Historia de vida, testimonio de una madre
Por Romina Bizzarri
Durante meses he estado pensando si era conveniente escribir sobre mi propia historia como madre, o sobre la de mi hijo, o mejor dicho sobre nuestra familia entera. Después de transitado el Seminario “Herramientas de trabajo para la clínica psicoanalítica”[i], en el cual me inscribí como psicopedagoga (egresada hace ya diez años), comenzó a emerger en mí un profundo deseo de acercarles a otras familias y profesionales mi experiencia como mamá egresada de una Neo; la experiencia de Juan, mi hijo, un recién nacido sobreviviente a dos cirugías con altísimo riesgo de vida, pero quién además luchó para no quedar atrapado en un diagnóstico prematuro y desacertado.
Juan nació en la semana 38 por cesárea programada por mi obstetra, días previos al nacimiento. Tenía contracciones que indicaban un posible trabajo de parto pero no dilataba y después de estar tres días internada para controlar las contracciones, se decidió una intervención quirúrgica con el objetivo de cuidar al bebé. La traslucencia había dado perfecta; ningún indicador de sospecha de que algo no estuviera funcionando bien, fue un embarazo maravilloso, a excepción de las contracciones que estuvieron presentes desde el quinto mes; sin embargo, para sorpresa de todos, principalmente para mí, cuando Juan asomó al mundo, la pediatra que lo recibió y me lo entregó, mirándome a los ojos me dijo: “Mamá tu bebé tiene Mielomeningocele y debe ser operado de urgencia”. Tuvimos que decidir casi de inmediato un traslado a la ciudad más próxima. Pero afortunadamente horas antes del traslado pude tener a Juan en mis brazos, lo acaricié mucho, le ofrecí el pecho y él succionó haciéndome sentir que deseaba ese contacto. Y yo también lo deseaba. Podía sentirlo cerca de mi corazón.
El niño viajo en ambulancia acompañado de su papá, porque el obstetra no permitió mi traslado hasta el día siguiente. Los recibieron un equipo de médicos maravillosos que se ocuparon de asistir a Juan y de asesorar a su papá, quien además de ser primerizo había sentido que me había abandonado.
Mientras escribo puedo sentir aún el dolor de esa primera noche que tanto deseamos y esperamos para estar juntos… y fue la primera noche en las que estuvimos los tres separados. Winnicott sostenía que un niño necesita de Otro para poder ser; mamá y bebé no existen en el acto de amamantar como seres separados porque en un primer momento no hay uno y otro que se vinculan, sino que el espacio intersubjetivo es espacio de interrelación; lo que está entre uno y el otro. Y ese espacio fue de algún modo arrebatado.
Al día siguiente viajé a encontrarme con mi bebé y mi compañero. Conocer la Neo y adentrarme en todo lo que sucede en esos espacios fue de lo más duro que me tocó atravesar. Y ahí estaba él, esperándome para volver a conectarnos con la mirada, el amantamiento, la entrega absoluta de amor.
Después de muchos estudios que ya le habían practicado y de infinitas observaciones, el neurocirujano nos dio la noticia de que no era mielomeningocele la patología sino meningocele, una afección un tanto más suave pensé yo en ese momento. Como no soy un sujeto dual, y podría considerarme una mamá “con conocimiento”, en ese instante pasaban un sinfín de pensamientos y sensaciones por mi mente y cuerpo. Nos regalaron un mes de descanso para volver a casa y esperar que el bebé se pusiera más fuerte para operarlo.
Fue así que, a un mes exacto de su nacimiento, ingresó al quirófano para una intervención de médula en la zona lumbar. La cirugía fue exitosa por poco tiempo: a los seis días debieron operarlo nuevamente porque la herida se había abierto por dentro y generaba una pérdida significativa de líquido cefalorraquídeo. Dejarlo dos veces en el quirófano sabiendo que el riesgo de vida era alto y que había pocas probabilidades que moviera sus piernas fue realmente traumático. Pero lo logró; la primera supervivencia fue allí. Inmediatamente después de la segunda cirugía, Juan movía sus piernitas y respondía a todos los reflejos.
¿Cómo estaba viviendo el niño todo lo que acontecía? Lo único que podía saber con seguridad era que tenía angustia. Durante sus diez primeros meses no dormía de noche. El único momento en que su papá y yo no estábamos con él, cuando vivíamos en Neo, era por las noches. Los primeros días pudimos acompañarlo por veinticuatro horas y a medida que transcurría el tiempo el cuerpo nos pasaba factura. Cuando nos dieron el alta para irnos a casa con la expectativa de “descansar”, entre otras cosas, pasamos los diez meses más agotadores. Juan tenía registro mnémico, esa huella corporizante que lo hizo estar alerta por las noches -claro, por las noches, “mamá se va”-; el registro de cuando llegaba el momento en el que quizá sentía soledad, abandono, miedo…
Durante casi un año recibió controles médicos muy exhaustivos e invasivos a la vez, pero necesarios. No se evidenciaban secuelas neurológicas ni motrices; su desarrollo siempre fue realmente sorprendente. Milagroso lo llamaban los médicos.
En ese primer año, eran repetidas e insistentes las infecciones urinarias. Se temía que se hubieran tocado nervios que le dan órdenes a la vejiga y que eso alterara el normal funcionamiento de la misma; hasta se sospechaba de una posible vejiga neurogénica como secuela, que impediría el control de esfínteres. Los médicos indicaban un estudio atrás de otro: centellograma, urodinamia, uretrocistografía miccional y un centenar de exámenes muy invasivos. Un cuerpito pequeño muy tocado, revisado, mirado, manipulado. ¡Qué difícil para un niño construir un cuerpo habiendo sido tan invadido! Invasión necesaria desde lo orgánico, pero invasión al fin.
Todos los estudios daban normales. Y aquí viene lo más interesante: Juan también fue sometido a estudios de audición, se le hicieron potenciales evocados auditivos porque se quería descartar alguna afección que le estuviera impidiendo “hablar”; habían pasado dos años y medio y él aún no podía pronunciar ni una palabra. Comenzamos a sospechar que no escuchara; pero a la vez sabíamos que sí: cuando estratégicamente abríamos un paquete de galletas, podíamos escuchar sus pasitos dirigiéndose al objetivo; o responder muy atentamente a llamados que despertaban su atención. Pero otras veces, cuando “debía” responder al llamado de alguno de los dos, ignoraba el pedido.
Alrededor del año y medio comenzó a pegar gritos agudos que duraban una eternidad, sus movimientos se habían vuelto estereotipados, con aleteo de brazos y manos; además de no poder mirar a los ojos a un otro. Tenía comportamientos repetitivos y estructurados. Buscaba siempre la seguridad. No permitía que nos involucráramos en su juego, y cada vez más aparecían síntomas que nos angustiaban y preocupaban mucho como papás.
Desde hace bastante tiempo sostengo que tengo una transferencia muy especial con el psicoanálisis y si de algo estaba segura era que, además de hacer consultas médicas, las respuestas a mis interrogantes las iba a encontrar allí, en el psicoanálisis. Fue entonces que decidimos contactar con una terapeuta.
Había muchas dudas en nosotros, los papás. Juan nos confundía en su accionar. Por otro lado, nos preocupaba de sobremanera su actitud frente al peligro: corría desesperadamente cada vez que salía a la calle; “dentro de la casa” parecía sentirse más protegido, estaba más organizado, pero cada vez que abríamos la puerta y cambiábamos la rutina, él nos hacía saber que estaba sufriendo. Gritos sin sentido que lo aturdían. Necesidad de salir corriendo, como escapando. Podía sostener la mirada apenas uno o dos segundos. Pero lo hacía. Conectaba. Yo sabía que Juan se conectaba. Pero también sabía que se desconectaba y además sentía que era lo que podía hacer.
Juntos en familia, recorrimos muchos espacios y visitamos profesionales que nos dieran su opinión. Y lo más rápido fue encontrarnos con devoluciones poco alentadoras. Una neuróloga y una psicóloga en una sola sesión se animaron a arriesgar que muy probablemente Juan tuviera TEA (Trastorno de Espectro Autista). Sí, era mi temor.
Confieso que como mamá lo sufrí con todo mi cuerpo. Mi cuerpo también registró huellas después de todo lo acontecido. También yo tuve miedo que fuera por ahí. Pero decidimos ir por más, seguir insistiendo y buscar un profesional con otra mirada, con otra posición.
Así fue como conocimos a Marisa (Punta Rodulfo). La contactamos telefónicamente y luego sostuvimos entrevistas virtuales con ella; nosotros los papás. Al principio las posibilidades de viajar eran muy acotadas pero con el transcurso del tiempo sentimos la necesidad de un encuentro vivencial. Lo sentimos así porque escuchar la forma en la que ella iba rescatando aspectos positivos de Juan nos conectaba con nuestro deseo y nos alentaba a continuar el camino. Viajamos a Buenos Aires y concretamos el encuentro; su acompañamiento durante esos días fue crucial. Marisa logró ver posibilidades de recuperación en Juan, pudo ver lo que “se puede reparar”; porque generó un espacio de confianza y respeto para que él así lo manifestara. La transferencia. La conceptualización del niño sano. Él permitió que lo mirara y mostró algunos de sus síntomas; pero sabíamos que teníamos que regresar y que quizá lo más prudente era buscar una analista en nuestra localidad que pudiera sostener esto que se había logrado.
En esas sesiones también me dejé ver yo, mamá. Estaba asustada. Temerosa. Llena de incertidumbres. Y llena de dolor. Y resolver en la inmediatez esa duda que me aquejaba, era mi síntoma más visible. Marisa me abrazó. Y me hizo saber cuán importante había sido nuestro trabajo como padres en la salud de nuestro hijo. Además, colaboró en la búsqueda de una analista para Juan dentro de nuestra localidad. Sentí la implicancia, la implicancia desde el amor.
Juan tiene actualmente cuatro años recién cumplidos. El año pasado comenzó jardín de sala de tres con dos añitos y ha alcanzado unos avances soñados en el contexto escolar; acompañado de una seño que está a su lado muy atenta a todo lo que él necesita. Desde hace poquito más de un año asiste semanalmente a su espacio de terapia que él reconoce como “la casa de Ana, donde vamos a jugar”. Ana es su psicóloga, trabaja conjuntamente con Claudia (estimuladora temprana) en un espacio de consultorio y allí ocurren los encuentros y toda la magia. En un año, Juan realmente se ha sentido muy acogido. Si bien con el paso del tiempo el dinamismo de las sesiones se va modificando, y va cobrando distintos sentidos, se puede ver un armado de secuencia muy significativo.
Ya no hay gritos en Juan, hay una expresión muy bien sostenida desde el sentido, un “No” de mucha firmeza; siempre fue un niño desobediente y eso por momentos me daba paz. Como cita Marisa en sus escritos, “los niños inteligentes no son niños obedientes”. También es un niño mucho más organizado en su psiquismo; ha logrado incorporar la línea del límite con el peligro; puede esperar turnos, respetar algunas órdenes; tras la insistencia, termina accediendo a que el adulto se involucre en su juego. Controla la micción tanto de día como de noche. Comenzó a simbolizar, puede nombrar unas veinte palabras y hasta otras diez en idioma inglés. Reconoce todas las partes de su cuerpo, las nombra y señala a cada una. Cuenta hasta el número 12 y más de una vez nos sorprende transfiriendo su aprendizaje. Hace poquito tiempo comenzó a dibujar la figura humana con cada uno de sus miembros y ojos, nariz, boca, orejas, etc. En el último tiempo empezó a responder preguntas de poca complejidad y se observa un intento de armado de oraciones simples.
Juan siempre fue un niño muy alegre y feliz, si hay algo que recuerdo muy fuertemente es que siempre consiguió conquistar con su sonrisa. Y creo que ese fue el puente transferencial. Tuvimos la fortuna de encontrar profesionales cómplices de esa sonrisa. Profesionales que nos han ayudado a interpretarlo; que en un espacio de respeto y paciencia apuntalaron a un niño, lo acogieron, conectaron ellos con el sufrimiento del niño. Juan temía a los vínculos, sus primeros vínculos habían sido muy traumáticos. Hoy el espacio de la terapia le dio herramientas para construirse, para sanar el dolor; donde se trabajan cuestiones esenciales para la construcción de la subjetividad. Apareció a través del juego, un lugar simbólico que le permitió al niño reconocerse Otro; y no quedar atrapado en un cuerpo orgánico.
Nuestra familia se ha podido re-significar de algún modo y Juan empezó a “decir”; porque un niño con las características de Juan necesita un espacio donde haya un Otro dispuesto a colaborar en la construcción y en la estructuración de la subjetividad, atendiendo siempre la singularidad de lo que acontece en esa historia; teniendo en cuenta que lo que caracteriza a esta disciplina es justamente la clínica del detalle.
Y como dice Piera Aulagnier, “[…] aunque lo que descubramos no nos guste, el placer por descubrirlo tiene que preponderar; la alegría por poder pensar libremente deber ser lo que nos guíe […]”.
Romina Bizzarri: Psicopedagoga egresada en el Instituto del Rosario – Profesorado Gabriela Mistral, de Villa María, provincia de Córdoba. En el año 2010 participé de un grupo de lectura psicoanalítica que se impartía en la ciudad a cargo de la Licenciada en Psicología y Psicoanalista villamariense Mónica Conci, quien además fue mi referente en este campo. Desde siempre sostengo que tengo una transferencia especial con el Psicoanálisis y en 2019 comencé mi formación con los Dres. Rodulfo, participando del Seminario “Herramientas para el Trabajo en la Clínica Psicoanalítica con niños, adolescentes y adultos”. Desde hace diez años hago seguimientos pedagógicos a adolescentes de distintas edades, en el Nivel Medio de la misma Institución donde me recibí y actualmente también trabajo en clínica en ámbito privado, desde la prevención y estimulación oportuna a niños de temprana edad; y con adolescentes y adultos acompañando los procesos de Orientación Vocacional y re-orientación vocacional y laboral desde un paradigma crítico, una práctica que procura dilucidar algo respecto de la propia posición subjetiva en tanto sujeto deseante, y a partir de la cual se puede proyectar hacia el futuro.
Bibliografía
- Fiasché, D. (1963). Esquema corporal y concepción del mundo. Revista de Psicoanálisis. 20(03), pp. 268-282.
- García Reinoso, D. (1980). Juego-Creación-Ilusión. Revista de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires, año XI-28.
- García Reinoso, D. (1982). El discurso familiar como escritura transindividual en el análisis de niños. En S. Schlemenson, Psicopedagogía Clínica. Buenos Aires, Argentina.
- Rodulfo, M. (s.f.). Marisa y Ricardo Rodulfo – Seminarios de psicoanálisis online: Herramientas de trabajo para la clínica psicoanalítica en la infancia, niñez y adolescencia. Buenos Aires, Argentina.
[i] Seminario on-line de www.rodulfos.com impartido por Marisa Punta Rodulfo con la colaboración docente de la Esp. Lic. Graciela Manrique.
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