ligado a una cualidad exploratoria, como un modo de hacer, con la información que reciben del mundo y captan de modo -recordémoslo una vez más- poli-sensorial y amodal, en la medida que toda su corporeidad se encuentra comprometida y entregada a un experienciar temprano que delata la emergencia originaria del jugar, alejándolo de cualquier articulación primaria a una defensa como repuesta fente a la angustia. Una salvedad conviene introducir en este punto: se trata de una dimensión ineludible de la condición humana, me refiero a la necesidad de otro, que en el pensamiento de Winnicott aparece como la experiencia de jugar con otro; en este sentido el ofrecimiento de la zona de juegos alcanza en nuestro ámbito -la sala de juegos- una dimensión potencial esencial que en ocasiones se hace visible en cierta disponibilidad subjetiva a jugar de algunos colegas. Muchas veces, me he preguntado, de que estará hecha semejante “disponibilidad” no sólo a jugar sino, más aún, a ofrecer la propia zona de juegos; qué materiales del propio recorrido profesional y también personal habrá allí involucrado. ¿Tal vez una buena dosis de la experiencia del propio niño jugando? Y si así fuese, ¿qué combinación heteróclita compondrá aquel niño que llevamos informe al ofertar nuestra zona potencial?
Por otro lado, y a la vez, ¿qué condiciones se tienen que dar para que el juego emerja como juego?
En ocasiones, algunas situaciones nos enfrentan a ciertos espejismos. Si un niño llega a la sala “acepta” una propuesta y, por ejemplo, se pone a jugar al dominó, disfrutando del juego, respetando más o menos las reglas, manteniendo una buena comunicación y logrando concluirlo, el observador desprevenido puede creer que ese niño jugó, sin embargo, para nosotros, todo eso será insuficiente para que nos animemos a plantear que algo del jugar allí emergió.
Las evidencias resultan precarias para que podamos fundamentarlo. Recordemos que Winnicott, al desplazar su mirada desde el contenido del juego hacia la praxis del jugar, no solo da lugar a un nuevo retrato de niño, el niño que juega, sino que además desborda el jugar desde el territorio de lo infantil, dándole entrada a un adolescente capaz de jugar con “las cosas del mundo” y a un adulto que juega con la asociación libre, con la tonalidad de su voz y además con su sentido del humor. El jugar, como verbo sustantivado, permite ser pensado en territorios de fronteras mas vastas. Podemos empezar a considerar aquí más que en el jugar, en cierta cualidad del jugar, en la medida que la encontremos en situaciones que a simple vista no se muestran como juegos convencionales, pero que sin embargo dejan ver cierto potencial lúdico en los aspectos cualitativos de los entonamientos que despliegan. Lo que vemos allí no es un juego, sin embargo, a su vez, algo en ello pareciera estar jugando.
Sofía con siete años de edad lleva poco más de seis meses internada. Una ligera torpeza motriz pareciera hoy -a simple vista- ser la única secuela de una meningitis que la mantuvo al jaque. Visita la sala a diario, deambula, se acerca a un niño y hace lo propio con algún adulto que encuentra en su camino; cuando parece preguntar algo al mismo tiempo ella misma se responde; guarda un tono “canchero” en su deambular, con una típica gorrita que gusta usar con la visera hacia atrás; le dice a una niña algo más pequeña que ella: “Piba, mañana me voy de acá, ¿sabes? Vos sos mi mejor amiga, no te voy a olvidar”… la supuesta interlocutora se la queda mirando perpleja algo desconcertada. Mientras tanto ella sigue un poco aquí otro tanto allá y de pronto, mientras se pone hablar con una mamá de otro niño de modo circunstancial, una de las psicólogas de la sala se acerca para decirle alguna cosa de relativa importancia. Sofía apenas la mira por encima de su hombro para responderle: “¿A vos que te importa si con vos no estoy hablando?”, casi sin mediar reparo, la joven colega le responde: “A mí sí me importa, porque soy yo quien quiere hablarte”.
Dos al menos son las particularidades que el relato deja ver: por un lado, se trata de un recorte muy breve pero que, a su vez, a simple vista, ninguna situación de apariencia lúdica deja planteada. Sin embargo, al igual que los sentidos en ocasiones, las apariencias también nos engañan. Me pregunté en varias oportunidades si la ausencia aparente de producción de juego apenas alcanzaba a opacar una cualidad lúdica que la pequeña reproducía en su derrotero. De ser así, ¿de qué jugares se estaría tratando…? La situación planteada en una de nuestras reuniones preocupaba al grupo en lo referente a la supuesta indiferencia que Sofía desparramaba con cada uno de los que parecía interactuar, provocando casi un enojo en la joven colega, que de modo decidido intervenía ubicando un límite allí donde en apariencias nada parecía detenerla. Si bien mi intuición me llevaba a escuchar la eventual aptitud lúdica en el relato de esos pequeños detalles, me detuve a reflexionar sobre qué principios tener en cuenta para iluminar semejante ocurrencia… después de algunos rodeos me quedé con algunos recaudos -confieso, de modo casi deliberado- que encontré en Criterios clínicos para leer juegos[2] como para a mínimas tenerlos ligeramente en cuenta y no pifiar demasiado.
- La obstinación con la que se ha insistido en la búsqueda del significado del juego, en el tratamiento que ha recibido la reflexión psicoanalítica sobre el tema, tomando como eje el mecanismo de la analogía. Es decir, tomar un elemento del contenido del juego para por afinidad asociarlo a otro elemento que le aporte sentido y direccionalidad semántica. Articulación que Winnicott desmantela en el pasaje del niño que juega al niño jugando.
- El saltearse la especificidad del jugar por una modalidad de lectura -como la que recién mencionamos- que de ningún modo contempla del jugar su propia forma, insistiendo en la reducción de su abordaje a otro sistema semiótico preexistente y, a su vez, no propio al que se apela obviamente por analogía. Esta situación clínica es compartida por Marisa Punta Rodulfo[3] en su estudio sobre el niño del dibujo, a propósito de la relevancia que cobra lo figural como categoría de indagación y en la particular importancia del desmontaje del trazo a fin de rastrear su genuina especificidad, alejándolo de cualquier remisión a otro sistema que no provenga de su propia emergencia.
- Una vez planteadas estas salvedades, conviene reinscribir el jugar en una perspectiva amplificada, revisando sus elementos de modo tan meticuloso como generoso desmontando su fachada inicial e introduciendo a su vez la dimensión del collage, donde diversas piezas en su composición tan informe como heteróclita entran en juego sin pretención de figurabilidad unívoca. En este sentido es hora de ir preguntándose, de qué piezas se trata en la medida en que si así lo planteamos es porque consideramos que una escena de juego puede ser desarmada, de modo semejante a como se haría con un sueño o por ejemplo con un dibujo.
En otra ocasión, una psicóloga de la sala invita a jugar a Rocío, una niña de cinco años algo inquieta por ser su primera vez allí. Después de dar vueltas y explorar algunos objetos se decide por el “rincón” de la cocina; juntas comienzan entonces a preparar algo para comer…casi al instante ingresa otra pequeña, Noe, de seis años, quien se sienta a una corta distancia, en silencio y con mirada distante. La psicóloga, al sentir allí su presencia se acerca y le dice: “Noe, ¿venís a jugar? te presento a mi amiga, Rocío, estamos cocinando”. La niña no responde, permanece callada, mirando hacia el piso. La psicóloga se aleja y vuelve al juego con Rocio, al instante Noe comienza a golpear el piso con sus pies cada vez más fuerte como buscando llamar la atención. La psicóloga vuelve acercarse y le dice: “¡Dale, vamos a jugar con Rocío! Estamos haciendo pollo con papas fritas”. La niña esquiva la mirada y parece rechazar el contacto. La psicóloga, al alejarse le propone a Rocío que sea ella quien la invite, apuesta allí al par tentándola con cierta dosis de confianza. La niña se acerca y por tercera vez Noe rechaza la invitación. Sin embargo, en esta oportunidad, cuando Rocío se aleja y vuelve al juego, Noe se saca las zapatillas comienza a patalear y arrojar juguetes en toda dirección. La psicóloga nuevamente se acerca, pero cambiando el tono, le coloca una mano sobre la espalda y le dice: “Noe ¿qué pasa? Entiendo que puedas estar enojada por lo que está pasando, pero aquí en la sala no podes hacer esto; podes lastimarte o lastimar alguien, no queremos que nada de esto ocurra, si eso llega pasar no vas poder seguir quedándote”. Noe se muestra silenciosa pero esta vez comienza a seguir con la mirada a la psicóloga, mientras ella junta los juguetes desparramados por el suelo, antes de volver al juego con Rocío. Instantes después Noe se incorpora dirigiéndose al rincón de la cocina diciéndole a Rocío con énfasis: “¡¡Las tazas no van en la hornalla de la cocina!!”. Seguidamente comienza ordenar los juguetes acomodándolos en el espacio y distribuyéndolos en los distintos estantes del armario alzado sobre la cocinita.
La secuencia que el relato deja ver precipita una inflexión final por donde el jugar asoma. Algo de lo que allí va ocurriendo interpela la quietud de la niña para ponerla en movimiento. Algunos despuntes se nos revelan, se desplaza, cambia de lugar a la vez que se acerca a estos otros que además están jugando, produciendo ciertas consecuencias diferenciales; el “polo” motor se activa y con él una cualidad lúdica parece entrar en otro espacio, como diría Mario Waserman (2008): “[…] la musculatura se pone allí al servicio de la magia del pensamiento […]”[4].Una cualidad lúdica se apropia de su enojo para transformarlo en material de juego. Lleva su enojo a otra parte, más precisamente lo lleva hacia algún lugar: “¡¡Las tazas no van en la hornalla de la cocina!!”. Reclama un espacio distinto para el lugar en el que el otro la ubica y como el otro no lo produce es ella misma -en el embriague que la introduce en el mismo jugar- quien crea un espacio potencial y original donde comenzar a poner su juego. A su vez, conviene notar que Noe comienza por la intención de guardar, es eso lo que la atrae desde el juego, en tanto ese pollito con papitas no pareciera generar sobre ella mayor influjo. ¿Pero cuales habrán sido los resortes que permitieron despertar en la pequeña el jugar?
Resulta un convite al equívoco el modo en que encaremos este problema; la tentación de abordarlo relacionando dos términos pareciera una resultante casi lógica: “Si tal cosa entonces tal otra”. En un trabajo anterior[5], una primera reflexión escrita sobre nuestro tarea en la sala de juegos articulaba a esta disyuntiva la problemática del punto de partida: en este sentido definir por dónde empezar puede constituirse en un complejo problema que no solo direccione las reflexiones consecuentes sino aún más contribuya a una posición clínica restringida en particular en su potencial de juego.
¿Habrá sido la insistencia de la psicóloga? ¿Cuánto habrá tenido que ver la última intervención, donde se intentaba inscribir un límite? Recordemos que esto último fue acompañado por la enunciación de sus consecuencias (“… si lo seguís haciendo, no podes venir más”). Prefiero aquí insistir en sostenerme a cierta distancia de cualquier enunciación binaria, prefiero y en perspectiva -como quien se aleja intentando leer distinto y de un modo más cómodo- pensar en secuencia, en todo caso interrogando la intertextualidad que el material va produciendo. La diferencia circula en la espacialidad que cada intervención deja, incluyendo el pataleo de la niña. Patalear es rebeldía, protesta, reacción, emergencia de una subjetividad que comienza a mostrar su deseancia.
¿Entonces qué será lo que tiene de terapéutico jugar?
Miranda es una niña pequeña de apenas 5 años; como consecuencia de una negligencia familiar sufrió quemaduras severas en la mayor parte de su cuerpo, por ello lleva tiempo internada en el hospital. Desde hace un par de semanas es una asidua concurrente de la sala, donde ha instalado un juego que repite. Coloca a una muñeca -siempre la misma- en el microondas y mientras la cocina se mata de risa. Una vez más -no sea cosa que se nos olvide-: hace activo lo padecido pasivamente, padecimiento que ha dejado sobre ella una colección de marcas de todo tipo y calidad que la acompañarán toda su vida. En este sentido insisto en preguntarme sobre categorías que parecieran consolidarse en el tiempo. La repetición, hemos aprendido, resulta la cualidad primordial del juego; el jugar parece contribuir al alivio del sufrimiento y a un principio de su tramitación en la medida en que se sostenga en el tiempo y en su ejercicio produzca diferencias. Repetición en diferencia y rumbo a la producción de diferencias como condición para que alguna transformación -como nueva escritura psíquica- sea posible.
Yolanda; otra niña oriunda del interior del país; lleva un tiempo internada en un proceso de exploración diagnóstica alrededor de una patología respiratoria de importancia. La cuida un tío que mantiene con ella cierta indiferencia afectiva. Su madre en todo este tiempo sólo se acercó como asomándose y de lejos a la sala un par de veces. Es decir, sus dos referentes afectivos adultos inmediatos mantienen una relación cuya principal característica es sostener una distancia que linda con la no implicancia. Desde hace un mes asiste diariamente a la sala y en una de nuestras reuniones fue posible identificar dos momentos cualitativamente diferenciales, entre ellos una intervención quirúrgica en la que se le retiró una muestra del hígado con el objetivo de ser estudiada. Los tiempos previos a la cirugía, solía deambular insistentemente en una patineta, muchas veces de modo impulsivo y tropezando con diversos obstáculos, sin detenerse demasiado en ninguna parte en la medida que ninguno de los materiales ofrecidos allí la tentaban. Sin embargo, luego de la operación, su presentación comenzó a ser más calma y productiva en términos potenciales, dando lugar a la emergencia del graficar como espacio privilegiado donde poner en juego la subjetividad. Un poco apremiada por el malestar físico posquirúrgico que la limitaba en sus movimientos encontró en la hoja de papel -con la que tropezó espontáneamente- un lugar donde detenerse y comenzar a dejar sus marcas.
Resultaron relevantes dos producciones. En una de ellas dejaba plasmado un retrato del hospital, ocupándose al detalle de cuidar cada trazo en su consistencia y formalidad, lo que permitía vislumbrar una estructura solida y firme en cada una de las paredes que a su vez eran enriquecidas con diversos colores y detalles, como flores y pájaros coronando todo ello con un bonito sol que transformaba su producción en una obra que convidaba a ser mirada. Al mismo tiempo su trazo daba lugar a un fuerte contraste: lo que podrían ser las puertas de entrada del hospital, permitían reconocer en su interior seis figuras de niños que, si bien aparecían sonriendo a penas, resultaban insinuadas en un trazo muy debilitado. Su dibujo -al que había pedido a una de las psicólogas que fije en una de las paredes de la sala- no pasaba de ningún modo desapercibido al que por allí pasase. En su segundo trabajo se animaba un poco más, dedicada con esmero a la construcción de un cartel que pusiese al lugar su nombre, “Sala de juegos”, y abocándose en la elaboración de cada letra; por un lado, al detalle de su decorado (nuevamente aquí, flores, pájaros y el uso del color), por el otro, poniendo atención en mantener un tamaño considerado de cada una, de modo tal que una vez puestas en la pared ocupasen un espacio importante y nuevamente no pasaran desapercibidas.
La paradoja acompaña el proceso: Winnicott introduce el juego del garabato[6] sobre la base del jugar, advirtiendo que necesita ser prudente con la descripción de la técnica porque teme que lo principal pase desapercibido. Lo importante está en otro lugar; no se trata de la problemática del sentido sino de abrir condiciones para que el niño pueda comunicar, establecer contacto: pareciera ser la base del método. Tal vez se trate aquí como en ninguna otra parte, donde el jugar penetra el graficar y el dibujar se entrevera con el jugar, en una composición en la cual, en el mismo momento donde alguna cosa pareciera constituirse, ésta se desarma para relanzar cierto movimiento. Agarra y suelta, anida y desmonta: en el interludio, un niño jugando emerge. Se trata desde este rumbo de empezar jugando pero en la medida en que el valor del procedimiento se desprende del intercambio: dos personas se encuentran allí para jugar juntas. Sin embargo, con encontrarse a jugar no alcanza, la cualidad de ese encuentro debe ser interrogada, ¿qué cosas habrán de darse para construir una experiencia potencial de ese encuentro? Lo que contará será, más que encontrarse a jugar, que se encuentren jugando[7]. Por este lado, la cuestión del lugar cobra relevancia, la zona de juego resulta el sitio de inscripción de un acontecimiento que se renueva cada vez. El espacio se vuelve transicional en la medida que ellos se encuentran en el jugar, allí donde la singularidad de cada uno introduce la dosis de alteridad necesaria para que la ilusión emerja. Sin esa dosis de extrañeza y de ajenidad el jugar no sería posible, la adaptación de la madre suficientemente buena condición de la ilusión por venir es casi al cien por cien de las necesidades del niño, lo extraño en la madre para el niño, lo ajeno en el niño para la madre, permiten la apertura al juego de las diferencias y de la interacción subjetiva.
Ahora bien, para que la inscripción de ese acontecimiento renovable cada vez sea posible, cierta creencia resultado de una convención compartida es necesaria. El dale que, el cual nos recuerda la letra de Diego García Reinoso[8], ingresa como cualidad potencial del acontecimiento naciente. En este sentido se trata de una creencia en la que ambos se encuentran: se trata de dos -como mínimo- que creen. El niño dirige su jugar a otro. El otro en este sentido siempre está presente en el horizonte, un poco más cerca, tal vez un poco más lejos, pero en alguna parte tiene que estar y disponible a ser encontrado; es una cuestión de tiempos, variaciones y entonamientos, donde si la distancia no resulta lo suficientemente afinada el dale que no se produce.
El jugar está en otra parte, no siempre en lo que pareciera ser juego.
En ocasiones reposa mejor en la hoja, derramando sin sentidos aparentes en escrituras sin rumbo; en otras entramado persistente en la pelota que apunta y pifia su objetivo; pero también a veces -y sólo a veces- en el jugar de las palabras con los silencios y de los silencios con las miradas y de las miradas con la envoltura, nuevamente, de alguna escritura que insiste en agarrar a la hoja un sentido que se escabulle. El jugar fluye genuino en la intertextualidad tan creativa como potencial, a la espera de ser alojada.
Octubre 2017
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Lic. Claudio Oscar Steckler: Profesor de Educación Especial, Lic. en Psicología egresado de la UBA, psicoanalista y especialista en Prevención y Asistencia en Infancia y Niñez. Trabajó como docente de educación especial en más de diez escuelas públicas y luego como Orientador Educacional en un Equipo Orientador realizando detección temprana de patologías del desarrollo en más de cuarenta jardines de infantes de la Provincia de Buenos Aires durante veintitrés años. Actualmente es docente en la materia Clínica de Niños y Adolescentes, en la Práctica Profesional: Psicología de la Discapacidad y en la Carrera de Especialización de Posgrado en Infancia y Niñez. Todas actividades que desarrolla en la Facultad de Psicología de la UBA. Sostiene además una intensa labor ininterrumpida como supervisor en la Sala de Juegos del Hospital Garrahan y en su consultorio privado.
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Bibliografía y referencias
[1] RODULFO R. (2013): “Lo que importa el jugar en la constitución subjetiva II” en Andamios del psicoanálisis. Lenguaje vivo y lenguaje muerto en las teorías psicoanalíticas; PAIDÓS; BS.AS.
[2] RODULFO R. (2012): “Criterios clínicos para leer juegos” en Padres e hijos. En tiempos de retiradas de las oposiciones; PAIDÓS; BS.AS.
[3] PUNTA RODULFO.M. (1998): “A la búsqueda de lo figural en psicoanálisis” en El niño del dibujo. Estudio psicoanalítico del grafismo y sus funciones tempranas en la construcción temprana del cuerpo; PAIDOS BS. AS.
[4] WASERMAN M. (2008): “Pensando en jugar” en Aproximaciones psicoanalíticas al juego y al aprendizaje; NOVEDUC; BS. AS.
[5] STECKLER.C.O. (2012): Cuerpo y Experiencia. Sobre una secuencia que acontece durante el posquirúrgico de un niña pequeña. En:http://www.psi.uba.ar/academica/carrerasdegrado/psicologia/sitios_catedras/electivas/043_ninos_adolescentes.
[6] WINNICOTT.D.W. (2009): “El juego del garabato” en Exploraciones Psicoanalíticas II; PAIDOS; BS: AS.
[7] RODULFO R. (2009): “El jugar sin fundamentos” en Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia; PAIDOS; BS.AS.
[8] REINOSO.D.G. (1997): “Juego, creación, ilusión” en La problemática del síntoma; Marisa Punta Rodulfo y Nora González (Compiladoras) PAIDOS; BS. AS.