Para nosotros, los que comenzamos.
Algo de prólogo
En adelante, quisiéramos tratar un tema que no ocupa los primeros lugares en la agenda de debates, que tiene la peculiaridad de estar de fondo, pero nunca en primer plano, y que el común de los analistas, parecieran tener resueltos. Es probable que así sea, pero en ese caso no deberíamos incluir, a muchos colegas jóvenes, que quedan vacilantes ante las incógnitas que plantea. Puede que al lector el tema le resulte una cuestión obvia que no merece tratamiento o que decimos obviedades al respecto; sin embargo, ello no nos detiene debido a que consideramos que por obvia no se la meditó lo suficiente. El tema que queremos tratar es la formación teórica del analista.
Hacia la lectura
A la formación teórica, Freud la pone en serie junto al análisis y a la supervisión constituyendo el trinomio de la formación de un analista en un sentido amplio. Pero su ubicación, no esclarece sus ambigüedades. Sólo nos señala cuáles son los territorios que debemos recorrer para nuestra práctica, dejando sin respuestas preguntas como: ¿Qué quiere decir contar con formación teórica? ¿En qué consiste? ¿Cuáles son sus contenidos? ¿Existe alguien que pueda jactarse de estar formado ya? a ellas acuden frases de perogrullo como, “uno está en constante formación”, “no se puede saberlo todo”, “lo importante es el deseo de aprender” o la posición filosofía por excelencia “lo importante es el amor a la sabiduría”. Pero ninguna da con el quid de la cuestión: ¿Qué significa contar con conceptos teóricos, como uno de los pilares de la formación analítica?
Intentar responder a este problema directamente, nos deja sin referencias de las cuáles asirnos. El ¿qué es “x”? es -para iniciar- demasiado intimidante, demasiado enigmático. En cambio, sobre “cómo se alcanza una formación conceptual”, no estamos tan faltos de referencia iniciales, por lo cuál, nos proponemos ir en esta dirección, pasar por otras preguntas, para más adelante retomar la ruta principal con nuevos elementos.
Digamos para empezar, que la formación teórica requiere que trabajemos con textos de autores de referencia, para iluminar alguna cuestión de nuestra práctica. Lo que requiere un tiempo de lectura y un esfuerzo de comprensión.
Como aparenta, la cuestión es simple, y en algún sentido lo es. Nadie puede negar que al encontrarse con analistas de experiencia, lo que se destaca -entre otras cosas- es una erudición y un recorrido bibliográfico importante. Tampoco se puede negar que cualquiera que haga el esfuerzo en esta dirección, pasado el tiempo, notará en su práctica y en su capacidad reflexiva, los beneficios. Aunque estas apreciaciones generales, no contestan a la pregunta que nos planteamos, nos permiten reformularla. Si nos preguntábamos ¿qué significa contar con una formación teórica? y dijimos que la adquirimos mediante un trabajo de lectura y un esfuerzo de comprensión, podemos preguntarnos para continuar: ¿Qué significa hacer un trabajo de lectura y un esfuerzo de comprensión de los textos?
Sabido es que Lacan trabajó agudamente sobre el concepto de comprensión e ironizó mucho sobre el de lectura. En general no se privó de decir que pocos sabían leer y que a ello se debía las “desafortunadas” interpretaciones de Freud, hasta su llegada. No es nuestra intención retomar estas irónicas consideraciones, y no nos amilana tomar el término comprensión en un sentido amplio. No creemos que la manera lacaniana de trabajar estos términos nos sea útil, para la hipótesis que queremos proponer. Por nuestro lado, aspiramos a una respuesta sin refinamientos eruditos, y mal disimulados desprecios hacia colegas. No estamos capacitados para los primeros, y los segundos nos parecen bajos. Aspiramos a proponer una respuesta que acompañe a los estudiantes en el encuentro con el psicoanálisis y que ayude a evitar desalientos y esfuerzos improductivos.
Hacia lo textual
Para ello, nos toca hablar del camino de la desesperación: sentimiento bien identificable cuando se transforma en angustia que emerge al encontrarse con las oscuridades de un autor, o de un texto en especial. Nos referimos al hecho concreto de estar sentado, lápiz en mano, frente a un texto por primera vez. El esfuerzo por comprender parece inútil y conforme pasan las horas y los días, parece volverse más inútil todavía. Cuando algo se entendió, basta con cerrar el libro para que aparezca un blanco y no podamos ni repetir la última frase. Otras veces pasa algo peor, y es que lo único que podemos hacer es repetir. En otras oportunidades sentimos que algo se entendió pero queda en flagrante contradicción con lo que concluye el autor. Y en otras ocasiones, no se puede pasar de la primera página.
Seguro hay alguna forma más de entrar en la angustia de la incomprensión pero no pretendemos ser exhaustivos en esto; sin embargo es interesante destacar, que muchas personas quedan atascadas en la repetición durante muchísimo tiempo. Pero con el agravante, de que conforme van pasando los años se vuelve más lacónica, y a la par más violenta la censura hacia colegas que intentan evitarla. Lo dogmática de esta repetición y los efectos de parroquia que produce, llevó a muchos analistas –a modo de crítica- a ponerla en paralelo con la formación religiosa.
Decíamos entonces, que el encuentro con el texto (sobre todo con aquellos que marcaron una época) produce de inmediato una distancia. Un sentimiento de incomprensión que inquieta y si esto no ocurre más vale tener cuidado. -Ante las grandes obras conviene desconfiar si parece que se entendió todo en el primer intento. Si ese fuera el caso, no sería una obra de relevancia. Debe dar que hablar, debe dar lugar al debate. Si todo es muy transparente no es una obra de trascendencia o estamos incurriendo en un grosero error-. El primer mensaje del texto que debemos escuchar, es que nos llevará trabajo. Cuando podemos oír esta consigna y nos abocamos a ella, comprobamos que es lo único santificable en la formación. La devoción pasional por la labor (o como prefería Freud, “trabajar como un animal”) es condición de posibilidad.
Pero si se trata de trabajo de lectura, debemos contar con las herramientas necesarias. En el sentido que las pensaremos aquí, no son otras que las interpretaciones sobre la obra en cuestión. La distancia inevitable que se produce al encuentro con el texto nos impone la necesidad de un guía. De alguien que pueda ayudarnos a transitarla, en la medida en que lo hizo previamente. Ese guía puede ser un docente sin más, o un libro que se dedique a tratar los elementos nodales de nuestro texto[1]. Nuestro estudio para la práctica del psicoanálisis, se transformó por ahora en un trabajo de exégesis donde el objeto de indagación, no es ya la experiencia clínica sino, la obra que utilizamos para ello[2].
Para desplegar este punto, tomemos a la Filosofía como ejemplo. Es conocida la dificultad que la caracteriza, y sea por su aridez o su rigor lógico es común para quienes transitan su estudio, valerse de comentaristas que puedan ir iluminando sus oscuridades. Pero tratándose en la mayoría de los casos de autores que llevan siglos como objetos de interpretación, ocurre por lo común que existe una infinidad de interpretaciones sobre ellos, disímiles en sus puntos de vista y variadas en su calidad. Es común encontrarse, por ejemplo, una interpretación estimulante y atractiva, y otra mucho más modesta. Elegir entre ambas no es para nada difícil, pero ¿Qué pasa cuando nos encontramos con varias interpretaciones radicalmente distintas entres sí, pero todas de alto vuelo filosófico? ¿Cómo decidir entre la interpretación que hacen de Platón, comentaristas filósofos como Aristóteles, Plotino, Agustín o Hegel? ¿Cómo decir que Aristóteles está más acertado que Hegel, o que Plotino trabaja mejor las Ideas platónicas que Agustín transforma en los pensamientos de Dios? ¿Quién dice la verdad sobre el texto? ¿Quién ve más lejos? ¿Quién revela la esencia de un discurso tan poblado de figuras y de enigmas como el de Platón? La respuesta se deja ver: Todos y ninguno. Todos en la medida en que a partir de él, construyeron mundos propios, singulares en grado sumo y con fuerzas de tracción tales, que hombres brillantes no pudieron más que dejarse arrastrar y entregarles sus mejores años. Y ninguno, en la medida en que la verdad última sobre lo que Platón quiso decir se perdió con él, incluso antes que él. Probablemente con la palabra que tropieza, o en el lenguaje que lo habla.
Como se puede apreciar, el ejemplo lleva las cosas a su extremo. No sólo el autor se constituye en un conjunto de enigmas, sino que las catedrales que se levantan para comprenderlo, tienen los suyos. Recorrer a Agustín no ofrece menos dificultades que Platón, y en nuestro terreno se puede decir lo análogo con sus nombres propios. Pero en ninguno de los casos podemos evitar una perdida primera que es la esencialidad del texto. En cualquier caso, lidiamos con interpretaciones que nos llevan en diferentes direcciones, con distintos relieves y matices.
Como los ciegos
Llegado a este punto parece que el estudiante se encuentra con un problema de difícil solución. Hasta hace un momento la convicción de dar con la verdad de un autor mantenía su esperanza de formarse pero de repente debe abandonarla. Su convicción cae y su esperanza tambalea. Las preguntas aparecen en rápidas sucesión y sin respuestas que alivien. Expresiones tales como “No entiendo nada, que difícil es x” o “Esto es imposible” son la versiones coloquiales de preguntas sustanciales: ¿Cómo formarse si la esencialidad del texto es inaccesible? ¿Qué sentido tiene un estudio en tales condiciones? ¿Cómo evitar no arrojar el estudio al descrédito, y transformarse en un apologista de la experiencia? ¿Cómo esclarecer la complejidad de la clínica, con discursos más complejos aún? Como aquellos analistas, que tal vez desalentados por este problema se transforman en férreos defensores de lo que sus propias experiencias –y no ya las de los autores, caídos en desgracia- les pueden ofrecer. No queremos decir que la experiencia clínica deba ser dejada de lado, finalmente el sentido de la formación conceptual es contar con categorías que nos ayuden a pensarla. La duda es, si finalmente contaremos con esa ayuda.
Intentamos poner de relieve este punto, porque creemos que según como se lo transite, la práctica clínica puede quedar fuertemente condicionada o empobrecida y el analista incapacitado. Por este motivo es que hablaremos a continuación de cegueras clínicas. -Aprovechando de paso, la simpatía que siempre tuvo Occidente por la mirada y su extenso campo semántico vinculado al conocimiento.
La primera de ella esta compuesta por aquellos analistas que mencionamos hace un momento. Los que aceptando la imposibilidad encontrar la verdad última de los autores, abandonan todo intento por considerarlo infructuoso y huyen de la textualidad. En su retirada acusan de pedantes a quienes se apoyan en autores para su práctica, y celebran las jornadas clínicas sin “cháchara teórica”. Suelen elogiar las exposiciones llanas y en cambio los envuelve una pesada bruma cuando preponderan los conceptos en ellas. Sin embargo, para no ser injustos con esta postura, sabemos que el psicoanálisis esta compuesto por teorías muy dispares entre sí y que hay muy poco acuerdo sobre las definiciones conceptuales. En este sentido evitar grandes despliegues teóricos ayuda a la claridad del caso que se comenta. Y también es cierto que la densidad conceptual puede estar al servicio de ocultar grandes desconciertos, sobre todo si se trata de exponerse con un trabajo clínico ante colegas. Pero finalmente también hay que decir, que la aversión textual –casi fóbica-, no solo los preserva de la angustia de la incomprensión, sino que también hace buen juego con la tendencia a economizar esfuerzos, presente en algunos colegas. Su ceguera consiste en aquello que Kant nos hizo pensar: los conceptos sin las intuiciones están vacíos y las intuiciones sin los conceptos son mudas. Una experiencia sin categorías para leerla, nada tiene para decirnos. Estamos en la oscuridad.
El segundo grupo, se compone de aquellos a los que les resulta inadmisible que no exista una interpretación reveladora de las verdades del texto. No sólo les parece inadmisible, sino que además viven en la convicción de que sólo una es capas de ello -con la consecuencia lógica de que todas las demás son desacertadas, imperfectas o espurias- presentándose como apóstoles de la verdad y legítimos defensores de la causa Freudiana. Todos aquellos que pensaron antes o después de su intérprete de preferencia, no dijeron cosas de valor, no entendieron, o son personas sin talento que quieren timar a los desprevenidos –que por supuesto no son ellos. Y si acaso reconocen algún mérito en otro interprete o pensador, resulta que su interprete de cabecera lo dijo mejor, lo dijo antes o las dos cosas juntas. Como se puede apreciar se trata del culto al Ideal. Frente a la perforación del saber, defensivamente aparece alguien que sí sabe, que nos ilumina con sus enigmáticas palabras y que sólo los elegidos pueden comprender. El resto, vive en el mundo de lo imaginario, aplaudiendo sombras como los prisioneros de la caverna. Lo que resulta paradójico, es que esto ocurra al interior de un discurso que entiende a la barradura del otro como uno de los puntos cardinales de su praxis; recuerda por el contrario al famoso gráfico freudiano de la formación de la masa, donde la dialéctica del reconocimiento se articula con el amor al líder, y donde todos los yoes quedan enlazados como hermanos deudos del mismo padre. La subordinación al padre es tan grande que ni los hechos de la experiencia ponen en evidencia lo limitado de toda interpretación. Por este motivo, están ciegos a toda necesidad que les manifieste su práctica, por no compatibilizar con lo que su interpretación ilumina. Se incurre por ello en una negación bidireccional: en dirección a la castración de saber que pregonan, y en dirección a la clínica que los rodea.
(Pese a todo, cabe hacer una salvedad. Sería injusto incluir en este grupo a aquellos analistas que en algún momento de su recorrido encuentran a un autor o intérprete con el que sienten una gran afinidad. Sea por su estilo o por el contenido de sus ideas, se sienten a gusto y deciden quedarse en su compañía. Resulta que las cosas ocurren como a aquel viajero de novela, que después de mucho andar encuentra una morada cálida, a la cual es invitado a pasar. Y que conforme va dialogando con su anfitrión, descubre que encontró un lugar dónde vivir y con quien hacerlo. Sin embargo, la placidez de su hogar no lo confunde y no le hace creer que afuera no hay nada interesante o que valga la pena. Tiene claro que muchas de sus necesidades pueden ser satisfechas con lo que le provee, pero otras requieren que salga y las busque en otra parte. Siempre termina volviendo, pero nunca con las manos vacías y no por ello cree que mansilla su vivienda. Tiene claro que no es un altar, sino un espacio vital, que le gusta como es, pero no le molesta dejar marcas de su presencia).
A continuación, sigue un conjunto inexistente. Un conjunto que imaginamos no tiene personificación real, pero quisiéramos describirlo por constituir el paso previo a la formulación de nuestra hipótesis. El miembro típico de este conjunto apreciaría las virtudes de las interpretaciones sobre un autor, y reconocería la imposibilidad que tuvo cada una de ellas para develar los misterios de éste. El inconveniente estribaría, en que pese a ello no reconocería la imposibilidad estructural de dicha revelación. Es decir, presumiría que no se produjo por impericia, y se consagraría personalmente a construir LA interpretación que devele los misterios y resuelva las paradojas. Consideramos a este grupo como inexistente por una apreciación cualitativa. Imaginamos que el tiempo y el esfuerzo de dicha tarea, sería más que suficiente para el abandono de la empresa de parte de los insensatos. Ello no quiere decir que no existan hombres que sensata y brillantemente intenten desarrollar una interpretación sobre un gran pensador. Pero hombres sensatos no pretenderían desarrollar LA interpretación, sino una entre otras, con lo cuál la posibilidad de existencia de este grupo se desmorona. Pero continuemos e imaginemos que existe un hombre que obsesivamente se dedica, a una labor exegética de la verdad textual, hasta intentar alcanzar una identidad de pensamiento con el autor. De un hombre tal, tendríamos que decir, que dejó a un costado la clínica. Esta ya no es su fin, y está más cerca de ser un filósofo (con lo antifilosófico de su postura) que un psicoanalista. Con todo, un hombre así tendría una ceguera relativa. En algún sentido estaría menos incapacitado que los demás, en la medida que su objeto de indagación es un autor proveniente del psicoanálisis, y el esfuerzo por iluminar sus laberintos, le obligarían a ir a la clínica con buena apertura mental, para intentar averiguar porque Freud por ejemplo, pensó lo que pensó. Pero sigue siendo una ceguera en algún sentido porque las cosas ocurrirían al revés de cómo debieran, en lugar de estar la teoría al servicio de la clínica, la clínica estaría al servicio de la teoría.
Estribillo
A esta altura podríamos decir que a nuestra pregunta: ¿Qué significa leer y comprender, como mediación para la formación teórica? surgieron cuatro variaciones.
La primera como una imposibilidad lógica y práctica. Es imposible intentar formarnos mediante el acceso a la esencialidad de un autor. Ningún trabajo de lectura abre esta posibilidad, está vedada por lo cual necesitamos herramientas que nos auxilien. Necesitamos interpretaciones.
La segunda surge como respuesta fóbica a la asunción de la primera. Ante la imposibilidad de acceder, huimos de la incertidumbre angustiante. Los textos ya no son cristales que nos ayudan a entender el mundo, sino mares de confusión que nos dejan más perplejos. Huimos de la textualidad, no hay trabajo de lectura.
La tercera, consiste en la negación de la primera, mediante el enaltecimiento de un intérprete. La verdad está allí, él la conoce, y nosotros somos sus discípulos, sus defensores, sus hijos devotos. Como niños sostenemos que “esto es así” porque lo dice nuestro padre. La obediencia amorosa contrasta fuertemente con el desprecio desamorado con el que tratamos producciones ajenas. No hay trabajo, sólo leemos para reproducir.
La cuarta finalmente, consiste también en una negación de la primera, pero donde la alienación se produce a la tarea exegética –obsesiva y esclavizante- con la que mantenemos viva a nuestra esperanza y a la verdad. Allá lejos, pero viva. El trabajo de lectura queda en primer lugar y la clínica a su servicio.
Hacia lo familiar
Lo examinado hasta aquí es puramente negativo en la medida en que no responde a nuestra pregunta. Sólo nos detalla cuáles son las maneras más comunes de extraviarnos en la formación. Tal vez parezca conveniente conforme a lo razonado, concluir que ella no es posible y detenernos, pero sería negar la existencia de muchos profesionales que ya se formaron con excelencia. De modo, que lo dicho hasta aquí debe servirnos para buscar una nueva respuesta a la pregunta por su naturaleza, y no para negar su realidad. Lo que hemos conseguido de momento es mostrar que la formación se lleva a cabo en contacto permanente con autores e intérpretes que en adelante trataremos indistintamente.
Para encaminarnos por una nueva vía que no nos extravíe, sería conveniente introducir un punto que adelantamos más arriba. Decíamos que es posible que un analista pueda llegar a sentir afinidad con un pensador y utilizar sus ideas como los codificadores principales de su práctica. Que ello no supone un enceguecimiento, ya que tiene conciencia de las limitaciones de sus conceptos, pero tampoco pone en menos el afecto que le tiene. A modo de ejemplo, la clínica con niños, no se deja cernir por las mallas conceptuales de obras como las de Melanie Klein o Jaques Lacan, sin embargo puede ocurrir, que alguien con fuertes simpatías hacia una de estas figuras, sin salirse de sus ejes principales, importe elementos desde afuera para complejizar su abordaje.
Como se puede apreciar no es la exaustividad teórica lo que determina la elección de una figura de referencia, sino una cuestión de simpatía o afinidad fruto del contacto con su pensamiento. Dicho de otro modo, cuando hacemos un trabajo de lectura de un texto, no exhumamos las verdades del autor sino que vamos construyendo un vínculo con una determinada coloración afectiva; lo vamos conociendo. Y si con algunos pensadores surgen afinidades, con otros en cambio discordancias y desacuerdos. Cualquiera que haga la experiencia descubre a poco de leer que estos sentimientos van surgiendo conforme avanza el texto. Los grandes pensadores tienen la virtud de nunca dejarnos indiferentes, por lo cual no hace falta esperar a encontrarnos con ninguna esencia para quedar inmerso en las pasiones de la lectura. En su singularidad cada lector será sensible a diferentes elementos, y conforme vayan apareciendo, irán despertando en su espíritu una melodía afectiva que es más determinante -aunque muchos no lo reconozcan- que la precisión de las afirmaciones.
En esta constante emergencia de afectos transitamos las obras de un autor y en su recorrido lo conocemos cada vez más, sus ideas se nos van volviendo familiares, sus preferencias, sus gustos literarios, los problemas que aborda, sus limitaciones, etc. A la par, empezamos a notar sobre qué cuestiones puede ayudarnos a pensar, en qué tiene puntos ciegos o si en cambio nos despabila ante asuntos aparentemente intrascendentes o nos trae tranquilidad sobre preocupaciones clínicas. En este sentido es que podemos decir que comprendemos a un autor, no cuando accedemos a LA verdad de sus textos, sino cuando podemos establecer un vínculo en cual apoyarnos ante las dificultades.
En última instancia, sucede con los autores lo mismo que con los familiares. Y no hablamos de la familia tipo, ni mucho menos de un grupo donde la figura preponderante sea el padre, como gustan algunos psicoanalistas. Hablamos de familiares en un sentido amplio: padres, tíos, abuelos, hijos, etc. Nos referimos a esa red de parentalidades que tiene como icono en la cultura nacional el asado de los domingos. Decimos, que con los autores ocurre lo mismo que con los familiares, porque con alguno convivimos y tenemos un trato cotidiano, a otros en cambio, lo vemos muy de vez en cuando para ocasiones especiales. Y por lo común, con los que vemos a diario tenemos menos entusiasmo que con los que vemos pocas veces. Ni que decir de aquellos parientes a los que queremos mucho, pero sabemos que en nada ayudan y siempre nos acarrean dificultades, o por el contrario, de esos que son antipáticos y nos caen mal, pero que siempre están bien dispuestos a sacarnos de apuros. Siguiendo con la analogía, podemos decir que también pasa, que durante muchos años nos llevamos de mil maravillas con un pariente, hasta que nos enteramos de algún episodio de su vida que dice más de él, que todo lo que sabemos de primera mano, y eso nos lleva a distanciarnos, y sin mencionar las diferencias políticas que estallan los vínculos. –Como sabemos en nuestro país. Otras veces ocurre al revés, un tío huraño y contestón, que durante años nos cayó decididamente mal, por algún episodio de nuestra vida, se transforma en un interlocutor como ninguno, del cuál aprendemos más que de las suavidades de los otros. También pasa, que durante muchísimos años estuvimos inmersos en un vínculo que nos resultaba insano sin darnos cuenta, pero que defendíamos a muerte, atacando a todos aquellos que querían ayudarnos, hasta que un día por obra del destino –por lo común de un análisis- abrimos los ojos y nos salimos por nuestra propia cuenta. Y finalmente ocurre, que al interior de la familia hay peleas, internas, y que no faltan oportunidades en que uno escucha a un pariente despotricar contra otro, e incluso sugerirnos directamente que no nos acerquemos a aquel. La cosa puede llegar más lejos, y alguno exigirnos que tomemos partido dentro de la interna, y que digamos en voz alta a favor de quién nos inclinamos, bajo amenaza de exclusión. Por si esto fuera poco, la decisión que nos exigen es coloreada con un barniz de moralidad que impresiona. Somos más o menos respetables según que dirección tomemos. (Dentro de la jerga de cierto psicoanálisis eso se presenta con mucha solemnidad, diciendo que lo que hay en juego cuando se lee a tal o cuál autor es una decisión ética ¡Cómo si leer a Balint por ejemplo, fuera un acto de degeneración moral!)
Como se puede apreciar la analogía podría continuar casi indefinidamente y su riqueza metafórica no disminuiría ni un poco. Invitamos al lector que siga explorándola y que descubra por su reflexión, que uno se comporta con sus parientes/autores según determinaciones afectivas, sin nunca conocerlos a pie y juntillas. Ello no quiere decir que no sepamos nada. Recalcamos que se desarrolla un conocimiento sobre el autor, que nos permite orientar nuestras acciones fruto de nuestro trabajo de lectura. Pensado desde la analogía, si nos hemos tomado el trabajo de conocer (tener contacto, pasar tiempo) a un hermano por ejemplo, tendremos una idea de qué regalarle en su cumpleaños. Si por el contrario no lo hicimos, incurriremos en errores por ignorancia -como correlato de ausencia de vínculo sostenido. En este sentido, el conocimiento que desarrollamos de un autor es operativo. Algunos analistas suelen hablar de él cuando se preguntan “y esto (por el texto) ¿para qué me sirve (en la clínica)?”. Dicho de otro modo ¿cómo me permite operar en lo real? Este modo de preguntar puede parecer excesivamente pragmático y utilitarista pero como tal, constituye el paso posterior a la formación de un vínculo. Es como si le dijéramos al autor: ahora que nos estamos conociendo, ¿en qué me podes ayudar? –Como es lógico, no vamos a pedirle ayuda a un desconocido que nos es plenamente indiferente-. Y finalmente, si la ayuda que nos ofrece el autor tiene un influjo en nuestra práctica clínica, podemos decir con todo derecho que ese saber operativo es específicamente un saber clínico.
Ahora estamos en condiciones de plantear nuestra hipótesis. Si dijimos que mediante el trabajo de lectura desarrollamos un vínculo con el autor que deriva en un saber clínico, cuanto más vínculos forjemos con distintos autores más provistos de saberes prácticos estaremos. Y si dijimos que el vínculo con los pensadores semeja en buena medida al que vamos construyendo en una familia, podemos concluir, que la respuesta a la pregunta por el significado de la formación teórica es: construir vínculos de parentalidad, mediante un trabajo de lectura con los autores. O de manera más completa: Adquirir una formación teórica significa construir una familia propia, mediante la formación de vínculos con los autores que estén sujetos a resignificaciones permanentes, con saberes clínicos como saldo.
Con esta perspectiva, se pone de manifiesto la importancia de la plasticidad del vínculo entre el lector y los autores. Y decimos, que está sujeto a resignificaciones permanentes, no solamente porque podemos distanciarnos de un pensador, o de algunas de sus ideas, sino también, porque los textos que nos acompañan, tienen la potencialidad volverse extraños. Por ello, es pertinente tomar las consideraciones freudianas de lo ominoso en relación a lo familiar. Freud lo define como aquella variedad de lo familiar que se vuele extraño, ajeno y angustiante. En este sentido, desarrollar un vínculo de familiaridad con un autor, es ser capaces de tolerar lo que llamaremos su potencial de ominosidad. Es decir, tolerar que ante determinadas circunstancias (clínicas por lo general) el autor con el que nos veníamos vinculando se nos torne extraño y nos interpele, o que debamos interpelarlo nosotros. Dicho al revés, que un texto conserve su potencial de ominosidad, es uno de los mayores indicadores de que nos hemos familiarizado con él y hemos construido un vínculo en el cuál podemos apoyar nuestra práctica. Por el contrario, si el texto sólo esta al servicio de tranquilizarnos, no estamos ante un texto, sino ante un fármaco con el cuál nos medicamos para no estar ansiosos o angustiados.
Hacia lo humano
A la concepción que proponemos la llamaremos, para abreviar, La familiaridad textual. Ella pone de relieve la esencialidad de los vínculos como condición de posibilidad para la formación. Desde el Banquete debería ser claro para todos, la dimensión afectiva en la búsqueda de la verdad. La concepción que tengamos de ella, no hace diferencia respecto al hecho, de que es con otros -motorizados por un deseo- que salimos en su búsqueda. Que LA verdad esté perdida, no niega la dimensión antropógena de este deseo. El hombre en su condición de tal desea saber. En la Biblia, la acción divina que arroja al hombre al mundo, es la consecuencia del deseo de saber de Eva. Ella come el fruto prohibido del árbol de la ciencia, y en ese preciso momento el hombre se transforma en mortal. Se transforma en un viviente que trabaja y que produce cultura. No es otra cuestión la que –desde una perspectiva clínica- se pone en juego en la pulsión epistemofílica que se proyecta sobre las cuestiones enigmáticas por antonomasia. Enigmas que el pensamiento intenta cernir inacabada pero siempre dinámicamente. Como se ve entonces, este deseo de saber se traduce en un esfuerzo de pensar, se piensa sobre lo que no se sabe, y luego de lo que se cree saber.
Ahora bien, el pensamiento necesita condiciones mínimas para desplegarse. Para poder pensar es esencial la libertad. No podemos pensar en un contexto represivo o bajo regímenes de facto. En este sentido, el pensamiento es sinónimo de libertad, ya que el primero sólo es posible si se garantiza la segunda, y a su vez, sólo podemos decir que somos verdaderamente libres si podemos pensar sin lamentar consecuencias. No hay que engañarnos creyendo que somos libres por peinarnos o vestirnos como nos gusta. Indudablemente esos son rasgos de libertad, pero su expresión mas acabada es que el pensamiento pueda expresarse sin ser objeto de censura. Y es el Estado quién debe asegurar la libertad para garantizar el pensamiento, y la democracia la organización político-institucional, que mejor se adecúa a ello. Lo cual significa, que sólo podemos pensar en el marco de instituciones democráticas. Por lo tanto, si el hombre es el viviente (ánima) racional, es en consecuencia el viviente político y el viviente libre. Cualquier alternativa a esto, es inevitablemente una negación de lo humano, en la medida que el hombre tiranizado, es un hombre privado de su libertad, y por ende de su pensamiento. Bajo esas condiciones no se es hombre, sino esclavo[3].
Se podría objetar a este modo de razonar: que el pensamiento es lo más difícil de callar y que no sucumbe ante la ausencia de libertad, porque a pesar de que no podamos expresarlo en voz alta, está en nosotros; aún en condiciones de detención o tortura. Y que en verdad, cuando hablamos de que sólo es posible pensar en libertad, de lo que hablamos no es del pensamiento, sino de la posibilidad de expresarlo. Desde cierto punto de vista, esto es real, pero a lo que no atiende esta objeción, es que bajo esas condiciones extremas, el pensamiento no se despliega plenamente. Si él, es el rasgo que nos distingue del resto de los entes, bajo ningún concepto su expresión debería ser algo que nos ponga en peligro amenazando nuestras vidas por ejemplo. Todo lo contrario, su exaltación debería ser un elogio a la humanidad y no un motivo de temor. Menos que menos ser la causa y el consuelo de un contexto de encierro. Que así ocurra muchas veces, no quiere decir que así deba ser. Por este motivo, cuando ponemos a la libertad como su par y sinónimo, y a la democracia como su espacio de existencia, expresamos las condiciones ideales de máximo despliegue de lo que nos define como seres humanos. En estas condiciones, la humanidad es llevada a su máxima expresión y si ello no es posible, estamos siendo privados de la exaltación de nuestro rasgo fundamental. En ese caso, nuestra condición queda empobrecida porque nuestro rasgo queda en potencia sin posibilidad de actualizarse. Por esta razón, en cierto sentido, perdemos humanidad.
Si decimos entonces, que el deseo de saber se expresa en el pensamiento que supone democracia (polis) y libertad, debemos presumir que cualquier actividad que ponga en juego al pensamiento -como la formación conceptual de la que aquí hablamos-, pone en juego necesariamente todos estos términos. Dicho de otro modo, la formación conceptual no puede negar nunca alguno de estos elementos, porque en el momento que lo hace, no sólo queda en contradicción consigo misma, sino que además, el sujeto que la lleva a cabo se niega como hombre[4].
En este sentido, si la formación teórica toma como premisas la existencia de un autor o interprete que sabe por encima de cualquiera y al cuál se le debe obediencia, y no puede ser cuestionado bajo amenaza de exclusión, el estudioso debe saber que si se queda en esas condiciones, no sólo no es libre de expresar sus ideas o de pensar, sino que está siendo tiranizado y por ende, despojado de su humanidad. Y si el psicoanálisis se precia de causar la emergencia de un sujeto deseante, ¿cómo se supone que esa labor pueda llevarla a cabo alguien que se ha negado como Hombre y se ha contentado con ser un esclavo reverente? Ningún vínculo de sumisión afectiva o intelectual, es admisible para aquél que se respete a sí mismo y que pretenda llevar a cabo una praxis liberadora como el psicoanálisis. Freud consideraba que levantar las resistencias de represión, era la meta de la clínica psicoanalítica; demostrando de forma negativa que la libertad era un elemento definicional del campo que estaba fundando. Deberíamos acostumbrarnos a tomar esta idea en todas sus resonancias.
Una de las claves de la familiaridad textual, es que nos permite evitar esta negación antropológica en la formación. En ella no hay vínculos afectivos fijos, ni de obediencia. Hay múltiples vínculos que se resignifícan permanentemente, donde se despliegan tensiones, acuerdos, pasiones y rupturas. La movilidad subjetiva es máxima y abierta a los desafíos de la clínica. Una situación radicalmente contrastante a la cabeza gacha, que lo único que ve son los talones a los que quisiera llegar, y que se conforma con seguir.
En conclusión, la familiaridad textual como respuesta al problema de la formación conceptual, es absolutamente compatible con las condiciones fundamentales de humanidad. No sólo no las niega, sino que las incluye como condiciones de posibilidad de la formación teórica, y por ende de la formación psicoanalítica en un sentido amplio. Es por ello que se puede concluir en algo que seguramente por obvio no se dice lo suficientemente fuerte: Para ser analista hay que ser humano.
El Psicoanálisis por ende, es una expresión de lo humano, ya que lo requiere para ser. Es en lo esencial un modo de pensamiento, un modo de libertad y un modo de experiencia democrática. Freud mismo tocaba estos puntos de distintas maneras. Hablaba de la libre asociación y del develamiento de pensamientos inconcientes. En este sentido un análisis supone un espacio donde el paciente pueda tener la libertad de expresar sus pensamientos más oscuros, sin ser el analista un sensor que los coarte, demostrando el tinte democrático que tiene como experiencia. Ya analistas como Lacan y Winicott, rechazaban de manera tajante cualquier tipo de adoctrinamiento u adiestramiento (siempre tiránico y opresivo) del paciente. Y con mayor vehemencia si ello suponía la colocación del analista en el lugar del ideal. Desde esta perspectiva, el psicoanálisis jamás podría ser una técnica, debido que de ser así podría ser administrada sin atender a estas consideraciones, ni una teoría única, ya que ello negaría la pluralidad propia del pensamiento como uno de sus rasgos esenciales.
Hacia una crítica de la crítica
A continuación quisiéramos darle tratamiento a una crítica que se le podría hacer a nuestra tesis. No porque nos parezca especialmente aguda -ya que la misma supone desconocer mucho de lo expuesto- sino por resultar especialmente sugestiva para los tiempos que corren.
En ella, el crítico señalaría que a lo largo de nuestra argumentación mostramos una actitud conservadora que pone a la familia por encima de la verdad; o en una versión más ajustada a nuestro campo, que pusimos a los amiguismos y a las simpatías personales, por encima de la eficacia clínica. Podríamos imaginar también, que a modo de ejemplo antitético, el crítico envalentonado evocaría la frase aristotélica, “Amo a Platón pero más amo a la verdad” o a la célebre excomunión de Spinoza, como ejemplos donde la búsqueda de lo verdadero colisiona con lo propio y pese a ello, perdura. Para decir luego, sin eufemismos, que lo que promovemos, es que si a uno le gusta lo que lee, vale como recurso clínico. Y que así finalmente, vale hacer cualquier cosa. Una suerte de homo mesura protagórica.
Ante esta crítica maliciosa, podemos decir lo siguiente: Nuestra tesis, lejos de ser un enaltecimiento de las simpatías intelectuales del analista a costa de la eficacia terapéutica, toma a esta última como punta de lanza para reconsiderar permanentemente las referencias con las que nos manejamos. Si bien es cierto, que hablamos del estilo del pensador como unos de los elementos determinantes para sentir estima por sus ideas, en ningún momento afirmamos que sea una divisoria de aguas. La simpatía que un analista puede tener por un autor esta dada en buena medida, por la eficacia clínica que le ayude a conseguir. Y por si eso fuera poco, introdujimos el concepto de potencial de ominosidad, como signo de que el vínculo no es de ciega obediencia o sedación. Siguiendo por esta línea, la máxima movilidad subjetiva que ofrece nuestra tesis, es lo que evita que el analista se encierre en la textualidad y por el contrario permanezca abierto a la experiencia clínica, sensible a su necesidad. Y si se nos preguntara de qué modo determinamos la eficacia terapéutica, contestaríamos que mediante la supervisión del trabajo clínico y el análisis personal. Es en esos espacios donde se puede valorar el despliegue analítico para pensar sus obstáculos y como superarlos. En conclusión, si hablamos de las simpatías intelectuales de un analista en el marco de nuestra tesis, decimos que ellas no están dadas de antemano, sino que son el resultado, de la buena evolución de los casos -que se constata mediante supervisión y análisis propio.
Notas de despedida: para una reconsideración del eclecticismo
Para finalizar, quisiéramos traer a colación una cuestión que a partir de lo expuesto adquiere un nuevo cariz: el eclecticismo. Muchos podrían preguntarse, si con nuestra tesis no estamos promoviendo una formación ecléctica, carente de una referencialidad conceptual precisa, dando lugar a un menjunje teórico, que lejos de clarificar la clínica la oscurece. Y si desde este punto de vista los efectos doctrinarios cuasi religiosos de las escuelas psicoanalíticas, no tendrían como compensación una direccionalidad clínica definida como contraparte.
Desde nuestra tesis, nos parece que plantear la cuestión de este modo, es desaprovecharla. Desde esta perspectiva la confusión estaría dada por la superposición de muchas teorías contra la aparente claridad de una sola. No queremos utilizar el concepto de capital cultural para confrontar este reparo, ni recordad a los olvidadizos, que para Freud, el hombre culto, era el ideal para la práctica psicoanalítica. Queremos apuntar a una cuestión más de fondo. Si la familiaridad textual exige que se considere a la dimensión afectiva con el autor/texto como condición de posibilidad para la formación, es porque entendemos que el deseo es un elemento diferencial en este proceso. Proceso que no pone en juego la formación de un saber clínico solamente, sino y más fundamentalmente la formación del sujeto que lo lleva a cabo. No creemos estar exagerando si decimos, que la formación conceptual es constitucional de la subjetividad del analista. Para explicarnos, traigamos una referencia freudiana fundamental, como la reversibilidad del deseo cuando se trata de elecciones objetales. En el capítulo siete de Psicología de las masas, Freud muestra como el desasimiento libidinal del objeto de amor, se produce mediante la identificación parcial a uno de sus rasgos. El resultado de la repetición de este proceso, es la configuración de una subestructura de identificaciones en el yo, fruto de objetos resignados. El yo va adoptando nuevos rasgos producto de las experiencias amorosas. Se va transformando, metamorfoseando, volviéndose otro a través del tránsito por sus vínculos. Entonces, si en la formulación de nuestra tesis, dijimos que el lector queda entramado en un vínculo afectivo con el autor, debemos concluir -en consonancia con la idea freudiana- que el lector se transforma, volviéndose otro del que era antes de pasar por el autor. Dicho de otro modo, el pasaje por un texto deja una marca en el ser del lector[5], que queda con él. En este sentido, queremos remarcar que algunos efectos producto del pasaje por vínculos personales, son muy similares a los que se pueden tener al pasar por experiencias de lectura. Generando de este modo, un genuino proceso constitutivo como saldo de un entramado vincular. Esto nos hace pensar que la pluralidad del yo tiene un carácter antagónico al de la supuesta coherente unidad de la teoría única, que se debería abrazar para una práctica sin desorientaciones. Es antagónico porque el ser del lector es tan ecléctico como la formación que desde ciertos purismos psicoanalíticos se defenestra. Desde nuestro punto de vista, entonces, el problema del eclecticismo no estaría en la ausencia de unidad teórica, sino en que este no sea el resultado de las sucesivas marcas que el vínculo con los autores fue dejando. Y que por el contrario, sea el resultado de un vínculo puramente utilitarista, que no tengan ningún tipo de resonancia en el analista. A modo de ejemplo, imaginemos a alguien que estudia la obra de Winicott porque le dicen que con ella puede abrirse paso en la clínica infantil, pero sin vincularse verdaderamente con las ideas que allí se despliegan -con una completa indiferencia. Es muy probable que ese analista a la hora de poner en juego su capacidad lúdica, difícilmente pueda generar algo más que una pantomima, sintiéndose inútil y avergonzado o más probablemente –y con razón- rechazado por el chico. Y frente a esa situación, en lugar de supervisar, llevarlo a análisis y preguntarse desde donde lleva adelante su trabajo de lectura, dijera que el concepto de juego es insuficiente y saliera en búsqueda de otra idea del stock psicoanalítico. Vale aclarar que las marcas que debe atravesar a un analista, no provienen solamente de la lectura. Con lo cuál las dificultades pueden surgir de diferentes direcciones, pero queremos dejar en claro que si las ideas con las cuales trabaja no lo atraviesan, difícilmente pueda operar con ellas.
En el caso contrario, si el trabajo de lectura fue llevado en las coordenadas de nuestra tesis, no sería para nada sorprendente que nos descubramos en acto operando con conceptos que ni siquiera recordamos con precisión ni su origen, ni su definición. Pudiendo trabajar sin reconocer al autor que estuvo detrás, e incluso dudando de si en verdad no se nos ocurrieron a nosotros mismos. Como si más que operar con ellos, fueran ellos los que operan en nosotros; revelándonos que ya no son nuestros sino, que nosotros somos suyos.
Francisco Hoyos De Marco: Licenciado en Psicología (UBA). Concurrente del Hospital de niños “Dr. Ricardo Gutierrez”, CABA. Cursa la Carrera de especialización “Asistencia y prevención en infancia y niñez” (UBA, Director: Dr. Ricardo Rodulfo, Co-directora: Dra. Marisa Punta Rodulfo). Practica la clínica psicoanalítica con adultos, adolescentes y niños en la institución pública y de forma particular desde 2016.
Descargá la version en pdf del recomendamos de rodulfos “Ensayo sobre la familiaridad textual” de Francisco Hoyos de Marco
Ésta obra está registrada bajo la licencia de Creative Commons:
Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual
CC BY-NC-SA
[1] Vale mencionar brevemente la dimensión de objeto de uso (juguete) que propone Winicott como posición del analista en la clínica con niños, para pensar aquí la posición del guía o maestro respecto del estudiante. Es necesario que el guía permita ser usado como herramienta para dar lugar a la dimensión subjetiva en juego en todo trabajo de lectura. En este sentido la apertura de un texto requiere necesariamente la posición activa del sujeto, y las herramientas como vehículos de sus acciones. Anticipamos con esto, que leer, desde nuestra perspectiva es hacer con herramientas. Si el otro es mi herramienta, el paso a traves de él es ineludible para la actividad formativa
[2] Entendemos a este momento como necesario para la formación, pero problemático si se prolonga excesivamente en el tiempo, -en ningún caso despreciable- más adelante veremos porqué.
[3] Recordemos que para la concepción antigua en la que hacemos pie, el esclavo era equivalente a una posesión cualquiera que el propietario pudiera tener. Estaba en el mismo plano que objetos tales como muebles, armas, animales de trabajo, etc. Podía incluso venderlo o permutarlo con otro ciudadano por cualquiera de estos objetos.
Otra cuestión para destacar es, que pensamiento, libertad y polis (democracia), constituyen un triángulo conceptual que independientemente de donde lo tomemos nos dirige hacia los otros dos conceptos. Por ejemplo: Si pensamos, somos libres y eso quiere decir que vivimos en democracia. Si vivimos en democracia implica que somos libres y por ende, podemos pensar sin obstáculos. Si somos libres podemos pensar sin obstáculos y eso solo ocurre en contextos democráticos.
[4] Quisiéramos hacer una salvedad respecto de éste argumento. Como es sabido, a lo largo de la historia, se ha utilizado la idea de deshumanización como antesala para toda clase de abusos contra los DDHH. El régimen nazi por ejemplo, decía que los judíos no eran seres humanos, para poder afirmar que su exterminio no constituía el genocidio de millares de personas. Por este motivo queremos aclarar que cuando hablamos de deshumanización, hablamos de aquella circunstancia existencial en la que el hombre no se realiza plenamente en su condición de tal. Si el pensamiento es lo que nos distingue del resto de los entes, la imposibilidad de poder desplegarlo sin limitaciones, nos impide llevar nuestra distinción a su máxima expresión. No queremos decir por lo tanto, que los habitantes de países no democráticos o miembros de instituciones no democráticas, no sean seres humanos, ni cosa por el estilo.
[5] Es interesante cruzar la cuestión de la identificación al rasgo, con el concepto de diferencia como lo despliega Aristóteles en Metafísica. En los libros V y X el Estagiríta entiende por diferencia a un tipo de diversidad, que no es equivalente a Lo Mismo o Uno, pero tampoco a Lo diverso indeterminado. Son diferentes aquellos elementos que tienen un punto en común sobre el cual se diferencian. Hay algo común que los distingue. En esta línea se podría pensar al proceso de diferenciación del otro, como aquel movimiento en el cuál tomo algo que me mancomuna, que me familiariza para luego poder diferenciarme o singularizarme desplegando mi propio pensamiento. En este sentido, si no hay diversidad soy lo mismo que aquello que leo o aquel con el que me vinculo, pero si esta diversidad es indeterminada, el otro deja de ser diferente, para ser un otro radical, completamente extraño. La diferencia permite superar ambas posiciones, mostrando que lo diferente y lo común despliegan una tercera vía donde evito la alienación al pensamiento del otro, y su completo desconocimiento. Demostrando así, que construir un vínculo con un autor es construir una diferencia que arma comunidad.